segunda-feira, 31 de agosto de 2015

S3 | O RIO DA MEMÓRIA | JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN


  
FLORIANO MARTINS | La frontera inquietante de la crítica

FLORIANO MARTINS & JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | 1989 - Primer encuentro

JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | Para una interpretación del modernismo en Canarias

JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | Las vanguardias tardías hispanoamericanas en España

FLORIANO MARTINS & JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | 1995 - Segundo encuentro

JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | La aventura poética de Roberto Juarroz

JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | Javier Sologuren: vagando entre los signos de la noche

FLORIANO MARTINS & JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | 1996 - Tercer encuentro

JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | Todo viaje es a la ventura (siguiendo a Maqroll)

JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | El barco de la luna (fragmentos)

 

 O suíço Johann Heinrich Füssli (1741-1825) é um dos mais notáveis artistas do romantismo. Tendo iniciado seus estudos de artes plásticas como copista, o que lhe deu um íntimo conhecimento da antiguidade clássica e da Renascença, desde o princípio singularizou seu traço, já em um ambiente da sensibilidade romântica. Segundo ele mesmo encontrou forte afinidade com a obra dramatúrgica de Shakespeare e a obra poética de Milton. Deste último chegou a compor uma série de 50 pinturas a partir do Paraíso perdido. Johann Heinrich Füssli é o artista convidado desta edição especial da Agulha Revista de Cultura.

Organização a cargo de Floriano Martins © 2015 ARC Edições
Artista convidado | Johann Heinrich Füssli
Agradecimentos especiais a Jorge Rodríguez Padrón
No ensaio dedicado a Javier Sologuren a foto reúne Jorge Rodríguez Padrón, Miguel Cabrera e Sologuren
Imagens © Acervo Resto do Mundo

Esta edição integra o projeto de séries especiais da Agulha Revista de Cultura, assim estruturado:

S1 | PRIMEIRA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
S2 | VIAGENS DO SURREALISMO
S3 | O RIO DA MEMÓRIA

A Agulha Revista de Cultura teve em sua primeira fase a coordenação editorial de Floriano Martins e Claudio Willer, tendo sido hospedada no portal Jornal de Poesia. No biênio 2010-2011 restringiu seu ambiente ao mundo de língua espanhola, sob o título de Agulha Hispânica, sob a coordenação editorial apenas de Floriano Martins. Desde 2012 retoma seu projeto original, desta vez sob a coordenação editorial de Floriano Martins e Márcio Simões.

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FLORIANO MARTINS | La frontera inquietante de la crítica


En el ámbito de una crítica de la poesía hispanoamericana, algunos libros deben ya ser considerados como esenciales a una comprensión del género, libros cuya acción crítica establece un foco de reflexión y correspondencia entre las diversas poéticas que se siguen fundando en este territorio. En este sentido es que se puede citar algunos títulos de la obra crítica de Octavio Paz,  tales como Las peras del olmo (1957), Cuadrivio (1965) y Puertas al campo (1966), volúmenes en que es posible señalar un sistema de diálogos dentro de los límites de la creación poética en Hispanoamérica, constituyendo así, en palabras del mismo Paz, un amplio y notable “campo de afinidades y oposiciones”. Con igual intensidad y poder de revelación podemos citar Fundadores de la nueva poesía latinoamericana (Barral, Barcelona, 1971), del argentino Saúl Yurkievich, La máscara, la transparencia (Monte Avila, Caracas, 1975), del venezolano Guillermo Sucre y Catorce poetas hispanoamericanos de hoy (Providence College, Rhode Island, 1984), este último una compilación de textos críticos sobre algunos poetas hispanoamericanos realizada por los chilenos Pedro Lastra y Luis Eyzaguirre.
Además de estos podemos contar también con otras obras importantes, aunque no se detengan especificamente en el universo de la poesía hispanoamericana: Descripciones (Monte Avila, Caracas, 1983), del venezolano Juan Liscano, Hispanoamérica: mito y surrealismo (Procultura, Bogotá, 1986), del colombiano Carlos Martín, Gravitaciones y tangencias (Colmillo Blanco, Lima, 1988), del peruano Javier Sologuren. Tales libros — y algunos otros pueden naturalmente ser aqui incluídos — se aventuran a nutrir perfiles y raíces, lenguaje y movimiento, de una esfera literaria que se va insinuando, en cuerpo y alma, en la medida en que se toca su centro incandescente, su magma voraz.

Una vez firmada como algo no esporádico, expuesto a lo efímero de las circunstancias, e insinuando ya un cuerpo de intenciones, la poesía hispanoamericana se impone entonces más allá de sus fronteras, sea por la residencia de algunos de sus poetas en países europeus y en los Estados Unidos, o por la sensibilidad y seriedad del trabajo de algunos críticos e traductores. El hecho es que esta poesía puede ser hoy observada a la luz de su real condición: no como el discurso ordinario de un lenguaje impuesto, sino como la intensa y determinada búsqueda de fundación de una realidad que se caracterice por la multiplicidad de lenguajes, incorporación voraz (sin embargo jamás aleatoria) de signos, conceptos, formas, creencias — desdoblamiento continuo de sentidos, destrucción y correspondencia de las significaciones. Vallejo, Huidobro, Borges. Lezama, Paz, Rojas. Montejo, Pacheco, Kozer. El balance de un siglo de poesía en Hispanoamérica sorprenderá a todos por su vitalidad, multiplicidad, frescura e transbordamiento. Hay, por lo tanto, una clara urgencia en la tejedura de este inventario.

Entre los nombres que han mostrado un empeño sincero en la difusión de esta poesía se encuentra el del crítico español Jorge Rodríguez Padrón (Las Palmas de Gran Canaria, 1943-), una de las voces más pertinentes y experimentadas de la crítica literaria en los dias de hoy. Su claro interés por la poesía hispanoamericana cuenta ya con más de dos décadas y se multiplica en una infinidad de artículos y ensayos incluídos en innumerables publicaciones. En tal sentido, anotemos un poco su trajectoria.
En 1973 se edita un volumen titulado Tres poetas contemporáneos: Valery, Pavese, Paz, en el que se pueden averiguar las interrelaciones existentes entre la obra de estos tres notables poetas, la “preocupación por los límites, por la aventura creadora que los tres llevan a término, o que para los tres resulta ser eje de su esfuerzo creador”, conforme palabras del mismo Rodríguez Padrón en entrevista que le hice (Andrómeda # 27, San José, Costa Rica, 1989).
Luego en seguida publicaria Octavio Paz (Ediciones Júcar, Madrid, 1975), un extenso y esclarecedor estudio sobre la obra del poeta mexicano, primer ensayo de conjunto sobre este poeta publicado en España, donde es posible situar con más nitidez su defensa de la crítica como una arriesgada aventura exploratoria en los subterráneos del lenguaje, “una penetración intensa en la realidad formal, intrínseca e inherente a la expresión literaria”. Este volúmen crítico de Jorge Rodríguez Padrón está además amparado por una rica iconografía y una excelente, aunque reducida, selección de poemas de Octavio Paz.
En los años siguientes proliferan los artículos (aún no reunidos en libro), así como la preparación de una monumental Antología de poesía hispanoamericana 1915-1980 (Espasa-Calpe, Madrid, 1984), volúmen abierto por un largo estudio preliminar, que se configura como una singular puerta de acceso al universo transbordante de la poesía hispanoamericana — recordemos que Puerta lateral era exactamente el título previsto por el autor, no habiendo sido posible por meras circunstancias editoriales. En él podemos disponer de una riquísima gama de perplejidades y desacuerdos, las venas multifacéticas de esta poesía allí caracterizadas por la “escritura conflictiva” de Juan Liscano, las personas épicas de Alvaro Mutis, el “delicado ejercicio de despojamiento verbal” de Juan Gelman, la “escritura plural y digresiva” de José Kozer, entre otros. Tal vez falte al libro una referencia directa a la corriente surrealista de esta poesía, antecipada en parte por la obra de los chilenos Rosamel del Valle y Humberto Díaz-Casanueva y continuada por la experiencia vertiginosa de autores como Enrique Molina, Emilio Adolfo Westphalen, Enrique Gómez-Correa, y más recientemente, Ludwig Zeller. No obstante, es posible entrever la defensa de Jorge Rodríguez Padrón, la misma que Lezama Lima, por un barroquismo como espejo ideal de la expresión americana, tanto por el transbordamiento formal como por la “fiesta de los sentidos”. Tal vez por esta óptica se pueda comprender mejor la obra del boliviano Jaime Sáenz, del colombiano Jorge Gaitán Durán y de la argentina Olga Orozco, para citar apenas algunos. De cualquier modo, la importancia del trabajo de Rodríguez Padrón consiste en la difusión, ya en aquella ocasión emergente, de una “realidad poética” ejemplificada por un “cuerpo de doctrinas” (recuriendo a la expresión de Paz) consciente y de acentuada relevancia, lo que significava decir que el autor cumplió con su deber sagrado: crear posibilidades de diálogos entre las culturas, desvelando nuevos caminos y alertando sobre los límites que deben ser ultrapasados.

En el desdoblamiento de su obra crítica Jorge Rodríguez Padrón prosigue en busca de elucidación (y consecuente difusión) de los caminos (laberinto flamante) de la poesía hispanoamericana. Se sigue un intenso período de lecturas, teniendo siempre en cuenta: la lectura como celebración del diálogo incesante entre las obras, la amplia conjunción de voces que se fijan (y también se disuelven) en cada encuentro, la plena comunión de signos que revelan las secretas (invisibles) puentes que nos dan acceso a una otra realidad. Impulsionado por el agon de ese flujo de lecturas, reflexión y revelación de escrituras que abren uno (y otro más siempre) abanico de indagaciones, Rodríguez Padrón se dedica a una serie de ensayos, nuevamente sobre la poesía hispanoamericana (para él la poesía española no puede prescindir de la lectura de esta otra poesía), reunidos en un libro titulado Del ocio sagrado (Libertarias/Prodhurfi, Madrid, 1991). Se trata de una nueva visión suya de la escritura poética, como también de su oficio como crítico.

