terça-feira, 1 de dezembro de 2015

DAVID CORTÉS CABÁN | José Ángel Leyva en la travesía del tiempo


Cómo dejar de ser lo que no fuimos
Cómo nombrar lo que seremos

J. A. L.

Seis libros comprenden la reciente antología Carne de imagen (Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2011), del poeta mexicano José Ángel Leyva.  Todos entrelazados por temas y motivos que marcan la presencia de una memoria que se proyecta entre el tiempo pasado y el presente. Un presente en continua perspectiva frente a la realidad del mundo moderno, pero inseparable del yo lírico y de las experiencias que han quedado atrás. De estas experiencias parte el poeta, es decir, de un plano concreto donde la infancia se convierte en una imagen que adquiere el matiz mítico y abstracto de esa misma realidad. Pero también esta poesía surge de una conciencia que reconoce el vacío y la muerte, el amor y el desamor, el dolor y la soledad como experiencias de la vida. A medida que entramos en los textos notamos cómo estas imágenes se consolidan hasta poner al descubierto una particular visión de la vida frente al inalterable paso del tiempo.  
Desde el punto de vista formal esta poesía no responde a un esquema específico de estrofas o métrica de versos. Hay poemas breves como los que hallamos en Catulo en el destierro (1993), y extensos o más abarcadores como los de Duranguraños (1998-2007) y Entresueños (1990), agrupados en los últimos apartados del libro. Los temas y matices de cada texto se corresponden y justifican, ya sea inconscientemente o de un modo premeditado, con la idea que sugiere el título de esta antología: la “imagen” como un referente visual de una realidad encarnada en la palabra poética. En cierto modo, pienso que esto es lo que se propone el sujeto lírico al comunicarnos la experiencia de su intimidad. Una experiencia que nos revela la naturaleza y plenitud del ser en el marco de sus circunstancias humanas y en el horizonte de su historicidad. Esto ya lo ha comprobado el poeta colombiano Juan Manuel Roca al hablar del contenido del libro y hacer el siguiente señalamiento: “Podría decirse que hay dos temas fundamentales en sus poemas. Uno es el de la fuga de los días, el otro el de las ausencias. Desde estas dos instancias tan vecinas establece un diálogo entre un tiempo mítico casi siempre adosado a un tema de la infancia, y un tiempo cotidiano anclado en un presente despojado de grandezas”. [Juan Manuel Roca,  “El cielo y el alacrán, La poesía de José Ángel Leyva”] Esta observación es útil para conocer, en parte, los motivos y diversos planos de esta poesía. Pero también podríamos enfatizar la correspondencia de esos temas con el sentido y la visión poética que traspasa estos textos. Sin lugar a dudas, hay en algunos de ellos un tono irónico que singulariza la angustia de quien habla, destacando así su condición humana con “una burla inteligente más dirigida hacia sí mismo que a los demás” como ha señalado Manuel Roca.Tomando en cuenta estas claves nos acercamos para intuir el sentimiento que subyace en estos textos. En “Aguja”, por ejemplo, se expresa el concepto del tiempo en imágenes reveladoras de una realidad que se transforma y persiste en la perspectiva dolorosa de un pasado que confluye con un futuro desesperanzador: “No hay vuelta atrás La vida es una cuenta regresiva / El futuro es esta luz perdida en las cenizas” (p. 3), dice el yo lírico como si no hubiera una sola realidad. Pero la realidad es continua y múltiple como nos advierten los textos que destacan el trasfondo común de la palabra “nagual”: el paso del ser por la vida, el sentido de su historia y su actitud ante lo desconocido. Es decir, un sentido fragmentado en la imagen misma del entorno por donde se desplaza la vida del hablante poético: “Tu rostro no es el de antes / no es el tuyo / es la geometría del agua en su caída / en pleno vuelo hacia la sal / donde te ves multiplicado” (p. 11). Sobre esta imagen del tiempo se funda la fragilidad del ser frente a la conciencia de lo que somos. Todo lo contemplado entra en esa imagen que le permite al hablante mirarse en su propio espejo. Mirar un pasado visto ya sin atractivos frente a un destino común y un futuro despojado de toda grandeza: “Vengo también del big bang / en incontables partículas de duda / de polen en muros de apariencia / Uno nace del querer aunque no quiera” (p. 18). Reflexionar el sentido de la existencia es una manera de cuestionarse esa relación con el mundo. Esto lo sitúa frente a un escenario conflictivo y desgarrador: el grafiti, el confort, la TV, el cine, el internet, el ordenador, el alambrado eléctrico, la desigualdad y los conflictos sociales entran como signos expresivos de un ambiente cuya realidad le resulta cada vez más asfixiante: “Si mañana a la hora del café no estoy / quizás encuentres mi nombre en la nota roja / o descubras la imagen anónima de un ciudadano / que nunca creyó en la justicia de dios ni de los hombres / “Un inconforme más se resistió al atraco y al terror” / dirán los diarios” (p. 44). La inseguridad, la incertidumbre, las dolorosas experiencias que rodean el diario vivir son el centro de esta visión: “La confusión inicia al aspirar a bocanadas los segundos. / Olores del miedo, el accidente, incertidumbre. / Nos gana la ilusión, el coraje, la ceguera del confort. / No somos más la carne doliente y el sentido capaz de conmoverse” (p. 29). Lo que aquí se proyecta es el sentimiento perdido de esa grandeza