terça-feira, 25 de novembro de 2014

HÉCTOR ROSALES | María Meleck Vivanco, iluminada por el fuego






María Meleck Vivanco nació en Valle de San Javier (Córdoba, Argentina) en 1921. Hay muy pocas poetas contemporáneas de aquel país o de cualquier otro que hayan desarrollado una obra tan personal y genuina como, al mismo tiempo, tan apartada del gran público y de los cánones oficiales de las letras en castellano.
En los escasos textos sobre su obra se suele vincularla al primer grupo argentino de poetas inspirados en el surrealismo, que Aldo Pellegrini reuniera en su Antología de la Poesía Surrealista a mediados del siglo XX. Desde la perspectiva hispanoamericana, estos autores fueron pioneros en adherirse al movimiento originado en Francia, destacándose nombres como los de Francisco Madariaga, Juan Antonio Vasco, Enrique Molina, Oliverio Girondo, Julio Llinás, Carlos Latorre o Juan José Ceselli. María Meleck Vivanco tuvo su sitio dentro de aquel círculo, aunque, quizás por la personalidad independiente de la autora, su poesía no cobró la difusión de algunos de sus compañeros.
Esta personalidad y la fidelidad a sus propias letras se mantuvieron intactas hasta el final, ocurrido el 8 de noviembre de 2010 en Portezuelo (Maldonado, Uruguay), donde la escritora se había refugiado en sus últimos años.
No recuerdo ahora con exactitud cuándo recibí por primera vez una carta de María Meleck. Debió ser hacia 1995, me parece. Pero recuerdo con mucha claridad su impetuosa caligrafía, torrencial, cercanísima. En algún rincón indicó como nexos para su iniciativa epistolar dos fuentes muy valiosas. Por un lado nuestra común y querida amiga, la poeta uruguaya Orfila Bardesio, una creadora de la misma raza mística, telúrica y visionaria que la propia María, o de otras autoras como Marosa di Giorgio, Olga Orozco o Concepción Silva Bélinzon, leídas entre sí, cada una dueña de su voz, y con diversos lazos de amistad personal. Orfila aportó los datos de mi domicilio y comentarios sobre mis letras. La otra vía de contacto también vino por la lectura, en este caso la de su amigo Enrique Molina, a quien no traté en vida, y del que me honra su interés como lector.
Desde entonces cruzamos cartas y libros, poemas sueltos (impresos, fotocopiados, inéditos), postales y algunas fotos. Siempre por correo tradicional. En aquellas cartas llegaba la poeta entera, transparente, confesional, con esa fuerza tan característica en sus versos, que en los papeles manuscritos se multiplicaba dando muestras de su vehemente manera de vivir.
Directa o indirectamente, más adelante sumando la comunicación de su hija Juana Guaraglia (periodista y escritora), el universo Meleck Vivanco ha seguido muy próximo a mis días, pudiendo comprobar cómo se va revalorizando, felizmente, el caudal de una poesía que trasciende las expectativas de su autora.
María Meleck solía justificar su proceso creativo como fruto del azar, del destino, de un don de la naturaleza. En este aspecto su descripción coincide en parte con los testimonios que escuché de Marosa di Giorgio (principalmente) y Orfila Bardesio para sus trayectorias particulares.
Hay en esta clase de autoras una suerte de revelación, unas raíces inspiradoras que suministran imágenes, secuencias, derivaciones, sentimientos y, tantas veces, interrogantes a los poemas.
Si bien Breton ponderaba las virtudes de la escritura automática (que no niega para sí nuestra poeta), no estoy tan convencido de que se aplicara sólo este recurso en la mayor parte de los textos de Meleck Vivanco.
Se trata de una obra llena de pasión, de pulso romántico al estilo alemán, con una vertiente humanística muy profunda, y la plena convicción de que vida y muerte (dos caras de una misma moneda) ruedan con nosotros bajo leyes que no podemos comprender pero sí aceptar, con gozo y con dolor, hasta sus más remotas consecuencias.
La poética de María Meleck mantiene una constancia formal que no es común en una escritura automática, descuidada, inconsciente. Es una escritura vigilada en su expresividad, hay un lenguaje al servicio de los hallazgos metafóricos, del ritmo, de las sensaciones que deben llegar al lector. Aunque María afirmara lo contrario, posiblemente abrazada a la explosividad de sus sentimientos y su obediencia a los designios de la tierra, el hilo de fuego que cose la estructura de su obra está sostenido con firmeza y con indudable voluntad literaria. De ahí parten sus iluminaciones, las búsquedas de su voz, lo que aparece en el intenso tránsito de la mirada de sus versos.
“Me he quedado con las apariciones de mi corazón”, dice en uno de estos versos. Y sin escapar a los golpes, añade en otro: “Peso y tamaño de ingratas piedras sobre mi corazón, / marcado por la tempestad y los colmillos de la vida”. La suma de estas y otras heridas no margina su apuesta por la sensualidad, la creencia en un Dios plenamente justo y ausente en las religiones, el amor a todo ser vivo (empezando por las personas más necesitadas), el culto a la libertad y, por supuesto, a la poesía, compañera de todos los viajes.