Primer movimiento del crítico: abandono, dejarse tocar por la aventura, celebrarla en su entraña, abismarse en sus insinuaciones. Solamente entonces comienzan a tomar cuerpo las figuras de su discurso, iluminaciones resultantes de una entrega total. Ir a buscar el sentido más allá de todo sentido, por detrás de la trama verbal con que el texto nos seduce. Ejercicios de reconocimiento: reflejos y transparencias. Desafío constante al cuerpo del lenguaje, a la sombra inquietante de su propio deseo, desafio a la escritura para que esta se muestre como tejedora de su propia crítica. Esta me parece la visión con que Rodríguez Padrón busca provocar un diálogo entre crítica y creación poética, diálogo de incensantes sorpresas alcanzadas en sus centellas de atracción y repulsión.

Del ocio sagrado nos trae nuevamente a la escena las voces inconfundibles de poetas como Jorge Luis Borges, José Lezama Lima, Octavio Paz, Gonzalo Rojas, Javier Sologuren, Alvaro Mutis, Roberto Juarroz y José Kozer, esta vez podiéndose detener con todo el espíritu (una meditación) sobre la poética de cada uno, confirmándolas y hasta revelándoles algunas insospechables galerias. Trátese de abordar la escritura como reescritura constante en Borges, de señalar un erotismo transbordante y ceremonial en el principio de las imágenes en Lezama Lima, de apuntar a una recuperación reflexiva y madura del surrealismo en la poesía de Javier Sologuren, o indicar la “serenidad contemplativa” que José Kozer aplica “al fervor sensual de una palabra desbordada” — la densa estructura crítica que sigue placenteramente erigiendo Rodríguez Padrón produce resonancias inquietantes, genera síntesis relucientes y singulares, a partir de su constelación de cuerpos disidentes y/o confluentes, teatro de signos esenciales, juego de propagaciones sucesivas que buscan “unidades y unidad”.
Y si Del ocio sagrado nos revela tanto acerca de poéticas ya consagradas, lo hace más aún al adentrar al territorio inóspito (¿ignorado por cuáles razones?) de la poesía del peruano José María Eguren — un visionario inolvidable que anticipa espacio y tiempo en el curso de las experiencias poéticas en Hispanoamérica, pleno y luminoso en su inquietud creadora —, de la paraguaya (aunque nacida en las Islas Canarias) Josefina Plá — cuya poética, elegíaca y metafísica, nos desafia a “desangrar hasta la última gota para poder resucitar”, teniendo, a ejemplo de Lezama Lima, la resurrección como una de las raíces de toda gran poesía —, y del nicaraguense Joaquín Pasos — igualmente elegíaco, la visceralidad de Pasos consiste paradoxalmente en su inocencia, poética erguida en la pureza y encantamiento de lo ignoto, la corredera irrefrenable del asombro ante lo desconocido. Estos tres ensayos asumen proporciones aún más instigantes y reveladoras en Del ocio sagrado exactamente por tratarse de estudios (zambullidas) acerca de obras de escasa difusión. Libro, sin duda, fundamental este de Jorge Rodríguez Padrón, al iluminar uno de los escenarios más vigurosos de la escritura poética contemporánea.

Determinado por lo mismo criterio, ha escrito aún dos otros volúmenes: Tentativas borgeanas (Editora Regional de Extremadura, Salamanca, 1989) y El pájaro parado/Leyendo a Emilio Adolfo Westphalen (Ediciones del Tapir, Madrid, 1992), libros en los cuáles es posible habitar las singularidades e revelaciones de dos escrituras poéticas de extrema importancia para los destinos de la poesía hispanoamericana. En Borges la poesía es constante recreación y mergullo infatigable en el laberinto de las culturas. Para Westphalen el poema es un milagro irrefutable entorno del cual se renueva el hombre, que torna posible la resurrección. Crítico reconocido por su profundidad y visión poética, Rodríguez Padrón señala con clareza los artificios y enigmas de esos dos notables poetas. Sobre el argentino subraya:

“Octavio Paz ha hablado de la creación poética como retorno al origen, como encuentro con la palabra pura e irrepetible. Borges escribe desde esa situación irrepetible, irreversible, y original también. Borges ha retornado al mundo primario donde las fronteras entre lo real y lo imaginario, entre lo posible y lo imposible, se han disuelto para siempre; donde las diferencias entre contrarios se anulan; y se anulan porque se dicen, porque se nos dicen”.

Y acerca del peruano considera:

“Todo en el poema, en la poesía de Emilio Adolfo Westphalen, es reflejo, espejo; tiene su doble en el objeto mirado, en el trazo verbal que lo incorpora: el verso en el otro verso, la palabra en la sucesión de formas que la acogen. No caber, pues, en un espacio determinado; alzar la voz como única esperanza de elevación, de arraigo en el desarraigo; debatirse en la queja, pero frente a uno mismo”.

La presencia de estes libros en el panorama cultural español es de gran importancia, tanto por una lectura más aclaratoria a cerca de los laberintos borgeanos, como también por el aspecto primordial — hasta entonces no se había tomado en consideración [1]— de tratarse aquí de la primera publicación crítica (todo un libro) entorno de la poesía del peruano Westphalen, sin duda alguna uno de los poetas fundamentales de la gran aventura poética hispanoamericana. Dos libros, pues, esenciales que lo destacan a su autor entre los críticos más reveladores de la actualidad.

En 1993 la poesía de lengua española recibe dos otros libros de Jorge Rodríguez Padrón: Paso sobre paso/1 & 2 (Cuadernos de Calandrajas, Toledo) y El sueño proliferante y otros ensayos (Universidad de Las Palmas de Gran Canaria). En sus páginas nuestro encuentro ahora es con poetas españoles e hispanoamericanos; se amplía el diálogo hasta el punto de la revelación acerca de las relaciones entre las dos instancias geográficas. Paso sobre paso es un libro mágico, dónde el crítico nos conduce por los pliegues de sus encuentros sugestivos con el poema mismo, y también con su autor (Gonzalo Rojas,  Ángel Crespo, Javier Sologuren, César Simón, Roberto Echavarren, entre otros). El libro desnuda la voz de algunos poemas y ofrece a su autor un espacio de consideraciones acerca de su interpretación crítica. Funda el instante revelador de un riquísimo diálogo: poema, autor, lector (crítico), todos reunidos entorno del fuego central de la poesía.
Por otro lado, El sueño proliferante abre la discusión acerca de las experiencias con el lenguaje poético llevadas a término en la extensión del idioma español, apunta confluencias, rompimientos y desencuentros, convivencias y ajenamientos entre la poesía hecha en España y su otro pólo, Hispanoamérica. No hay otro libro que fundamente tan bien tales relaciones, establecendo las causas y efectos de sus dominios. Allí la modernidad y las vanguardias han sido objeto de una lectura crítica y sus propuestas de diálogo. Con su voz también poética, el mismo Rodríguez Padrón señala, en el prólogo de este libro, acerca de los desdoblamientos posibles de la poesía de lengua española:

“Otra mirada, otras preguntas se reclaman con urgencia, y quizá sea éste el único mérito de las páginas que siguen: contribuir a proponer la una, arriesgarse a hacer las otras. Sólo a los poetas corresponde ver con nueva luz, dar con las respuestas que se solicitan”.

El contributo cultural de este crítico echa sus raíces todavía a través de la difusión de valores literarios de su propio país, sobretudo aquellos autores nacidos en las Islas Canarias, habendo preparado valiosas ediciones críticas de la obra de escritores tales como Domingo Rivera, Alfonso García Ramos y Arturo Azuela, merecendo especial destaque los volúmenes organizados para la Biblioteca Básica Canaria: No menor que el vacío (1988), de Luis Feria y Teoría de una experiencia (1989), de Eugenio Padorno, libros que han revelado admirables circunstancias de la poética de estes dos importantes poetas contemporáneos. Rodríguez Padrón fue también redactor de la revista grancanaria Fablas, experiencia llevada a término en los años setenta, acerca de la cual él mismo nos habla:

Fablas quiso ser, desde el comienzo de su andadura pública, un lugar de encuentro para escritores españoles (de las islas y de la Península) e hispanoamericanos; quiso ser un enclave similar, en lo literario, a lo que las islas Canarias han sido siempre, en lo geográfico y en lo cultural”,

y al fin constata que

“vista desde hoy, aquella empresa fue algo importante, tanto en las islas como fuera de ellas, y creo yo que cuantos trabajamos para la revista es ahora cuando empezamos a considerar esa importancia que, en los años de actividad editorial, no podíamos sospechar”.

El texto con que se inicia nuestra antología desvela una visión del crítico acerca de una situación común a la poesía atlántica — aspecto que engrandece la razón central del presente libro —, por su vez una escritura que en su raíz significa la disposición arriesgada por la constante aventura del lenguaje y la iluminación de los descubrimientos. “Vértices de una escritura atlántica”, que apunta algunas cuestiones esenciales de la poesía moderna de una determinada región, precisamente Canarias, Brasil e Hispanoamérica, es un pórtico fundamental de acceso a los despliegues críticos de Rodríguez Padrón. Este ensayo ha integrado una edición especial de la revista El Urogallo (Canarias, 1989), donde se muestra una serie de reflexiones sobre la cultura contemporánea de las Islas Canarias. También allí se publica un otro ensayo de Rodríguez Padrón: “Cinco propuestas para una nueva narrativa canaria”, donde observa con peculiar lucidez los despliegues esenciales de la narrativa en su rincón natal.
A partir de este revelador “Vértices de una escritura atlántica” tomamos la palabra de Rodríguez Padrón, su discurso verbal, como la iluminación de los caminos oscuros recurridos por la poesía española e hispanoamericana, sus rumbos existenciales y verbales, a través del encantamiento y sutileza de sus reflexiones. Hasta el momento en que presentamos un fragmento de su El barco de la luna, todavía inédito, donde valora, con notable propriedad, los orígenes barrocos de la poesía hispanoamericana y el “sentido gravitatorio” de la poesía escrita por mujeres (que no se debe confundir con la discutible poesía femenina) que, segun el mismo, “explica muy bien el signo de identidad fundamental de toda la poesía moderna en aquel continente”.
Al fin de nuestra jornada, de nuestra puerta lateral, una vez más la incontestable presencia de la voz crítica de Rodríguez Padrón: tres encuentros con el autor de este libro, diálogos al largo de unos años, que buscan aclarar unas cuestiones más ya largamente ofrecidas en las páginas de nuestra aventura crítica. Una vez más la confirmación de lo imprescindible que es la presentación de este crítico en el ámbito de su espacio natural de actuación reflejiva, o sea, la poesía en lengua española, sobremanera sus relaciones entre España e Hispanoamérica. Creemos, por tanto, que la suma de observaciones hechas aquí a respecto de Jorge Rodríguez Padrón, y también de su trayectoria crítica como una totalidad orgánica, precisa la esencialidad de una obra que sigue un curso abisal: agotar la voz en lo que se dice, tornar pleno el sentido, arrancando un otro sentido al sentido inaugural de todo aquello en que toca.