humana incapaz de solidarizarse con el dolor ajeno. El sujeto lírico no puede ser indiferente ante una realidad que lo aflige moralmente. Por eso la realidad adquiere a veces un sentido que no deja de ser irónico y doloroso a la vez: “No soy lo que aparento ni lo que dicen de mí los detractores / Soy la fortuna en este cuerpo desastroso / Soy el genio de la lámpara votiva en la repisa / Los infelices me observan con vehemencia / Descubren el lugar donde extraviaron los signos de la angustia” (p.47). Pero esta forma irónica de aludirse a sí mismo es una consecuencia de las situaciones reales que entran a su vida. De este modo lo que recoge su mirada se convierte en el fondo ineludible de esa visión. En los poemas de “La eternidad no es tiempo” (2009), se profundiza esta relación del ser en un mundo en el que los intereses políticos y económicos, la ambición y el engaño, el culto al poder y la corrupción, la explotación y violación de los derechos humanos son conductas que reflejan la profunda crisis que enfrentan las sociedades modernas. Estos poemas son un testimonio doloroso de la percepción de ese mundo: “En el futuro estuve aquí / tenaz como el pasado” (p. 55) dice, invirtiendo irónicamente el sentido del tiempo para luego pasar al poema titulado “El poeta lleva un tiro en la cabeza” (p. 57), en el que se proyecta una imagen desgarradora de un hombre que ofrece sus servicios como guardaespaldas. El poema contiene una realidad nada extraña en la época en que vivimos. Ante esta realidad conflictiva y dolorosa reacciona el poeta buscando un asidero en el lenguaje. Un lenguaje cuyas referencias enmarcan un ambiente sometido a la voluntad de la muerte. En el poema se invierten los planos y el protagonista comparte un destino común con el yo lírico: “¿En dónde sobrevivo? se pregunta / ese hombre cuando escribe / y le pesan los versos como plomo / y le vuelven los nombres de la muerte / ¿En qué país  en qué país? / repite la bala estacionada en la cabeza” (p. 58). En esta misma línea discursiva, y desde otra perspectiva, la imagen de la muerte se une a la infancia como una presencia reveladora de la noción del tiempo: “Pasaban los árboles veloces de mi infancia / El autobús me arrancaba de los ojos / uno a uno los pinos y las nubes / Devoraba el asfalto tembloroso de la sierra / Yo dije la palabra inútil / y vi la mirada de la muerte / Su tieso semblante y la rigidez / del aire que no pesa y no camina / ¿De qué están sembrados los sepulcros / que no echan hacia fuera gusanos sino flores?” (p. 61).  Esta particular visión revela en los ojos del niño otro sentido de la vida. De este modo se invierten otra vez los planos de una visión que refleja las grandezas y miserias humanas. En esta misma dimensión el poeta evoca las nefastas y estremecedoras consecuencias de la guerra de Irak: el horror de una guerra llevada a cabo con engaños y la manipulación de la prensa y medios televisivos. La lectura del poema “Su nombre es Bagdad” nos lleva y trae por los oscuros pasadizos de una realidad que sigue siendo tan dolorosa como la primera noche que el cielo de Irak se iluminó de ojivas de la muerte: “— ¿Las bombas apagan el color del Sol / o le quitan la sombra a las personas? / —Me pregunta el niño con su voz de sabio”  (p. 62).  La voz del niño también es una presencia en este lenguaje que nos acerca a las dolorosas implicaciones de un pasado que está aquí tan presente como si fuera el instante mismo en que el poeta escribe. Por eso el tiempo se convierte en una fuerza que reta la transitoriedad del yo lírico ante el sentido de la vida. Pero de pasado y de presente está hecha toda naturaleza humana. De ahí que en el proceso de esta visión la piedra sea un símbolo y un detalle más que revela el sentido de las cosas en el tiempo. Sin embargo, la piedra no solo es materia relacionada con el paso del tiempo, sino también una presencia que deja algo más que una pasajera huella del ser sobre la tierra. “Fósiles” es el poema que abre esta reflexión. En él la piedra traza las líneas del pasado como referentes de un momento histórico: “¿En qué momento la piedra se abrazó / a la forma del oído y no del odio?” (p. 65), dice en este verso cuestionando el misterio y el significado mismo de la creación. ¿Qué es lo que perdura? ¿Qué es lo que desaparece de ese ámbito donde la plenitud de la vida se topa con la presencia de la muerte? El poema “Ámbar” cristaliza otra imagen trascendente de esa dimensión imborrable del tiempo: “Trozos de luz debajo de la tierra / Sudor y lágrimas de tiempo” (p. 66); y en el poema “Toniná” reaparece otra vez la piedra proyectando una visión de la cultura maya a través de los siglos. Un viaje hacia el centro de una memoria que se extiende como una línea horizontal sobre un pasado glorioso pero siempre visto desde la angustiosa cercanía de la muerte: “Un camino de hormigas abre el rastro / allana la maleza hasta la piedra / Aún se escuchan los pasos olvidados / de los indios que erigieron monumentos a la luz / Perduran las estelas mayas con todo y sus pirámides / También el zumbido de las flechas lanzadas a  los cuerpos estelares / ¿ En dónde comenzó la muerte a ser agricultura de los vivos?” (p. 67), dice resaltando esa visión que trasciende en el tiempo. Y “Acrotiri” (p. 69) evoca la imagen de una ciudad que parece persistir en la luz. Una luz que le añade al poema una especie de dimensión real como si sustituyera el pasado con una imagen del presente:

[…]
Ondulantes figuras emergen de la sombra
con sartas de pescado en mano
la novedad del sol que nunca cambia
la piel intacta y la humedad del aire
barcas y cuerpos flotando
en ese instante.   (p. 69)
    
“Tropel de sombras” contiene diez y nueve poemas inéditos escritos entre las fechas de 2004 y 2009. El texto que abre la selección, “En la escultura de Louise Bourgoise”, destaca el centro de esa visión. Irradia un pensamiento que parece abarcar el sentido particular de estos poemas. Pienso que la obra de la escultora francesa Louise Bourgoise recoge una visión integradora de mundos que de algún modo ponen en perspectiva la obra del poeta: abren otra apreciación del cuerpo y del destino humano. La mirada del yo lírico se desplaza sobre uno y otro mundo hasta concretar una visión angustiosa de la vida. De ahí deriva, en parte, la fusión de planos que sitúan al lector frente a la realidad física del ser: el cuerpo y la fugacidad de la vida, el sentido del tiempo, el dolor y la existencia. Pero es sobre la  piedra donde se desplaza la imagen de nuestra transitoriedad. Por eso también puede decir el hablante poético: “Mujeres giran sobre su propio ojo / Voluptuosas ensamblan geometrías de piedra / de metal   de carne    de redes lanzadas al vacío / donde los gestos se congelan / levitan en el paisaje mural de las ciudades” (p. 93). La piedra anula el sentido de la distancia y le permite al hablante fundir el pasado con la visión del presente. Este pensamiento se destaca más expresivamente en “Escultura en piedra”, y en los poemas “Tropel de sombras”, “Figuraciones” y “Bosques”. Recordemos que en este libro el poeta parte de una experiencia visual en donde la escultura de Bourgoise establece una relación entre el cuerpo y el sentido del ser dentro de esa perspectiva estética. Y además alude a pintores como Durero, Leonardo, Doré, Shitao y  Paul Klee cuyas obras tan distintas entre sí, y distantes en realidad y espacio, también proyectan otra visión en el imaginario de este lenguaje poético. Es por eso que las posibilidades interpretativas que sugieren estos textos son múltiples y distintas. Por ejemplo, en “Tropel de sombras” una atmósfera misteriosa parece posesionarse de todo el texto: “El sigilo difuminado del artista / afantasma el lienzo de los ojos / Un espacio exterior mancha la imagen / de ruidos muertos que se avivan en la mente / Crujen pies sobre la duela del recuerdo”, manifiesta el poeta en estos versos (p. 91). Otro poema (“Bosques”), parece recrear el ambiente de la obra Los montes Jinting en otoño, del pintor chino Yuanji Shih T’ao (1642-1707). Nos hace sentir el rumor de la brisa, las hojas y los caminos como si se tratara de la contextura del cuerpo humano. Rara sensación ésta que abarca otro nivel de la realidad de esta poesía impregnada de esa particular visión del tiempo:   