“Únicamente pido calidad, emoción y misterio”, declaraba Meleck Vivanco como lectora en una entrevista de febrero 2007, publicada en internet (la recomendamos con un enlace al final de este trabajo). Tres principios que certifican el gusto nada inocente (“ni automático”) de una poeta que supo valorar con fino criterio los numerosos textos que llegaron a sus manos.
Desde esos mismos principios partieron sus títulos editados: Taitacha Temblores (1956, poemas quechuas), Hemisferio de la Rosa (1973), Rostros que nadie toca (1978), Los Infiernos Solares (1988), Balanza de Ceremonias (1992), Canciones para Ruanda (1997), que se reeditó póstumamente junto a Mar de Mármara / alucinaciones del azar (2011). En María Meleck Vivanco / Antología poética (Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires 2008), volumen del que seleccionamos varias piezas a continuación de estas líneas, también se incorporan poemas de libros inéditos, que deseamos vean la luz en fechas tempranas.
Meleck Vivanco ha recibido las siguientes distinciones: Libro de Oro (Lima, 1956), Segundo Premio de Poesía de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires (1978), Premio Fundación Argentina para la Poesía(Colección de Poetas Contemporáneos, Buenos Aires, 1988), Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes(Buenos Aires, 1991), Premio UNICEF (Nueva York, 1996), Premio Universidad de las Letras (La Habana, 1997) yPremio Fundación Sociedad de Los Poetas Vivos (Buenos Aires, 1998).
En 1978 fue invitada al Tercer Congreso Latinoamericano de Mujeres Escritoras organizado por la Universidad de Ottawa. Y en 1999 al Congreso Internacional del Surrealismo en el Tercer Milenio, efectuado en Roma.
Los últimos años en Portezuelo los pasó en una casita muy cercana –dentro del mismo terreno a la vivienda de su hija, quien me envió diversas fotos del entorno de la poeta. Una cálida sencillez está presente en la mayoría de las imágenes, y la naturaleza, como en los tramos más significativos de su vida, dominando el paisaje y ya tomando definitivamente las riendas de su espíritu.
Fue una etapa muy difícil por los problemas de salud. Aun así los libros y la gente querida le dieron fuerzas para mantener su comunicación y la llama de la poesía.
Con letra firme escribe en septiembre de 2009 una afectuosa dedicatoria en la citada Antología. No supe de ella hasta un año y pico después, cuando Juana remitió el volumen junto a otro título de su propia autoría,Cuentos de Frontera, aparecido en ese período y ya fallecida su madre.
El sobre llegó a mi lugar de trabajo. No lo abrí de inmediato, sino al mediodía, después de entrar en un bar del barrio a tomar un café. Minutos antes imaginaba una carta de Juana contándome los últimos meses de María; lo que encontré fue una breve nota y las dos ediciones.
La inefable impresión inicial fue que María Meleck me había escrito esas líneas en su libro desde el más allá, un más allá a mi lado, tangible como el pocillo de café y el frío en la calle y la emoción en los ojos. “… con el testimonio de mi admiración y mi permanente recuerdo.” Leí varias veces esa línea como si yo la estuviera escribiendo para la poeta, y no al revés, mientras reconocía su sincera y generosa afirmación.
No había azar en la dedicatoria y sí en mi gesto siguiente, el de leer un verso del libro abriendo una página cualquiera. Como si un pequeño relámpago encendiera la hoja de papel, aparecieron (lo juro) estas palabras: “Y trasponer la muerte / Sólo en tus ojos, intercambio mi espejo.” El mensaje me envolvió hasta casa. Fui observando los detalles del panorama, las calles, un parque, varios transeúntes. ¿Se asomaría en algún momento María Meleck bajo otro signo? ¿Debería interpretar alguna señal más en la piel y en la memoria de ese invierno barcelonés?
Tuvieron que pasar meses para releer la Antología, elegir varios fragmentos y evocar a la poeta argentina en estas letras de agosto. Localicé su última imagen en mi haber, esa leve silueta recortada sobre la puerta de su cabaña que, espero, los editores colocarán al principio de esta reseña.
Creo que allí María Meleck Vivanco sonríe, transmite todavía su enérgica lección vital que la traspone hasta aquí, cuando de nuevo, eternamente, nos intercambia su espejo iluminada por el fuego.



Héctor Rosales (Uruguay. 1958). Poeta y ensaysta. Entre otros libros, ha publicado: Visiones y agonías (1979), Espejos de la noche (1981); Desvuelo (1984), Habitantes del grito incompleto (1992) y Mientras la lluvia no borre las huellas (2002). Ha colaborado en numerosas revistas de arte y literatura de distintos países y es autor de las antologías Voces en la piedra iluminada / Diez poetas uruguayos (1988), Chapper, las espinas del verso (2001) y Nadie dude el lucero / Rolando Faget  (2009). Web oficial: www.hrosales.com. Página ilustrada con obras de Antonio Beneyto (España), artista invitado de esta edición de ARC.


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