NOTA
Anterior a la publicación de El pájaro parado, es correcto señalar la existencia de una pequeña edición, con tiraje de cien ejemplares y escasa difusión, de EAW (Editorial “El café de nadie”. México. 1985), de Stefan Baciu, plaquette que recoge dos ensayos acerca del peruano.







FLORIANO MARTINS & JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | 1989 - Primer encuentro


- Una cita de Valéry: “error de los críticos: remontar al autor, en vez de remontar a la máquina que hace la propia cosa. Error máximo, es lo que pienso”. En cuanto a usted, ¿qué piensa a este respecto? ¿Lo que usted busca, en cuanto crítico?

- En cierto modo, mi apuesta crítica se basa en la idea contenida en esa cita de Valéry. He hablado de apuesta y quiero insistir en ello: no entiendo el trabajo crítico como confirmación complaciente y complacida del producto literario, de lo ya existente en poesía, narrativa, ensayo Para mí, la crítica es un riesgo, una aventura que el crítico debe correr, precisamente a partir del momento en que aparece en el proceso literario; preguntándose lo que ha habido hasta entonces, pero - especialmente - indagando qué puede y qué debe haber desde ese momento en adelante: iluminar, así, nuevos territorios, desbrozar nuevos senderos y alertar sobre los límites a que puede haber llegado aquella producción literaria. Pensar y trabajar en esta zona fronteriza (y, como tal, incierta, abierta a lo posible) es la verdadera función de un crítico. Los que hacen otra cosa son historiadores de la literatura, parceladores y ordenadores de lo anterior. Y eso no me interesa en absoluto. Y aquí enlazo con su pregunta: sólo podré asomarme a ese nuevo territorio si mi indagación crítica se centra en “la máquina que hace la propia cosa”, es decir, en las posibilidades que la lengua literaria ha dejado sin explorar, y en cuáles son los caminos adecuados para dar ese nuevo paso, imprescindible, para que la literatura se manifieste como un organismo vivo, cuya vida depende no de las circunstancias geográficas o políticas, sino de la más o menos amplia respiración que alcanza la lengua en la cual se escribe. Ahora bien, si junto a ello no tengo en cuenta que el producto literario, la obra ya acabada, no se puede entender desvinculada de su autor, puesto que por esa estrecha vinculación vive; si no entiendo quién es ese hombre (o mujer) que ha padecido, que se ha alegrado o entristecido, que se halla confundido o perdido, o quizá perfectamente bien consigo mismo o con su mundo; si no entiendo bien eso, muy mal podré explicar las claves de esos caminos que me cumple alumbrar con mi trabajo.

- ¿Es posible concordar con el poeta y crítico brasileño Sebastião Uchoa Leite, cuando él afirma que el lenguaje de la crítica es circular, que “está siempre volviendo a la duda donde se ha originado y contradiciéndose a ella misma”?

- Bueno, ése podría ser un grave problema; y de hecho se revela como una sospechosa constante en la crítica, en cierta clase de crítica que es la más abundante. Porque suceden dos cosas: que la crítica parece buscar la comodidad, la seguridad; quiere encasillarlo todo, clasificarlo rigurosamente, puesto que así le resulta más fácil, pero también inútil y hasta aburrido, creo yo, su oficio. Por otra parte, la crítica, como todo trabajo investigador, maneja una específica nomenclatura, unos recursos y métodos determinados, y así se ve fácil y viciosamente inclinada hacia la teoría, hacia lo abstruso o lo oculto, buscando - consciente o inconscientemente - sólo ser alimento para iniciados. Y, como diría el poeta español José Ángel Valente, toda teoría es gris y acaba siendo devorada por su propio método, retomando una idea que ya preocupara al mismísimo Goethe. Y todo eso la crítica lo hace como índice de la superioridad que quiere mostrar y del poder que quiere conservar. Quienes así actúan son, para mí, secuestradores de la literatura, que sólo la manipulan a la medida de sus intereses: los profesores, los académicos, los santones que tienen en sus manos la posibilidad de crear determinadas influencias en la opinión pública, que, al final descubrimos, revierten en su propio beneficio. Pero ninguno de ellos será, de verdad, crítico.
Y así, otra de mis preocupaciones es hacer del lenguaje de la crítica un lenguaje comprensible y claro, lo que no quiere decir simplificador, porque la función de la crítica - si es que tiene alguna - es conseguir que se establezca un diálogo fructífero a tres voces: la del crítico, la del autor, la del lector. Diálogo implícito, diálogo silencioso, pero sin el cual, sin las interrogantes que en él puedan plantearse y que nos conducen a nuevos diálogos, la literatura se convierte en un objeto muerto, en una pieza arqueológica, de museo, que debe ser venerada; y no un territorio de comunión, de encuentro y de reconocimiento común.

- Suspensión de los sentidos, cambio permanente de anacronismos y utopías, juego de virtualidades efímeras, reflexión acerca de los límites, implosión de las imposibilidades, etc. ¿Cuál es la tarea más alta de un texto literario? ¿La literatura debe sólo provocar respuestas?

- Me parece que esta cuestión se responde con algo de lo dicho antes. Quiero reconocer que su cuestionario, en este orden de cosas, resulta no sólo coherente sino muy inteligente, pues pone el dedo en las llagas decisivas de este complejo tema que es la crítica. Perdone la digresión; vuelvo a su pregunta. No me parece que la literatura deba renunciar a nada de eso, porque - como ya le he dicho - no la entiendo desvinculada de la complejidad y del desarrollo imprevisible de la vida; y precisamente vinculada a esas zonas más críticas y conflictivas de la existencia, a esas zonas que nos obligan a ponernos cara a cara frente a lo posible, no frente a lo evidente; a asumir lo imposible, el sueño, las utopías, como la materia sustantiva que ha de conformarla. Y no para dar respuestas, ni para dejarlo todo claro, todo resuelto. Al contrario, para situarnos ante nuevos interrogantes, para ponernos frente a frente con nuestra propia imagen y seguir preguntándonos por la dramática dualidad, o pluralidad, que nos constituye. De ahí que el lenguaje literario sea un lenguaje universal, que se resista siempre a ser encerrado en límites nacionales; y que sea un absurdo conocer y enseñar únicamente la literatura de nuestro país o de nuestra lengua, puesto que todas se integran en un diálogo espejeante que resulta, por ello mismo, enormemente revelador.

- ¿Es posible sintetizar las interrelaciones existentes en Octavio Paz, Paul Valéry e Cesare Pavese, interrelaciones que pienso llevaran a usted a escribir un libro sobre la obra de éstos tres poetas?

- Quisiera puntualizar una cuestión. Anecdótica, si usted quiere, pero que a la larga no resulta tan circunstancial. En efecto, en 1973 publiqué en Canarias, donde entonces residía, un libro (por desgracia hoy inencontrable: la edición fue muy reducida y la distribución sólo cubría el ámbito de las islas) que reunía tres largos ensayos escritos, precisamente, bajo esos supuestos que digo: lecturas de poetas no españoles, de lenguas diferentes, pero unidos en el criterio común de indagar en los límites de la poesía como lenguaje, sin renunciar a la cálida vivencia existencial. Se me dirá que Octavio Paz es un poeta de lengua española; y así es. Pero sucedía que el libro estaba pensado como una unidad cuyo título era Tres poetas mediterráneos (juntando a los ensayos sobre Valéry y Pavese otro sobre el poeta catalán Salvador Espríu). Por razones que ahora no viene al caso pormenorizar, no pude completar este último ensayo sobre Espríu y, urgiéndome los editores, opté por añadir al libro un trabajo mío anterior (creo que de los primeros análisis que de la obra de Paz se publicaron en España) que sintonizaba con los otros y mantuviera una cierta unidad, e de ahí el título final de Tres poetas contemporáneos. Y elegí el ensayo sobre Octavio Paz porque, si bien era un escritor en lengua española, su español era otro: el español de América, reflejo y contestación del español peninsular, ladera sin la cual no se puede entender la evolución literaria de nuestra lengua. El libro, además, abordaba el tema de la traducción, en el caso de Pavese y de Valéry. Lo digo porque, contestar a su pregunta, me obliga a subrayar cómo las interrelaciones existentes entre los poetas que finalmente compusieron el libro tienen que ver con la preocupación por los límites, por la aventura creadora que los tres llevan a término, o que para los tres resulta ser eje de su esfuerzo creador: en Valéry, adelgazando el lenguaje y haciéndolo materia de la propia imagen: el paisaje como palabra, diríamos: en Pavese, porque - narrador en gran parte de su obra, y narrador contemplativo - desliza su lenguaje narrativo y analítico hasta el encuentro con la síntesis poética, nacida precisamente del hallazgo, y de la perplejidad consecuente, de las zonas ocultas de la existencia, en tanto que gozosa asunción de los sentidos (sensualidad que también actúa, y de forma decisiva, en la indagación poética de Valéry); en Paz, en fin, porque contesta abiertamente a su herencia lingüística y literaria, haciendo que en su obra confluyan no ya reflejos de lenguas distintas, sino incorporando a ella procesos mentales y espirituales lejanos y distintos (el mundo oriental, por ejemplo, con su peculiar manera de entender la palabra poética), para traspasar las fronteras de la modernidad, tan conocidas por él desde su activa y nunca negada fe surrealista. Además, no es casualidad, ni circunstancia a despreciar aquí, la constante preocupación de Octavio Paz por la actividad poética que la traducción encierra; sobre todo en la operación de reescritura que - en diversas ocasiones - se ha atrevido a realizar.

- Usted ha traducido a Pavese, Valéry, Pessoa; ¿la traducción, como han querido Eliot y Pound, es una operación inseparable, indisociable de la crítica poética?