Caen las hojas
encienden las sombras de los ojos
Un rumor de sol crepita y mueve
los párpados naranjas del otoño
Caen lanzas doradas sobre el cuerpo
de un árbol vencido a la mitad del bosque    (“Bosque”, pp. 96-97)  

Uno de los poemas más extensos y ambiciosos de esta antología es sin duda el que incorpora como protagonista al poeta latino Gayo Valerio Catulo (87-54 a. c.). En Catulo en el destierro (1993), hay varios planos que se superponen para destacar esa visión poemática. Por un lado, la distancia del tiempo histórico en que se proyecta esa experiencia erótica; y por otro, la correspondencia de imágenes que oscilan entre el pasado y el presente, marcando así el origen y el asunto del poema. Al comienzo del texto las citas del reconocido poeta y traductor mexicano Rubén Bonifaz Nuño y el epígrafe del dramaturgo y novelista norteamericano Thornton Wilder (1897-1975), establecen una relación silenciosa con los elementos de un lenguaje que legitima el placer y la soledad del acto erótico. En este sentido, la luz como una forma de conocimiento justifica esa pasión, descubre en el cuerpo amado su propia condición amorosa. Por ello, la luz que marca ese primer instante amoroso crea el sentido erótico del poema: “La cerbatana de la luz dispara / encaja su dardo / el veneno / el mal irremediable de la aurora” (p. 109). En ese amanecer, en esa semioscuridad, en ese “incienso quemado en la  mañana” el amor traspasa como una ráfaga luminosa los cuerpos: “Catulo titubea / endereza el cuerpo / lo yergue en la planicie de las sábanas / Palpa un ayer endurecido…” (p. 113).  He aquí a Catulo en la plenitud de una pasión que choca contra el vacío existencial que lo asedia. He aquí la primera imagen que hace volar su cuerpo en los desvaríos del amor. En esa escena de éxtasis amoroso descubre también la soledad en la pasajera luz de la mañana:

    son horas tiradas en el lecho
   cadáveres que meten frío a los huesos
   Sus bostezos emanan
    incienso quemado en la mañana.  (p. 113)

En ese ámbito del amanecer va creciendo su imagen como reflejada en un espejo donde el placer no se sacia, pero deja la huella de un sentimiento angustioso. El cuerpo cede ante la plenitud de un erotismo que lo entrega todo aun sabiendo que en esa entrega solo hay soledad y vacío. Y es que en esa relación amorosa siempre hay algo que se escapa, algo que refleja la certeza de que nada es eterno. Pero Catulo en el destierro es mucho más que un poema que encarna una imagen erótica del cuerpo y del placer, de la brevedad del amor y la angustia del desamor, del poseer y saberse poseído. Hay también en el libro un sentimiento profundo sobre el destino humano, sobre el concepto del tiempo, sobre la adolescencia que se quiebra frente a la angustia existencial de quien busca desesperadamente el verdadero sentido del amor. Copio el siguiente poema porque en cierto modo revela lo que quiero expresar:

Pero de qué podrá servir mañana
si te mueres
y la vida amanece sin palabras
Para qué un lenguaje calcinado
entre fórmulas exactas
Para qué repetir la realidad
sin tu presencia
como ventana donde el alba
es un cadáver
Para qué salvar la ciencia del sepulcro
si con ella salvamos los gusanos
Para qué morirte tú
si hay tanto muerto que sigue asesinando
¿De qué hablarán los viejos
si no sienten ya la vida?
No no puedes morir
antes me muero o nos morimos juntos
con la voz en alto
como raza indómita
como parvada nómada en el aire
 rebelde de los gritos
del pulmón que se vacía
en el pulmón amado
de la palabra viva
de ti misma (p. 148)   
  
Este pensamiento cuestionable quizás pero insustituible, contiene la esencia misma de lo que el poeta siente. Pero parece no haber serenidad para quien busca en un cuerpo que no le pertenece la dicha de la pasión que lo consume. Terrible realidad para quien ha hecho del amor el único dueño de su voluntad: “La piel es una y necesaria / fundida en dos / el mismo hechizo”, había señalado anteriormente. De ahí la incertidumbre  de ese acto amoroso que se transforma en una metáfora de la soledad. Porque el amor exige su pago y en consecuencia el acto mismo del amor se convierte en “ese mal irremediable de la aurora”,  como un paisaje sombrío que lo llena todo:

 Catulo deshoja pájaros de agüero
  clarividencias cristalinas
  gotas que humedecen el paisaje
Su mirada aletea agónica a lo lejos (p. 136)

La imagen de Catulo representa un mundo apasionante y doloroso. Un ser que arrastra a través del tiempo la pasión que lo consume. Esto es, en cierto modo, lo que constituye su imagen: ese desierto de luces y sombras cortado por el recuerdo de un cuerpo del cual no posee nada. Por eso, quizás no sorprenda que Catulo busque inútilmente otro cuerpo que escapa de sus manos: “Algo busco entre este montón de eternidades”, dice dolorosamente (p.149).  Así la palabra “buscar” se convierte en el leitmotiv de esa angustia (pp. 151, 152, 153) porque Catulo no sabe olvidar. Su mirada no se aparta del pasado buscando una imagen idílica del amor en la plenitud del universo:

 Antes del parto vegetal
 desnudos
 el día y la noche
 copulaban sobre una espiral inexistente
 Nacía el uno con el otro
 el otro nacía sobre el uno  
 sin aritmética   (p. 154)

o, por ejemplo:

La vida era una célula
un ir y venir sin estaciones
un punto rodante
en las arterias del olvido.    (p. 156)

De ahí la identificación de su yo con esa imagen cósmica. De ahí también su dolorosa visión de la vida. La vida que le obliga a mirarse en un cuerpo que está siempre lejos de su inmediata realidad. Por esta razón su mirada viaja del pasado a un presente continuo y desolado: “Hoy casi es mañana” dice, sumergiéndose en la soledad, mientras el viento le recuerda la dureza del mundo (pp. 210-214):

El viento cesa
y en su lugar un hueco queda
La muchedumbre se amontona
más lo ahonda
Catulo está despierto
No teme confundirse
La multitud lo aísla  (p. 214)