- No. No he traducido a Pessoa. No me he atrevido a hacerlo, por qué su particular concepción del lenguaje, sobre todo de la prosodia y de la sintaxis poética, los problemas que plantea su concepción del ritmo, me parecen dificultades insuperables. Cuantas traducciones al castellano he podido consultar creo que acusan, de manera evidente, esa dificultad, salvada en contadísimas ocasiones por los traductores. Pero sí he traducido mucho a Pavese, parcialmente a Valéry, y - en gran medida - a diversos poetas ingleses. La traducción de poesía es una tarea que me interesa mucho, y que me apasiona. Yo no diría que la traducción sea inseparable de la creación poética; pero sí que traducir poesía exige poseer una sensibilidad peculiar, y contar con una especial predisposición para sintonizar con el poeta traducido y con los recursos poéticos de la lengua en que escribe. No sabría definirla, pero sí que resulta una labor iluminadora, inaugural, que nos descubre la clave última de toda poesía: ser espacio de comunión, de encuentro y diálogo con otro; pero también espacio de reconocimiento de uno mismo. Tarea poética, en suma; sin ningún género de dudas.

- Estamos frente a dos extremos del lenguaje poético: de un lado, el surrealismo; de otro, Mallarmé, Joyce. ¿Es posible decir hasta que punto estos extremos se tocan?

- ¿En verdad los entiende como extremos del lenguaje poético? Yo pienso lo contrario: se tratan de dos momentos sucesivos, de una progresión lógica que la escritura poética contemporánea no puede eludir, y que la explica y justifica en sus aspectos más radicales: la irracionalidad, el vacío, la perplejidad. Hay en ambas propuestas una conciencia que es una exigencia, un rigor extremo (en este sentido sí puede hablarse de extremos): desatados los niveles más profundos de la conciencia, al ser habitados por el inconsciente, el sueño o la locura, la palabra deja de ser ancla o atadura a la realidad para abrirse a lo inesperado y dar, inmediatamente después, un salto al vacío. Pero lo peligroso de esto no radica - como sugieren algunos timoratos - en que el escritor se quede desasistido, sin amparo en el lenguaje, sino en aceptar estos límites - aparentemente últimos e inseparables - de una forma pasiva, o reverencial, que es peor, convirtiéndolos en modelo, en fórmula, que facilite una producción en serie de obras poéticas que no lo son en absoluto, por mucha apariencia que de ello tengan. Hablar hoy del surrealismo o de las experiencias lingüísticas de la vanguardia como ideales a conseguir me parece, no una señal de progreso para la escritura poética, sino una certificación del temor que atenaza a muchos escritores ante el riesgo de dar pasos hacia adelante: cosa que nunca temieron escritores como los que usted cita, ni Mallarmé, ni Joyce. Hay mucho poeta falso, sin aliento creador, que se cree justificado con repetir ciertos mecanismos viciados de la vanguardia, con reproducir - sin haberlo asimilado - ese modelo de descomposición espacial del texto, porque así se creen mallarmeanos, y muy modernos. No se dan cuenta de que su mimetismo no va más allá de lo superficial. Y lo más alarmante es que esa situación se detecta, de manera abundante, entre los poetas, españoles e hispanoamericanos, más jóvenes; en aquellos que inician su obra, cuando se diría que el escritor hace (o debe hacer) apuestas más atrevidas.

- A respecto de su Antología de la poesía hispanoamericana 1915-1980 (Espasa-Calpe, Madrid, 1984), ¿cuáles son los criterios por usted adoptados para la selección de los 24 poetas allí antologados? Conforme le había ya comentado, lamento la ausencia de nombres como Severo Sarduy, Arturo Carrera, Roberto Echavarren, entre otros. ¿Es posible que nos hable a este respecto?

- De poetas hispanoamericanos hablaba, y su pregunta resulta - una vez más - extraordinariamente oportuna. Porque mi antología a la cual se refiere (que, por cierto, ha tenido escasa difusión editorial, por razones que sigo sin entender) se origina, en gran medida, en esa reflexión que acabo de hacer. Como explico en el estudio introductorio del libro, dos fueron las preocupaciones que me llevaron a preparar la antología. En primer lugar, una razón inmediata: mostrar en España, al lector y a los escritores españoles, la obra de unos poetas que - en su propia lengua - estaban haciendo apuestas distintas a las del escritor peninsular, y de un gran interés para la evolución de la poesía contemporánea en lengua española; poetas, además, que los editores españoles de poesía ni habían incorporado a sus colecciones, ni - creo yo - conocían suficientemente. La antología, por eso, quiso llamarse Puerta lateral (conveniencias editoriales impidieron que se publicara con ese título): abrir una salida pública a los poetas hispanoamericanos nacidos entre 1915 y 1945, aproximadamente, y cuya obra seguía sin editarse aquí, porque se seguía situando el final de la poesía contemporánea de Hispanoamérica en Octavio Paz. Mi deber era poner al alcance de los españoles una realidad poética que contaba con nombres tan significativos, y de obra ya cumplida, como podían ser Gonzalo Rojas, Carlos Germán Belli o Javier Sologuren; Enrique Lihn o Roberto Juarroz; José Kozer o Antonio Cisneros, por citar sólo a algunos.
La segunda preocupación era dar cierta unidad, y cierto sentido, a una obra que, obligatoriamente, debía ser plural, diversa. Y ese criterio unificador nació de mi lectura, de la lectura personal que yo hice de esos poetas últimos (o ya penúltimos, para ser más precisos). Dejé a un lado - de manera consciente - a poetas (los que usted cita, precisamente, y otros) que habían abrazado una opción poética testimonial e prosaica, que no me interesaban como tales poetas, o a aquellos que se limitaban a explotar una falsa modernidad mallarmeana o estructuralista, como epígonos de algo que Octavio Paz había incorporado a nuestra poesía y había resuelto de modo muy satisfactorio. En este sentido, decía en el prólogo y repito ahora, creo muy justo afirmar que la antología responde a mi criterio, que quiere expresar mi posición ante una obra irrelevante, aunque sea lo que más suele señalarse en los comentarios recibidos: quise ofrecer una muestra representativa de toda la poesía continental. Sabía entonces, y sé ahora, que faltan nombres, muchos nombres y nombres muy conocidos, pero - para mi propósito - sigo creyendo que cualquiera que pueda citarse entre los ausentes es equivalente a otros de los incorporados a la antología, siempre dentro de ese criterio unitario que he señalado. Sólo lamento que, por circunstancias diversas (achacables a la distancia geográfica y a las dificultades de distribución editorial), no pudiera recoger una muestra de poetas que admiro y que debían haber estado en mi antología: es el caso de Blanca Varela, peruana; de Joaquín Pasos, nicaragüense; de Rafael Cadenas, venezolano; entre otros.

- ¿Es posible hablar al respecto de Fablas?

- En 1969, un pequeño grupo de escritores canarios entre los que me encontraba, fuimos convocados por otro poeta y narrador, Domingo Velázquez (1911), para formar parte de lo que sería el consejo de redacción de una revista que él proyectaba. Una revista que nacería de esas conversaciones iniciales con el propósito de superar las limitaciones geográficas de la insularidad, el riesgo de provincianismo que se corría al desarrollar una obra literaria dentro de aquellos parámetros, y en un ambiente intelectual hostil a cualquier experiencia de este tipo, considerada entonces, desde los poderes públicos y desde la cultura establecida, como algo sospechoso y hasta subversivo. Esa idea se materializó en una muy cuidada publicación que, con el título de Fablas, apareció regularmente (aunque ciertas dificultades económicas obligaron a alterar su periodicidad) a lo largo de diez años, a lo que contribuyó decisivamente la tenacidad, el esfuerzo y el entusiasmo de su director y editor, Domingo Velázquez. Fablas quiso ver, desde el comienzo de su andadura pública, un lugar de encuentro para escritores españoles (de las islas y de la Península) e hispanoamericanos; quiso ser un enclave similar, en lo literario, a lo que las Islas Canarias han sido siempre, en lo geográfico y en lo cultural. Junto a textos de creación y de crítica, incorporamos diversas traducciones del inglés, del alemán, del francés, como muestra del deseo de la revista, y del grupo, de abrirse a todas las voces, a todas las fablas. Fue una revista primordialmente poética; pero no exclusivamente poética. Incluso, en varias ocasiones, publicamos ensayos y artículos de política, de antropología, de arte Y quisimos ser también abiertamente generosos en cuanto a lo ideológico. Y fue esto, sin duda, lo que nos mantuvo tanto tiempo: no la asepsia, sino la concurrencia de nombres e criterios. Tal vez, en la última etapa de la revista, incorporados a su consejo de redacción otros nombres con otras ideas, se pretendió someterla - creo que de manera excesiva - a los bandazos de las circunstancias históricas de la recuperación democrática española (hablo de los años 1977-1978, más o menos), y ello - a mi modo de ver - supuso un empequeñecimiento de las propuestas iniciales y, en consecuencia, una limitación grande en su difusión e interés general. La revista acabó, como suelen acabar todas las aventuras de este tipo, debido a los problemas económicos. Durante los diez años de vida, sólo contó con una pequeña subvención de una entidad bancaria insular y con el producto, exíguo, de la venta en librerías. Apenas se cubrían los gastos de edición, y la mayor aportación económica la hacía el propio editor y director de la revista. Llegó un momento en que resultaba insostenible su publicación; algunos miembros del consejo inicial nos fuimos a residir, por razones personales, fuera de las islas; el criterio uniforme que presidió su fundación y la mayor parte de su vida pública, cedió ante otras opiniones que, como digo, desvirtuaron su inicial propósito. De todas formas, vista desde hoy, aquella empresa fue algo importante, tanto en las islas como fuera de ellas, y creo yo que cuantos trabajamos para la revista es ahora cuando empezamos a considerar esa importancia que, en los años de actividad editorial, no podíamos sospechar.

- Dos citas: “nuestras creaciones nos juzgan” (Octavio Paz); “la estética engendra la ética, y no al contrario” (Joseph Brodsky). ¿Concuerda con ambas? ¿La belleza redimirá al mundo?

- Sin duda. Nuestras creaciones somos nosotros mismos. En ellas no sólo nos manifestamos o nos confesamos, sino que con ellas quedamos a disposición de nuestros posibles lectores, y allí estos pueden confrontar las suyas con nuestras propuestas ideológicas o estéticas. Pero hay más: si la creación es realmente tal, su dimensión temporal, su mayor o menor perdurabilidad, queda como prueba de nuestras posiciones, de nuestros aciertos y errores, de nuestra lealtad o de nuestras deslealtades Quizá de ahí provenga el temor que - llegado un determinado momento de su andadura - el escritor debe sentir (al menos, yo lo siento; y cada día más); temor que es responsabilidad ante el compromiso que supone el uso del lenguaje, la apuesta por determinadas afirmaciones, que son palabras que son ideas; pero temor que es, también, incertidumbre por desconocer el alcance de las propuestas que esa palabra, manejada con intención, pueda tener. Puedo hablarle de mi experiencia en este sentido que - curiosamente - se ajusta muy bien a su pregunta. Durante más de quince años, desde los primeros sesenta hasta 1976, mi trabajo crítico se desarrolló de una manera constante, continua e incansable. Escribía, y publicaba, con una gran urgencia que hoy sólo justificaría por ser años de juventud, y por un nunca del todo vencido punto de vanidad. No hubo entonces libro que no leyera y comentara; no hubo publicación, literaria o no, donde no colaborara; no hubo acontecimiento literario sobre el que no indagara con entusiasmo y con pasión Pero, en el fondo, yo no calculaba qué trascendencia podía tener aquel trabajo mío; ni me preocupaba tal cosa. Hasta que, poco a poco, descubría que mis propuestas empezaban a ser oídas, a ser necesarias para algunos lectores o escritores. Pero en 1976, al tiempo que España iniciaba el período de transición democrática, después de cuarenta años de régimen autoritario, me veo sorprendido por la necesidad imperiosa, surgida de no se sabe dónde, de abandonar aquella febril actividad, de considerar simples cantos de sirena cuantas voces me hablaban en sentido contrario, alabando mi trabajo y subrayando la necesidad de que mi voz se mantuviera en el concurso de la literatura española de aquellos años. Mi convencimiento, sin embargo, era que ni podía seguir diciendo las mismas cosas que hasta ese momento, ni de la misma forma que lo decía, ni siquiera entendía bien se ése debía ser mi compromiso, literario o no. Era una cuestión de posiciones intelectuales, pero - en especial - de autoanálisis sobre el lenguaje hasta ahora utilizado para manifestarlas. Inicio entonces un proceso extraño y complejo en mi trabajo (proceso aún no superado), donde se alternan los largos períodos de silencio (el primero, entre 1976 y 1980, más o menos) con etapas en las que vuelvo a la escritura crítica, y a la publicación. Pero ya sin absoluta convicción anterior, sin aquella liviana tranquilidad que hacía fácil cualquier cosa que emprendiera. Ahora escribir suponía para mí un ejercicio muy duro, lleno de dudas, de temores, y hasta presidido por una conciencia de atenazadora incapacidad. Desde esos años hasta hoy he reflexionado mucho sobre esta situación, y he indagado serenamente sobre el porqué de encontrarme en tan compleja encrucijada. Por una parte, reconozco que actúa en mi ánimo una rigurosa exigencia que me hace renunciar a repetir fórmulas, esquemas y actitudes acomodatícias (que era lo conseguido hasta entonces: unas fórmulas prácticas, unos esquemas fijos que era fácil aplicar en cualquier circunstancia), y que me obliga a escribir con la conciencia del riesgo, con la conciencia de que esas obras me juzgan y me comprometen en una apuesta que, no sé si acertada o no, entiendo que me supera, que no soy capaz de asumir en su totalidad. Me obliga, también, a entender que el lenguaje, la forma, la estética, es un compromiso ético: que ya no soy parte de un juego, sino que - en cada caso, en cada propuesta crítica que hago - dejo una parte fundamental de mí mismo, con la pretensión de que pueda servir a los demás. No pienso - ingenuamente - que la belleza pueda redimir al mundo caótico que nos ha tocado vivir en este fin de siglo; pero sí estoy convencido de que a quienes hemos optado por la creación artística o literaria se nos debe exigir - por encima de toda otra cosa - entregarnos a ella, convertirnos a ella, y en ella asentar un compromiso moral, puesto que con ideas, opiniones, imaginación, pero también con construcciones verbales (o plásticas) que justifican a las primeras (y a nosotros en ellas), nos entregamos a los otros, en un verdadero acto de comunión. No evito, sino que subrayo, el matiz religioso de los términos que uso, porque estoy convencido de que aquel escritor que no sea capaz de aceptar, con todas sus consecuencias, tal conversión, no podrá ser nunca un verdadero escritor.





JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | Para una interpretación del Modernismo en Canarias


El primer estudio sistemático que existe sobre la poesía escrita en las islas Canarias es el iniciado por el profesor Angel Valbuena Prat, en la última década de los años veinte, que daría lugar, poco tiempo después, al primer tomo de su Historia de la poesía canaria (Barcelona, 1937). Esta obra, que el autor nunca completó, establece unas líneas fundamentales que - durante mucho tiempo - han servido a estudiosos, historiadores y antólogos para aproximarse al movimiento poético que se desarrolla en las islas, con muy singulares características, en el tránsito de los siglos XIX al XX. En sus años de catedrático en la Universidad de la Laguna (Tenerife), Valbuena Prat convivió con los más jóvenes y pujantes escritores insulares, iniciadores por entonces de la aventura vanguardista, y agrupados en torno a publicaciones como “La rosa de los vientos”, revista precursora de “Gaceta de arte”, indiscutido portavoz del surrealismo canario de los años treinta. Aquel entusiasmo afirmativo de una identidad insular en la literatura en lengua española despertó, sin duda alguna, el interés de Valbuena Prat por explorar el origen de actitudes tan renovadoras. Por eso, su Historia de la poesía canaria se inicia con el estudio de autores como Antonio de Viana y Bartolomé Cairasco, poetas del siglo XVII, fundadores de una visión poética que ya es claramente insular, y de un lenguaje que - movido por la vibración estética del Barroco - se convierte él mismo en paisaje, en imagen, estableciendo así una particularísima mitología insular y atlántica en la poesía de Canarias. Valbuena pasa de ellos a los románticos, para iniciar seguidamente, con más pormenor, el estudio de los poetas que ya conforman el modernismo de las islas, a partir de sus indiscutibles predecesores: los poetas de la Escuela Regionalista de Tenerife. Valbuena Prat declara sin reparos que, a partir de ahí, la poesía canaria adquiere su indiscutible personalidad y demuestra su condición moderna.

Sin embargo, los criterios manejados por el profesor Valbuena - a pesar de su larga y buena fortuna crítica posterior - se han revelado, a la luz de los nuevos estudios sobre el modernismo, como el mayor obstáculo para que una obra tan importante lograra trascender los límites históricos dentro de los cuales se realizó. Hace muy poco tiempo que las propuestas de Valbuena Prat sobre la poesía canaria han empezado a ser revisadas, y quizá ésta sea una buena ocasión para exponer el porqué de esa revisión imprescindible, teniendo en cuenta su incidencia en la valoración posterior del modernismo insular. A pesar de su contacto directo con aquella literatura, a pesar de su conocimiento de primera mano de autores y obras, y de la realidad misma de las islas, Valbuena siempre aplicó a su estudio un criterio estético que oponía al alumbramiento imaginativo y formal de los modernistas el recelo y la templanza sentimentales del noventayochismo dominante: frente a una poesía pretendidamente musical y colorista, otra que dice, cuenta y canta. Por eso, en su análisis de los poetas canarios, Valbuena desvía la atención hacia aquellas obras exaltadoras de lo próximo, de la cotidianidad pequeña y familiar, por medio de lo que él entiende como efusión sentimental de temas y actitudes expresados en esa poesía. Y acaba estableciendo, como caracteres definitorios de la misma, los siguientes: el aislamiento, el cosmopolitismo, la intimidad y el sentimiento del mar. No obstante existir esas características (si sólo atendemos a lo puramente descriptivo), no se arriesga Valbuena a matizar cada una de ellas, y prefiere quedar en los niveles temáticos, sin notar que tales aspectos actúan sobre la obra literaria provocando en ella una agitación dramática muy peculiar, consecuencia de la condición insular en que se origina. El aislamiento y la intimidad no sólo son sentimientos, sino rasgos de una personalidad capaces de inaugurar una imaginería específica, donde lo cotidiano no es la celebración enajenadora sino actitud crítica; no son sentimientos que se traduzcan en retórica, sino rasgos que favorecen una liberadora síntesis de lo coloquial y prosaico con lo artístico y poético, en el lenguaje manejado por estos poetas, que es así crítica de sí mismo. El cosmopolitismo y el sentimiento del mar no serán - como explica Valbuena y así parece haber sido interpretado hasta hace poco - motivo de una temática exótica o curiosa, sino generadores de una concepción de la poesía y de la palabra poética de carácter universal, unánime: una palabra cambiante, de una vitalidad y un dinamismo siempre inesperados. El cosmopolitismo, además, orienta a la poesía insular hacia uno de los vértices capitales de la modernidad: el lenguaje de la ciudad, como opuesto a la retórica tradicional.

Por otra parte, Valbuena aplica siempre a su estudio un criterio central y casticista para explicar un fenómeno literario que es, básicamente, periférico y excéntrico. La crítica española ha aludido siempre a los rasgos diferenciadores entre el centro y la periferia del idioma, pero - tal vez consciente del riesgo que supone encontrarse con una imagen contestadora y dialogante de la literatura propia - se ha apresurado a advertir que no puede ser muy sólida una crítica sustentada en tales presupuestos. Un error que ha costado muy caro no sólo a los estudios del tema que nos ocupa sino al desarrollo de toda la poesía española. Desde esos escritores del Barroco que Valbuena Prat estudia en su libro, la poesía de Canarias se escribe con el propósito decidido de originar un nuevo centro fuera del centro (al igual que sucede con la poesía en lengua española de América, precisamente por las mismas fechas); con la intención de dilucidar una nueva identidad confusa y contradictoria, pues se reconoce en el centro de una dramática bipolaridad determinada por su aislamiento y por su voluntad cosmopolita. Desde Viana y Cairasco, la poesía escrita en Canarias quiere ser una inauguración con la capacidad suficiente para interrogar, de forma constante e impertinente, a la tradición peninsular heredada. En consecuencia, no creo que pueda hablarse del modernismo insular como de una provincia del modernismo peninsular, o como de una simple realización ecoica del modernismo americano, que deba ser superada con la vuelta a las fuentes de una poesía tradicional y popular; a esa retórica de carácter utilitario y ético, religiosa, que alienta en todo el 98. Así orientó su trabajo Valbuena Prat, e impidió que el modernismo de Canarias llegase a ser rectamente entendido.