El día amanece. Y Catulo llevado por ese recuerdo imborrable “rompe la ciudad / y la atraviesa  / Los subterráneos del Metro / no se hunden ni despegan / no zarpan / son un vicio de viajar al mismo punto”.  Ciertamente regresa “al mismo punto” donde su cuerpo se desvanece en la “ciudad que se inflama / con la niebla ascendente del pasado”. Así va su alma en la desolación del paisaje citadino, así su mirada, así el estremecimiento de un cuerpo que “abre todas las puertas / que dan hacia ningún lado” porque, en fin, Catulo en el destierro es ciertamente eso: un cuerpo consumido en la nostalgia de un erotismo que choca con la soledad y el vacío de la existencia.
 “Duranguraños” (1998-2007) contiene voces y escenas del ambiente familiar, imágenes de la geografía del Estado de Durango, recuerdos evocadores de un pasado que  como un conjuro mágico resplandece contra el olvido.  Estos poemas son el resultado, en parte, de esas imágenes de la niñez. Evocaciones, recuerdos transfigurados en el devenir de la historia misma del poeta. En ese plano horizontal el hablante poético sitúa su memoria. Pero aunque gran parte de estos poemas recobran y enriquecen esa memoria, hay otros que establecen lazos con  situaciones que responden a otras circunstancias de la vida. Ciertamente, en los primeros poemas de esta selección se presenta el universo de la infancia. El espacio familiar recreado en la profunda ternura de un paisaje iluminado por el amoroso recuerdo: “Mi origen es la suma de los dóndes / la tierra adentro adonde vaya / El polvo al polvo en mis recuerdos / de arena que guardan una lluvia interminable / estrellas sobre zonas de silencio” (p. 251), dice en estos versos. Y en otra evocación vemos asomarse el perfil de los abuelos con toda la ternura de cuanto el poeta recobra en el conmovedor lenguaje de estos versos: “Ese adulto supone que despierta / de la mano de un recuerdo / Soy yo junto a mi abuela / Dejaré de ser él / cuando se apague el proyector / y caminemos resignados al extraño EXIT” (p. 254). He aquí el recuerdo como la total plenitud de una infancia cargada de luminosas resonancias: “Alrededor del fuego canta el agua / Ebullición de olores me despierta / El paisaje cotidiano abierto / La mañana un árbol / el monte donde vago / Mi padre evoca un tren que nunca llega” (p. 255).  En este plano el poeta sitúa su historia igual que un cielo abierto para la añoranza. Todo se convierte en la profunda evocación de un pasado revivido ahora desde la experiencia de la adultez. Pero hay también en Duranguraños textos que tratan otros temas. Por ejemplo, el poema “El alacrán” contiene un doble sentido. La imagen del alacrán, emblemática de esta región de México, puede ser aceptada como una realidad común pero en el plano connotativo de la palabra queda implícita otra intención. Es decir, podemos comparar la naturaleza del alacrán con la de algunos seres humanos: “El alacrán pide tributo / más que amigos / Un apetito ancestral / cava en la especie / Si pudiera digerirse él mismo / demostraría que nadie es digno de confianza”, subraya el hablante poético (p. 249). De este texto el lector puede sacar sus propias conclusiones pero no arriesgaría mucho si emplea el punto de vista señalado. Otros poemas se distinguen porque se distancian del entorno familiar y de la geografía del Estado de Durango. Tratan realidades distintas. Trascienden el ámbito local para solidarizarse con otras causas. Estos poemas nos recuerdan que también la escritura conlleva un compromiso social y de solidaridad humana. “Café La Mansión” expresa este sentido. De ahí que la estructura fragmentaria del poema resalte la dolorosa y desgarradora imagen de El grito del pintor Eduard Munch (1863-1944): “Éramos la mancha de Eduard Munch / en la penumbra / hundidos /  en un grito inacabado”, dice. Luego pasa a enfocar las luchas del pueblo irlandés contra la dominación y represión del gobierno británico, como si ambas imágenes se fundieran en una sola realidad: “El Batallón de San Patricio desfilaba anónimo / En las noches volvía a la carga con sus ruidos / de muertos que hunden las puntas de sus alas / en la carne que aún duele y el deseo deshace” (p. 262) reitera en estos versos. No hay duda que el poema denuncia el derecho de un pueblo a la libertad y justicia social. ¿Quién puede objetar este derecho? En el centro de esas luchas se ubica la persona y la vida de Bobby Sands (1954-1981), un ser que lo ofrece todo por un ideal.  

[…]
Bob Sands se muere solo
no hay nadie que pueda ser su mano
o muerda con sus dientes el dolor
la lengua en una arcada
No hay amigo del alma ni hay amantes
no hay padres ni hermanos que compartan
la frialdad de la amnesia
el sabor de la última vez
cuando se bebe en la úlcera gástrica
el recuerdo del pan y el vino
que sólo él sin gusto apura y sabe
Bob Sands se va sin Movimiento
sin hambre sin país sin leyes
Él solo puede no estar solo
la soledad acaba donde empieza  (pp. 265-266)