Valbuena rastreó en los poetas canarios de fin de siglo en busca de aquellos aspectos que pudieran servirle para aproximarlos a la estética discursiva y machadiana que él defendía como modelo; aunque tales rasgos fueran, en realidad, aparentes o superficiales. Y la crítica posterior prefirió conformarse con esas líneas generales establecidas por él, y no se preocupó de interrogarse sobre sus evidentes limitaciones. De esta forma, la poesía de Canarias ha ocupado sólo un lugar subsidiario en los recuentos históricos del modernismo, o en los estudios y antologías sobre el tema publicados en España, a partir de entonces. [1] Y la razón no es otra que aquella tenaz incomprensión (cuando no abierta desconfianza) con que la poesía española escrita fuera de los límites peninsulares ha sido observada siempre desde dentro del país. Una incomprensión y un recelo que han abortado, una v otra vez. el diálogo necesario entre la lengua (y la literatura) de ambas laderas de nuestra cultura. Aquí nos hemos conformado o con la observación minuciosa que aplican a la literatura hispanoamericana aquellos que la entienden como un producto exótico. cuya rareza lo hace digno de ser catalogado, clasificado e historiado, o con el impulsivo mimetismo de aquellos otros que asumen, sin discusión, formas expresivas que, por su notoriedad o brillantez, resultan especialmente atractivas. Pero marcando siempre - unos y otros - las diferencias; haciendo más insalvable cada vez la distancia que separa una poesía de otra que es ella misma. No ha existido una conciencia clara (y la incomprensión americana no ha sido menor) de que lo imprescindible y urgente es un diálogo, una abierta comunicación entre el origen y el futuro de una lengua, y de su literatura, que para desarrollarse con necesaria vitalidad, no pueden negar la existencia del otro, sin arriesgarse a afrontar su mirada y ser capaz de contestar a su interrogante perplejidad.

En Canarias, los momentos literarios de mayor originalidad coinciden con el Barroco, con la Ilustración, con el Modernismo y con la Vanguardia. No se trata de una casualidad histórica; hay razones contundentes para que así suceda: en las islas no se produce una creación literaria propia en tanto que no exista una situación histórica abierta al riesgo y a la crítica de sí misma y de su vehículo expresivo; en tanto no se ponga en tela de juicio la validez de unas determinadas formas que ya habían adquirido la categoría de clásicas. Es más, en las islas no habrá originalidad literaria sino en aquellas etapas de su particular historia en que el escritor se ve obligado a definirse (o a explicarse) en tanto que insular, en tanto que escritor periférico en abierta disidencia con la tradición peninsular, porque se sabe protagonista de una existencia diferente. Y ello se produce en las dos grandes crisis de la historia moderna, que son los dos momentos de profunda crisis, también, en las formas expresivas de la creación artística y literaria. Y en el caso de las islas, a esas dos articulaciones decisivas de la historia habrá que sumar la crisis particular que, primero cultural y luego cultural y política, afecta a la España de la edad contemporánea. Los límites de la Ilustración española o la necesidad de regeneración que proponen los noventayochistas, no se dan en las islas que - por su abierta conciencia cosmopolita - conectan directamente (así pasó también con el surrealismo) con las fuentes de la modernidad. Es decir, ofrecieron a la literatura peninsular la imagen que ésta se resistía a admitir, o que distorsionaba reiteradamente.

Porque, como ha explicado el profesor Alvar, que ha estudiado profunda y largamente la cuestión, Canarias es el primer enclave geográfico, a este lado del Atlántico, donde la lengua española empieza a tomar distancia con respecto a sí misma y a interrogarse por su presente y su futuro. El primer enclave atlántico en que, al asumir sin traumas la realidad del mestizaje, el español empieza a ser otra lengua sin dejar de ser la misma. Y ello sucede desde el instante mismo en que las islas deben afrontar su conflictiva situación geográfica y su no menos dramática participación en la expansión oceánica de España y del español. Me parece que todo ello nos obliga a acercarnos a la literatura de Canarias prescindiendo del criterio provincialista hasta ahora vigente: deben explorarse aquellos caracteres que determinan su peculiaridad en el contexto de la literatura en lengua española, porque conforman un desarrollo literario de carácter fronterizo y abierto: última orilla hacia el descubrimiento, hacia la sugestión de esa aventura que consiste en salir en busca del otro y asumirlo sin paliativos; ir en busca de la imagen española proyectada en América y retornar, sin perder el sentido del origen, enriquecidos por un entendimiento exacto de lo que significa lo americano. Frontera y orilla que es, también, confluencia, espacio de encuentro y diálogo entre ambas imágenes. Sólo en este contexto podrá entenderse (y valorarse justamente) la poesía modernista de Canarias. La condición insular, la condición moderna y la condición atlántica son los tres puntos de referencia que determinan esa originalidad. En ellos están englobados, y alcanzan su total significado, aquellos caracteres a los que se refería Valbuena Prat. Me detendré en cada uno de esos puntos y trataré de poner algunos ejemplos que justifiquen mis afirmaciones.

Lo primero que descubrimos es que los rasgos definitorios señalados por Valbuena no pueden aceptarse por separado, ni son independientes los unos de los otros; que actúan en tanto que extremos de una relación bipolar y dramática: el aislamiento y la intimidad no se explican sin sus contrarios complementarios que son el cosmopolitismo y el sentimiento del mar. Porque la condición insular está sujeta a la incertidumbre que supone el reconocimiento de un espacio propio y perfectamente delimitado en el cual arraigar, al tiempo que la inquietud producida por la evidencia de un desvalimiento geográfico obliga al hombre insular a interrogarse sobre el misterio que encierra el horizonte y a sentir, como consecuencia, la necesidad de salir en su busca. Isla y viaje son conceptos estrechamente unidos en la simbología literaria, pero también en las actitudes sociales e históricas que condicionan al hombre insular. Si a ello se añade, como hemos visto, que el archipiélago canario, desde su ingreso en la historia (en la edad moderna, desde la prehistoria y sin conocer etapas intermedias), asume su papel de enclave estratégico, de frontera última hacia la aventura del descubrimiento y conquista atlánticos, aquella incertidumbre dramática se nos hace doblemente significativa en la constitución de su personalidad. Y los escritores de fin de siglo serán los primeros en asumir, como marca de su originalidad, y de su conciencia moderna, esa identidad conflictiva.

Porque, primero los poetas regionalistas de Tenerife y más tarde los máximos exponentes del modernismo insular, escribirán desde una excentricidad activa e inaugural; con el propósito evidente (y hasta declarado sin tibieza;) de situar su voz en un contexto totalizador, de modo que el otro la reciba, y se establezca así un diálogo crítico y, por ello, fructífero. ¿Quién es ese otro? En primer lugar, ellos mismos: su imagen histórica, que en ese momento empieza a ser cuestionada, y su lengua, que con ellos empieza a ser diferente, pues desarrolla sus peculiaridades dialectales, entendiendo éstas no en lo que respecta a la fonética o al vocabulario, sino - primordialmente - en relación con todo cuanto define su ritmo, su tono, su acento y su intención. Se genera así una suerte de ambigüedad irónica, de doble fondo que nos obliga a entender el instrumento expresivo como algo fragmentario y confundidor, antes que como una unidad sin quebraduras, manejada como instrumento de comunicación. Esa reflexión existencial y esa fundación de la identidad que pretenden los poetas modernistas de Canarias sólo podían darse con una estética deformada y dramática que es totalmente moderna; una estética que no era extraña en las islas, pues surgía como expresión natural de la condición insular. El aislamiento y la intimidad, como señas de identidad de la moderna poesía de Canarias, son equivalentes al proceso de individualización creadora que es fundamental en la modernidad; individualización que, además, se aparta de toda valoración ética, de toda seguridad arrogante, para iniciar la vertiginosa exploración - de índole explícitamente pagana - en las zonas oscuras de la conciencia y en la magia alumbradora del lenguaje, porque ambos caracteres actúan como expresión de una conciencia marginal que es doble: el escritor aislado y el escritor como crítico de esa realidad cercada que lo acoge y lo define.

En este orden de cosas resulta paradigmática la obra de Rafael Romero (Las Palmas, 1886-1925), cuyo pseudónimo de “Alonso Quesada” suplantó, desde muy pronto, en la obra, la verdadera identidad del escritor. Este desdoblamiento no es causal (como no lo son tampoco los pseudónimos que el mismo escritor maneja al publicar su obra en prosa), pues tiene que ver con la distancia crítica adoptada con respecto a la sociedad insular en la que vive y con respecto a sí mismo como individuo. “Alonso Quesada” empezó escribiendo romances muy literarios, hijos de una tradición aprendida; pero muy pronto - y la influencia personal de Unamuno no fue lo que menos contribuyó a ello - dejó que su poesía asumiera un coloquialismo más directo y verdadero, y hasta nunca disimulado prosaísmo. En El lino de los sueños (Madrid, 1915), los ritmos se quiebran, movidos por el testimonio existencial que con urgencia vierte el autor en sus poemas; al trascendentalismo literario contesta con la aguzada ironía de sus versos, cuando no con un humor que llega, en ocasiones, al sarcasmo más violento. Los temas bucólicos de sus poemas iniciales se cambian por el de la ciudad y sus gentes; por la vida cotidiana, pero también por la angustia personal. Pero no es la suya, por eso, ni una poesía exaltadora de la vida menuda y provinciana, ni una visión entrañable de esa dulce mediocridad, ni un testimonio patético de la crisis personal. Sus libros - en especial su segunda y póstuma entrega: Los caminos dispersos - revelan la agitación y el drama de un creador que ha de vivir en medio de esa pequeñez, padeciendo, como confiesa, ese

Buen clima. ¡Oh la atracción del turismo,
bigardonería de presidentes de sociedad!…
Fe del patriota terruñero que hace
de su Baedexcker, alfalfa espiritual…
Yo estoy en medio de este clima localista
con una irremediable temperatura universal.

En esto, “Alonso Quesada” resulta un autor perfectamente equiparable a los posmodernistas hispanoamericanos, a Leopoldo Lugones o a López Velarde, con quienes su obra guarda sorprendentes relaciones. Pero más aún (y lo he estudiado con detalle en otro lugar), la obra de Quesada se halla próxima a la de César Vallejo, no ya por la similitud vital de ambos escritores, que también (“¿Mi dolor es inactual? / ¿Por qué siento esta amargura / que no es justa ya / dentro de la vejez planetaria? / ¿Es anacrónico el dolor de mi alma? / ¿Y ésta desesperada negrura / de la noche infinita, incrustada / en mis ojos que miran la sombra / como si la sombra fuera camino de luz?”), sino porque tanto Quesada como Vallejo se acercaron decididos hasta la irracionalidad que luego la vanguardia convertirá en eje de sus más atrevidas exploraciones poéticas:

La muerte española es una señorita vaga
ninfómana y torcida.
No se puede abrazar. Huele a hueso orinado
y tiene una interpretación mímica.

Una “irremediable temperatura universal”, dice “Alonso Quesada”, y ello nos advierte de cómo esa tensión centrípeta busca su contraria complementaria; de cómo ese reconocimiento de la insularidad presupone y justifica una voluntad de cosmopolitismo que también los modernistas insulares (como los americanos) convierten en motor de su originalidad creadora. El escritor canario, desde que ingresa en la modernidad, se reconoce ciudadano del mundo, y como explica Juan Marichal, “nos hemos librado del regionalismo,  del espejismo literario que ha absorbido (malográndolas) a tantas plumas de la península española y de la América en lengua castellana”. Lo que constituye su más evidente limitación (no tener una historia propia y estar obligado a padecerla), se revela como la capacidad más creadora del escritor insular, y por tanto, su capacidad más liberadora: poder hablar con una voz personal que es, al mismo tiempo, una voz unánime. Como escribe Luis Monguió, “la sensibilidad del poeta lo hace universal, no un mero asimilador de modelos extranjeros, y lo universal de su humanidad lo hace identificarse con todos los tiempos, todos los sentimientos, toda la naturaleza animada, todos los pueblos”.

Cuando Valbuena Prat se refiere al cosmopolitismo de los poetas modernistas de Canarias no va más allá de una simple caracterización temática, y pone el ejemplo de los ingleses que, en la obra del propio “Alonso Quesada”, tienen un destacado protagonismo, tanto en la poesía como en la prosa. Pero esos ingleses - y esto no alcanza a verlo Valbuena - actúan como espejo, o como doble, en el cual nuestro escritor contempla su propia existencia angustiada. Esos británicos silenciosos y hasta herméticos; aislados también en una sociedad distinta a la suya y - en su mayoría - con una salud muy precaria (cuando no irrecuperable), víctimas de una soledad que los obliga a refugiarse en el alcohol o en el opio, no están en la obra de Quesada como personajes exóticos en los que solazarse por su extrañeza, sino como imágenes cambiantes y dolorosas de sí mismos, con las que el escritor establece un diálogo crítico y una subrepticia y sutil solidaridad:

Cielo de Londres sobre el Mar Atlántico.
Corazón de abisinio, la ciudad:
un aroma español de rebotica
llena de estupidez y ancianidad.
Pero en el Puerto se cobija Europa
dentro de un barco que es universal.
………………………………………………………..

Una francesa salta.
(En la litera se deja olvidado el lunar.)
Sólo una inglesa de cabellos rojos
tiene luminosidad…

El cosmopolitismo es así una fuerza centrifuga que empuja al insular desde su centro hacia ese otro en que sin duda se reconoce, y que derrota a sus playas y a sus puertos para quedar allí como su doble, o para pasar, en efímera escala, y certificar la fugaz condición de su identidad. El cosmopolitismo, en fin, como condición que da al escritor insular la ventaja de sentirse dentro y fuera de esa realidad que lo justifica. Y en este sentido, el mar es el primer doble con el cual tropieza el poeta. No es un sentimiento, ni es un paisaje, aunque haya sentimiento y paisaje en el mar de los modernistas insulares, sino que con su constante presencia, siempre igual y siempre cambiante y sorprendente, siempre límite pero siempre puerta de entrada para toda la magia del mundo, se constituye en una identidad cuya imaginería mitológica servirá a Tomás Morales (Gran Canaria, 1885-1921) para fundar, con sus dos poemas capitales (“Poemas del Mar” y “Oda al Atlántico”) una realidad poética opuesta - gracias a su vitalidad sensual y colorista y gracias al esplendor de su lenguaje - a la mezquina condición utilitaria de una burguesía comercial naciente, satisfecha con un progreso del que sólo era dócil servidora. La obra de Tomás Morales, tantas veces considerada como epigonal con respecto a la de Rubén Darío, su maestro, no es un simple ejercicio de reverencia hacia el poeta nicaragüense, sino una construcción irónica que extrema la inutilidad de sus visiones poéticas, o quiebra los ritmos y estrofas intencionadamente, para zarandear - con una voluntad creadora muy moderna - las dormidas conciencias de una sociedad para quien la imaginación no era un valor cotizable. Tomo dos ejemplos:

Llegaron invadiendo las horas vespertinas;
el humo, denso y negro, manchó el azul del mar,
y el agrio resoplido de sus roncas bocinas
resonó en el silencio de la puesta solar.

Hombres de ojos de ópalo y de fuerzas titánicas
que arriban de países donde no luce el sol;
acaso de las nieblas de las islas británicas
o de las cenicientas radas de Nueva York.

* * *

¡Atlántico infinito, tú que mi canto ordenas!
Cada vez que mis pasos me llevan a tu parte,
siento que nueva sangre palpita por mis venas
y a la vez que mi cuerpo, cobra salud mi arte…
El alma temblorosa se anega en tu corriente.

Ese cosmopolitismo que empieza reflejándose en la creación mitológica del mar de Tomás Morales, tiene pronto mucho que ver con la modernidad en la cual las islas ingresan por entonces, también de un modo inesperado y como consecuencia de un nuevo sobresalto histórico, a fines del siglo XIX. Y será el propio Morales quien, en los “Poemas de la ciudad comercial”, plantee la segunda fundación poética de la moderna identidad insular. En ellos, la nueva ciudad, nacida en torno al puerto y a la prosperidad económica, suplanta con su dinamismo y su novedad al viejo barrio colonial. A la vida apacible de los palacios y casas señoriales sucederá la nerviosa actividad de las oficinas, los bancos, las casas consignatarias y el trajín de visitantes de la más diversa condición (“La calle de Triana en la copiosa / visión de su esplendor continental: / ancha, moderna, rica y laboriosa; / arteria aorta de la capital… / … / Donde el urbano estrépito domina / y se traduce en industrioso ardor; / donde corre sin tasa la esterlina / y es el english spoken, de rigor”.). Un dinamismo en medio del cual el poeta se siente perdido, como un ser marginal y distinto; un dinamismo que - visto de su perspecbva - engendra la semilla de su propia destrucción. Y por eso, a la actitud aún optimista de Tomás Morales sucederá pronto su propio recelo irónico y la abierta disidencia, sarcástica o angustiada, de “Alonso Quesada”:

Ciudad del mar. Buen clima.

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Clima oficial
Cortesía del cielo, discreción de la Rosa
de los vientos… ¡Cordura zodiacal!
Buen clima. Uniforme clima
como la estupidez. Clima ideal,
económico, sin gabanes sobre los montes
y sobre la eternidad
de las cosas vacías; clima vacío,
de una perenne y templada vaciedad.

Porque estos poetas se ven obligados a vivir sometidos a un destino burgués que es contrario, por principio, a su voluntad creadora. Todos viven otra existencia que contradice su búsqueda poética. Como diría un compañero de su generación, el periodista Francisco González Díaz, “el destino ha hecho de Tomás Morales un galeno nostálgico, ha condenado a Rafael Romero en la oficina de una casa bancaria y ha confinado a Saulo Torón en una caseta del muelle. Pequeños Prometeos tienen sus pequeños buitres”. Obligados, pues, a sobrevivir en medio de aquella sociedad espléndida y progresiva, dominada sin embargo por una nueva y más sutil forma de colonización (la colonia inglesa no sólo se establece en la isla, sino que asume el control del puerto, de la economía y hasta crea un estrato social muy influyente que nunca llegará a desaparecer del todo), los escritores empiezan a ver tras la máscara de aquel esplendor la inutilidad de su condición; y la única forma de luchar contra ello será la utilización de ese lenguaje cotidiano, pero volviéndolo contra sí mismo; ello es, volviendo la retórica imaginista del modernismo en imaginación subversiva, aprovechando la condición efímera y perecedera de una palabra que sólo sirve para comunicar apariencias, gestos vacíos y una rutina desesperante. En consecuencia, su obra será el testimonio desgarrado de un drama que se refleja en la visión cotidiana de la existencia; en una imagen de lo próximo y entrañable, pero con una nunca disimulada intención de dejar al descubierto la miseria allí contenida: una escritura con voluntad de despojamiento. Con los “Poemas de la ciudad comercial”, Tomas Morales, y con Los caminos dispersos, “Alonso Quesada” (éste, además, ya lo había hecho en sus Crónicas de la ciudad y de la noche en los relatos sobre los ingleses de la colonia, con una prosa de indudable estirpe poética), abandonan los esplendores del modernismo fundacional, pero no para contradecirlos, sino para permitir que un lenguaje llano, incluso un descarado prosaísmo, adquieran ahora aquella misma vigorosa capacidad de transfiguración poética que el modernismo aportó a una lengua en exceso dominada por la anécdota y el carácter discursivo. “Alonso Quesada” incluso fue más lejos: tanto en su poesía como, sobre todo, en su prosa, se dejó penetrar de los primeros alientos del irracionalismo vanguardista que su temprana muerte, sin ninguna duda, le impidió llevar hasta sus últimas consecuencias:

Ahora, un hombre embalsamado con morfina
cruza de pronto a mi lado.
Lívido y sordo,
es como un extraño fantasma ibseniano.
No mira con los ojos
sino con el temblor de los labios.
Los labios locos. Toda el alma amarilla
como un sueño de opio vibrando.
Se pierde entre los espejos
de un café iluminado…
La terrible sombra
danza en los espejos,
y el café se toma
en un luminoso laberinto trágico.