 
El poema presenta un sentido de justicia social en el sacrificio personal y doloroso de la muerte de Bobby Sands; y proyecta, a su vez, la imagen de Margaret Thatcher como una fuerza siniestra en la que encarna el imperio del mal.
  Paso a otro poema cuyos elementos se corresponden con el concepto del tiempo y del paisaje. Me refiero al que lleva por título “Guerra florida” (pp. 267-273), pues en él confluyen imágenes representativas de la brevedad de la vida. La imagen del colibrí refleja este sentido. Su presencia encarna el rumor de un instante, semeja una chispa de luz que desaparece en el momento mismo de la contemplación: “El colibrí no existe / es un presentimiento / sordo aleteo / donde nadie es mañana / donde otra vez se nace”, dice el hablante poético (p. 267). La noción del tiempo en la imagen del colibrí se asocia también a la “flor”. Son símbolos representativos de la brevedad del destino humano: “¿Por qué las cosas fuera de mí / están en la distancia?  /  Lo que me nace se desprende / se convierte en voz / en otro sueño” (p. 273), subraya el hablante.  Entendemos que lo que revelan estos versos es una conciencia de la brevedad de la vida, una imagen que reitera el sentido del tiempo y la muerte.
 “El gladiador de las esquinas” también nos comunican este concepto del tiempo: “Soy el gladiador de las esquinas / donde el tiempo pasa / con el labio roto / ante la misericordia baldía” (p. 279). Pero este poema, y lo mismo ocurre con el que le antecede (“En los escombros del alba”), refleja además la actitud de quien se enfrenta a la maldad y las fuerzas destructoras del mundo. Copio el poema en su totalidad:  

   Me han seguido los buitres
   en noches de calor
   como si fueran moscos
   agotados de pelear contra mis huesos
   Soy el gladiador de las esquinas
   Camino entre las brasas de asfalto 
   Los pies sobre la tierra
   Yo soy el estandarte furibundo
   del guerrero que escupe
   el ojo meridiano
   Soy el semáforo tuerto
   con la mano vacía
   con el puño en vilo
  dulcificado por la ira
   Soy el gladiador de las esquinas
   donde el tiempo pasa
   con el labio roto
   ante la misericordia baldía (p.279)
  
El libro “Entresueños (1990), que conforma el último apartado de esta antología, alude al concepto del sueño no como una realidad física sino como una indagación del ser, como una búsqueda que revele los grandes misterios que nos relacionan con el universo. El título parece expresar un sentido de lo que se vislumbra más allá de la misma realidad. Una especie de estado mental donde el yo lírico trata de reproducir las imágenes que se asocian a esa visión. Por eso las imágenes se corresponden con el concepto del tiempo para crear una realidad presente y lejana. Por otro lado, el poema “Cuando despierte y la luz no haya llegado” dedicado al físico inglés Stephen Hawking, autor de A Brief History of Time, contiene una preocupación filosófica sobre la esencia de la vida. En ese contexto el tiempo unido a la dimensión de la luz relaciona no solo al sentido de transitoriedad que domina la vida de la humanidad sobre la tierra, sino también una conciencia más profunda e indagadora del ser: “Ahora cuando sé que la luz / no es mayor que la noche / que las estrellas mandan / sus mensajes luminosos / hacia una oscuridad / que nadie sabe si termina / descubro que somos emigrantes / de esa plenitud ausente de colores” (p. 283). Aquí el yo poético se plantea el sentido de la vida en el tiempo y el espacio: “¿Será que los humanos nos vamos / apagando aquí / mientras nos vamos encendiendo / en otros lados?”, dice en estos versos (p. 284).  Sin embargo, no se trata de sustituir una realidad por otra ya que de algún modo el espacio mismo es un referente que le permite al poeta rescatar esa imagen cósmica del ser como una expresión de sí mismo, como una vida que coincide con la realidad de los demás. Esto es lo que en cierta forma ocurre en el poema “Un hombre condenado al sueño” (p. 285). No es casualidad que el epígrafe de Fernando Pessoa (“Y entonces, en plena vida, / es cuando el sueño  tiene grandes / funciones de cine”)  establezca una profunda relación entre lo que se narra y la figura del poeta portugués desdoblada en la del hablante poético. 

  […]
Y es
aunque no el mismo
sino él ante su imagen
un poeta ciempiés
que pisa
de cien maneras diferentes
que se rasca con quinientas uñas
y con quinientos dedos camina
por sus posibles existencias
Pessoa me hace sentir el roce de la nada
pero eso es ya sentir el roce de algo
No podría ser de alguien
  de nadie
sólo de un Pessoa que nace de mil formas

Este hombre condenado al sueño
no me deja despertar y el viaje
se alarga a una estación desconocida
donde somos fantasmas que se asustan
de sí mismos  (p. 286)
 
La imagen de Pessoa se corresponde con la del yo lírico fundiendo una vivencia compartida, pero una vivencia que nos hace sentir la soledad de quien transita imaginariamente por el pasado: “Lo siento gemir por las rúas del puerto / Aquí / entre mis manos / gemelo de mi otro / espanto que causa el abandono / de un hombre impecablemente solo” (p. 285). Esta intuición está condicionada por la luz que traspasa  la atmósfera de estos poemas. El mundo de Pessoa penetra la vida del poeta mexicano en esas zonas donde la soledad es parte de un mismo sentimiento, y donde los sueños constituyen también un elemento unificador del vasto universo de esta poesía: “Escribo la luz / pensando en la nada”, dice el verso que abre el poema titulado “El sueño es un cuchillo, una verdadera puñalada” (pp. 287-2293).  Y es que la luz equivale aquí a un modo de intuir la realidad proyectando en la escritura otra percepción de la vida: “Cada noche invento palabras / que me devuelven el tiempo perdido / pero no me dicen nadad de volver mañana” (p. 288). Y luego: “Soy parto luz y germen / de mi muerte” (p. 289). Pero uno de los poemas  más inquietantes de este  libro es “El porvenir habla de noche” (pp. 96-301). En él se proyecta una imagen estremecedora de la vida y un doloroso sentimiento de incomunicación que hace reflexionar al lector sobre el sentido de la existencia, la soledad y la incertidumbre del mundo. Para crear esta imagen desoladora el poeta se vale del “teléfono” como un hilo conductor que sostiene la estructura del texto:

   […]
  ¿No hay quien pueda contestar ese teléfono?
  ¿Qué debe responderse a un ruido
  que anuncia una pregunta?
  ¿Quién puede saber si es necesario
  despertar para salir de dudas?
  ¿Por qué atender a una señal de nadie
  que puede romper el cordón de la ausencia
  y comenzarlo todo?    (p. 297)
   
El tema de la incomunicación, el desamparo y la angustia de vida penetran esta visión poética estableciendo las coordenadas de ese mundo confuso. La presencia del yo poético trasciende el sentido del tiempo para establecer los nexos entre un ayer y un hoy que configuran la visión desoladora del poema. En la primera estrofa notamos esta realidad:

  Suena un teléfono público
  en la calle de mi casa
  desde antes de ser  lo que soy
  y lo que es hoy

El lenguaje que configura la estructura del texto reitera una “llamada” que nadie responde.  Esa llamada que se hace eco sobre si misma igual que un sonido que se quiebra como una interrogante en el vacío. Queda sólo la presencia del yo poético estremecida en un escenario donde la luz no llega, donde la soledad triunfa sobre la soledad, la incomunicación sobre la incomunicación, la oscuridad del mundo sobre la oscuridad:

   Hablo
  y en vez de hablar me escucho
  Pronuncio en silencio otro saludo
  y un saludo en silencio me contesta
  Elevo el tono inaudible de mi enojo
  ¿Qué desea? Usted es quien llama
  Quien llama es usted ¿Qué desea?   
  ¿Quién desea qué? llama es usted 
   Quien llama desea ¿Qué es usted?    (p. 298)

En ese ambiente de la ciudad el ser, paradójicamente, se ve reducido al silencio de las cosas que lo rodean. En su mirada parece buscar un destello que le augure un porvenir más humano; vislumbrar algo mucho más prometedor que la desolación del lugar donde se pierde su voz. Por eso este poema está escrito desde una experiencia que refleja la realidad de la vida frente a la soledad y la incomunicación. Un poema que pone en perspectiva la realidad de todos los que le exigimos al futuro una vida más plena donde vivamos en armonía con las fuerzas que nos unen y no frente a la indiferencia de lo que nos distancia.
  Carne de imagen es una antología que trata diversos aspectos y temas que requieren de mucho más tiempo y espacio para ser interpretados en esta reseña como exige la particular realidad de cada poema. El lector que entre en contacto con este libro se dará cuenta de lo variado y profundo de los temas que lo componen, de los elementos y del lenguaje que conforma esta visión de mundo. Y así mismo comprenderá que este imaginario poético no excluye de su centro la secreta realidad de nuestras vidas igual que la profunda visión de un sueño del que a veces se hace difícil despertar.




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Página ilustrada con obras del artista José Luis Ramírez (México, 1981).






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