La crítica de una realidad insular estática y detenida, satisfecha de su propia imagen, exacerbó la pasión creadora de estos poetas en esa orilla que geográficamente los condiciona y humanamente los enfrenta, una otra vez, con una imagen de sí mismos que habita a ambos lados de esa frontera, ante la incertidumbre ilusionada y perpleja del océano. De ahí su condición atlántica. Ello es, una predisposición al descubrimiento, a la novedad, a la sugestión creadora. Una excentricidad dinámica que discurre por esa sutil orilla entre iluminación y oscuridad; ajena desde la seguridad hacia lo posible: un intento dramático, y nunca conseguido, de definir esa identidad que participa de la misma afirmación y negación contenidas en un lenguaje que resiste a la tradición y solicita una sintaxis, pero sobre todo un ritmo y un acento diferentes. Una lectura de la poesía modernista en Canarias que no pretenda, con habitual y calculada intención. definir los espacios históricos y generacionales que la contienen (lo único que parece preocupar, y hasta obsesionar, a los presuntos especialistas), conducirá de forma inmediata hasta la poesía hispanoamericana. Allí, el espejo ultramarino devuelve la imagen de su pareja condición: la de Hispanoamérica, como la de Canarias, es una poesía nacida de la incertidumbre ante el lenguaje, de una concepción mestiza y plural de la realidad; una poesía que no ostenta con orgullo castizo un único origen, ni se sustrae a las novedades que - asumidas sin traumas - la mantienen al margen, o mucho más allá, de cualquier confiada seguridad. En ambas orillas encontramos una escritura poética nacida de la necesidad que sienten los escritores por desarrollar una mirada propia, individual, y por construir - a partir de ella - una visión cosmopolita; una escritura que, desde los dos extremos de la lengua común, nace con la modernidad, llámese ésta barroco, modernismo o vanguardia.
A la poesía contemporánea española le era indispensable una salida hacia lo incierto que el mar ofrece; debía situarse en esa posición fronteriza desde la cual se hiciera patente tan necesaria disyuntiva. Y será siguiendo el curso de ese rio de la lengua que discurre desde el Sur hacia América donde halle esos dos enclaves decisivos para su evolución: Andalucía y Canarias. La afirmación juanramoniana de que él se sentía “andaluz universal” debe entenderse en este contexto. Y sólo cuando su obra incorpora la visión cosmopolita que le concede su contacto con la realidad americana - para él una vivencia muy particular de su misma lengua - podrá dar cima a su poema fundamental, espejeante y crítico, movido por la incertidumbre y por la recíproca contemplación de imágenes y palabras, a un lado y a otro de esa lengua común. “Espacio” no es otra cosa que la fundación poética donde la memoria del escritor se refleja en la realidad cambiante de un lenguaje que ilumina y multiplica sus posibilidades de conocimiento hasta abrirse al drama de la identidad que la contemplación del mar pone de manifiesto. Pero ya Canarias había marcado la primera distancia que facilita ese análisis auto-contemplativo y crítico que será urgente entonces, y a partir de ese momento: un diálogo todavía hoy intermitente, pero sin el cual es imposible un desarrollo renovador y vivo de la poesía de nuestra lengua.

Al acercamos a la poesía insular del modernismo descubrimos, prodigiosamente, el reflejo de otra voz que se suma al diálogo en ella iniciado; otra voz que es otra condición también atlántica y fronteriza. Otra voz que aborda los problemas de su lengua con idéntica voluntad inaugural, y afronta la creación poética con la misma urgencia inquietante y sugeridora que la conduce hasta la imagen de su verdadera identidad individual y colectiva, coincidente en todo con esa difícil reconstrucción del origen que, como ya he dicho, se resiste a aceptar de modo inconsciente y subsidiario el legado de la tradición. Me estoy refiriendo a los poetas que en Portugal inauguran la modernidad: los poetas saudosistas y la figura central de la poesía contemporánea portuguesa, que en ellos se sustenta: Fernando Pessoa. No se debe obviar la circunstancia de que poetas como Guerra Junqueiro o Texeira de Pascoaes fueran leídos con especial interés por sus coetáneos en Canarias, donde - desde los comienzos de su historia - la relación con Portugal y sus islas atlánticas y la presencia de población portuguesa, fue constante y muy influyente. Los saudosistas, como los regionalistas de Tenerife y como Tomás Morales más tarde, incorporan a su poesía ciertos mitos nacionales que tienen que ver con la leyenda y la imaginación fraguadas a partir de su vocación atlántica: una forma de buscar un origen propio, en el momento de ingresar en la modernidad. Pero también coinciden todos ellos en esa fusión de la retórica celebratoria de un esplendor atlántico con la inmediatez de lo cotidiano y con el prosaísmo coloquial. El intimismo y el aislamiento pessoanos, de ahí derivados, en pugna siempre con el voluntarismo mítico del supra-Camões, no es más que la consecuencia de aquella fundación, al igual que Morales, “Alonso Quesada”, o Saulo Torón lo hacen en la poesía de Canarias:

Dios quiere, el hombre sueña, la obra nace.
Dios quiso que la tierra fuese toda una,
que el mar uniese, ya no separase.
Te bendijo, y fuiste desvelando la espuma,
y la orla blanca, de isla en continente,
clareo, corriendo hasta el fin del mundo,
y se vio la tierra entera, de repente,
surgir redonda, del azul profundo.

(Pessoa)

De los confines últimos arribarán veloces
voces terrenas, voces
cargadas de oraciones, de terror y lamentos
que harán batir las puertas de los audaces vientos:
la que domina al Norte y al Bóreas cautiva;
las que a Occidente giran, y al Meridión y al Este;
y cual inmenso domo cobijador, arriba
- temblorosa de nubes - la bóveda terrestre.

(T. Morales)

Los poetas portugueses escriben también desde una orilla, a veces no específicamente geográfica, que los defina y abre sus senderos hacia lo posible, hacia lo intuido por el deseo (“¡Ah todo el muelle es una nostalgia de piedra! / Y cuando el navío zarpa del muelle / y se advierte de pronto que se ha abierto un espacio / entre el muelle y el navío, / me viene, no sé por qué, una angustia reciente, / una niebla de tristes sentimientos / que brilla al sol de mis angustias reverdecidas / como la primera ventana donde la madrugada asoma, / y me envuelve como un recuerdo de otra persona / que fuese misteriosamente mía”, escribe Pessoa en Oda Marítima); su fe se materializa en la construcción de una identidad resistente a esa historia que reconocen ajena y frustrada: Y se establece así una relación dramática (crítica y dialogante) con las dos imágenes que de sí mismo confluyen en el poema, en la orilla. La poesía portuguesa funda sus orígenes de igual forma que los otros dos vértices de la poesía atlántica, en una ruptura con la historia que es ruptura con el lenguaje heredado; en una obsesión reformadora que, superado el simple compromiso histórico, adopta una voluntad cosmopolita contenida en su peculiar afirmación de la individualidad, y hasta del aislamiento, del escritor: la marginalidad como inauguración imaginativa que sitúa al lenguaje del otro lado de la realidad, en ese territorio donde la voz poética es voz unánime. En ello consiste la iluminación de Pessoa, escritor con quien tantas concomitancias, y no sólo literarias, guardan los escritores canarios. La lengua literaria portuguesa (y la española) empieza a ser otra sin dejar de ser la misma cuando se aventura de esa manera a correr el riesgo de su identidad naciente, cuando la experiencia de unos y otros escritores, simultánea aun en sus pequeños desfases cronológicos, encuentra su correlato exacto en esos otros dos extremos atlánticos, donde también las relaciones heredadas entre individuo y lenguaje, entre el escritor y el concepto unilateral de realidad, se rompe y multiplica para que sus fragmentos dialoguen entre sí, estableciendo sus propias leyes de atracción y rechazo. Que la poesía en lengua portuguesa haya conocido sus más arriesgadas experiencias de la mano de los escritores brasileños no hace sino confirmar lo que digo.
Estas son las razones que me llevan a invocar la situación de Canarias como singularmente válida, en el contexto de la poesía escrita en lengua española. No se trata de una proposición caprichosa, pues a la vista está que es una evidencia histórica, fácilmente comprobable son sólo iniciar una aproximación a los poetas de la modernidad insular y establecer un cotejo con los poetas situados en esos otros dos polos de la poesía atlántica. Una poesía de carácter lírico y subjetivo que, primero, transforma la solemnidad rigurosa de la épica en la desmesura de un mito; y, más tarde, desarrolla una exploración crítica en lo cotidiano, aprovechando los valores de la expresividad coloquial, incluso la capacidad irónica del prosaísmo y, sobre todo, la inestable fugacidad que lo caracteriza; o, en fin, se deja arrastrar hasta el terreno de lo visionario, de un más allá que es paisaje - cósmico o próximo - siempre nuevo y distinto para ese individuo que, desde su seno, siempre alerta, alza voluntarioso su palabra. Para conseguirlo, el escritor - también en los tres casos - se somete a una transformación: objetivo y distante, mira lo que le es próximo, llegando hasta su misma identidad; pero, comprometido con esa existencia que es su lenguaje, debe entregarse a los otros con una peculiar religiosidad, sustrayéndose a la vida pública con una existencia marginal y bohemia; limitándose a los contornos, cada vez más cercanos, de su ciudad, su barrio, su hogar; o renunciando a su propia identidad, para desdoblarse en pseudónimo o heterónimos, en personaje de ficción pero de precisa biografía, por medio de los cuales ahondar más, y de modo más radical, en los extremos claves de su experiencia: la búsqueda apasionada y dramática de sí mismo, en diálogo continuo, crítico, irónico y hasta lúdico, con el lenguaje que es la única verdadera identidad que reconocen:

Mi corazón es un cubo vaciado
Como invocan espíritus los que los invocan, me invoco a mí mismo y no encuentro nada.
Me acerco a la ventana y veo la calle con una nitidez absoluta.
Veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,
veo los entes vivos vestidos que se cruzan,
veo los perros que también existen,
y todo ello me pesa como una condena al destierro,
y todo ello es extranjero, como todo.

(Pessoa)

De pronto sentí un hastío infinito…
Parecía que de mi corazón iban saliendo calles,
calles rectas de una ciudad lenta y gris.
Sentí un rumor trepidante en el fondo del alma,
las calles tiraban de mi corazón.
Y esas voces de polvo, esas palpitaciones urbanas
de los hombres de hongo y de bastón,
removían acremente un pedazo de conciencia
que aún mantenía vivo el dolor.

(“A. Quesada”)


NOTA
1. Debo hacer la excepción de la Antología de la poesía española e hispanoamericana, de Federico de Onís (new York, 1961), y los artículos que Enrique Diez-Canedo, prologuista además de Tomás Morales, publicara en La Nación, de Buenos Aires, con el título de Voces de Atlántida: los líricos de Canarias, en los años treinta.