terça-feira, 26 de janeiro de 2016

BENJAMIN VALDIVIA | André Breton o el dolor de los objetos


La objetualidad tiene siempre una respuesta para todo. De hecho la ciencia procura que las respuestas estén al alcance de la mano por medio de la tecnología. Así es como llegamos a escuchar la música en un aparato de sonido, vemos mediante un aparato de imágenes, degustamos a través de un aparato de sabores y amamos maquinadamente. La realidad de los objetos, de ese polo oscuro de la vida que son objetos, nos impone una condición de esclavos objetivos. Y en esa tiniebla, nos brota la insatisfacción: deseamos más (incluso más objetos), cosas que la vida externa no puede darnos ni ofrecernos. En esa atmósfera de insatisfacciones, buscamos soñar, poseer a voluntad los objetos, los cuerpos, en el sueño. André Bretón ha sintetizado el sentir de la modernidad, extendido ahora hasta la denominada postmodernidad: "El hombre, soñador sin remedio, al sentirse cada día más descontento de su sino, examina con dolor los objetos". Es entonces cuando voltea al paraíso perdido de la infancia, tierra sin compromisos ni deberes, esplendor de la facilidad y meollo del psicoanálisis. Rilke le recomendaba al joven Kappus que recurriera a su infancia para abastecerse de poesía. Huidobro señala igualmente ese reino aislado, esa tierra robinsoniana "sin leyes ni abdicación ni compromiso". Mas la infancia, como todo lo del tiempo, no dura. Bretón atisba el camino: "Aquella imaginación que no reconocía límite alguno, ya no puede ejercerse sino dentro de los límites fijados por las leyes de un utilitarismo convencional; la imaginación no puede cumplir mucho tiempo esta función subordinada, y cuando alcanza aproximadamente la edad de veinte años prefiere, por lo general, abandonar al hombre a su destino de tinieblas".
Los locos, "víctimas de su imaginación", dejan de andar sueltos por la vida. Sin embargo la locura, como imperio de la inutilidad de la imagen, no es apta para la poesía. Los locos no introducen la imaginación en la realidad: viven una realidad imaginaria, y por tanto ajena, enajenada. Pero la poesía, en tanto instauración del orden imaginario en los terrenos de lo objetual, es una tarea revolucionaria de regeneración de lo que el utilitarismo empirista ha echado a perder. La poesía se emparenta con la locura; o mejor dicho utiliza el recurso de la locura, el razonamiento de los locos, para lograr su objetivo disgregador de una materialidad fétida. Pero el poeta no es un enajenado, aunque muy bien puede ser un loco. Sobre todo un loco en el sentido que Bretón apunta: en que hace poco caso de las reconvenciones de la sociedad. La locura del poeta, como la del visionario, como la de Colón, descubre un continente en compañía de una parranda de locos, pero con "frutos reales y duraderos".
Por otra parte, asistimos al realismo. El espectáculo que nos ofrece el realismo es deplorable: como si no fuese suficiente con la presencia del objeto, de suyo aplastadora del ánimo, el realismo quiere que el objeto también impere en el arte. Platón sería ayudado por muchos espíritus nobles para expulsar a los realistas de la república ideal. Incluso alguno propondría vigilar la entrada con una espada de fuego, ingenioso mecanismo por el cual se quemaría toda obra poética que pretendiera duplicar la feroz indiferencia de los objetos. Bretón tuvo la fortuna de no sobrevivir hasta los días de la novela histórica, que se solaza no sólo con su triste figura de ser creíble, sino que cifra sus fechas y datos, teniendo como un dechado de arte el haber recurrido "directamente a los archivos y fuentes originales". La novela histórica tiene el encanto de la mascarilla fúnebre. Pero la poesía ocupada de los objetos, esa que "se alimenta incesantemente de las noticias periodísticas", es, sin duda, realista. El autor de catálogo, el que suma las descripciones sin que acontezca cosa alguna, es, sin duda, realista. Bretón ataca esas "superposiciones de imágenes de catálogo". El remedio para el utilitarismo y el realismo es el silencio. Curioso es que en ello coincidan con el maestro Eckhart. Bretón propina esta frase: "Quiero que la gente se calle tan pronto deje de sentir".
El problema fundamental en el proceder poético consiste en que ya tenemos mucho pasto en el cerebro: hay paja de todo tipo, cosas conocidas que se acumulan como los trebejos en el desván del cuerpo. Y cada nuevo conocimiento se anuda a los demás en terrible cadena hasta que nuestra experiencia presente, incluso una experiencia de placer real, se convierte en una figuración de experiencias previas. Todo está enlazado en la tragedia de lo que ya sabemos, de lo-ya-conocido. Es que "la insoportable manía de equiparar lo desconocido a lo conocido, a lo clasificable, domina los cerebros".
Una parte crucial es el hecho de que los objetos, y con ello los objetos experimentados en tanto que ya son experimentados, detienen la primicidad de la experiencia imaginaria, o al menos imaginativa. "El solo hecho de que un acto sea glosado determina que, en cierto modo, ese acto deje de producirse". El referente nulifica la fuerza poética. Y como una sociedad fincada en la ciencia requiere imponer su lógica sobre todas las conciencias, "se ha llegado a proscribir todos aquellos modos de investigación que no se conformen a los usos imperantes".
El modo privilegiado de la investigación poética es, según Bretón, el sueño. La tercera parte de la vida, al menos, está poblada de sueño. Mas al despertar se cree que el mundo objetual tiene valor, por lo que el sueño "al igual que la noche, se considera irrelevante". Invirtiendo la perspectiva común, el sueño es continuo y la vigilia resulta ser una "interferencia" del estado normal, es decir del estado de sueño. El sueño, a diferencia de la vigilia, es satisfactorio. Lo que angustia al envuelto en pesadillas es la relación que él cree que su sueño guarda con la vigilia: considera que es preciso despertar para interrumpir el sueño. Y en efecto, al despertar, eso es lo que hace. Sin embargo, no se puede negar que, como interferencia o como sea, la objetualidad también está poblando el universo. No se trata, al igual que en el caso ya mencionado de la locura, de vivir solamente sueños. No es la poesía la locura ni tampoco es el sueño; si así fuera, cualquier hijo de vecina enloquecido o soñando sería poeta. Prueba en contrario es que no lo son. La poesía, pues, no es la locura sino la irrupción de elementos de locura en una realidad avasallada a los objetos. La poesía, de modo semejante, no es el sueño sino la irrupción del sueño en la trivialidad de la vigilia. La locura y el sueño son los factores de lo maravilloso, de lo que no es vigilia utilitaria. Al decir de Bretón, "solamente lo maravilloso es bello". La existencia de una objetualidad y de una, digámosle así, oniricidad, conforman una realidad más amplia que cualquiera de ellas por separado. Esa vastedad es la suprarrealidad o surrealidad, mezcla, amplitud y tolerancia de los sectores opuestos de la parcialidad.
Los locos y los soñadores no son poetas, pero los poetas usan del sueño y la locura para su vida poética. ¿Por qué es así? Ciertamente porque ni los locos ni los que sueñan acceden a la expresión de su maravillamiento a voluntad, por su solo deseo. Y este elemento es el central: el deseo, la manera decidida de hacer de las maravillas una presencia entre la objetualidad, o dicho de otro modo, la violentación del orden de la cordura y la vigilia por el deseo maravilloso. No se refiere a una burda eroticidad desbocada, que ya bastante comprometida está con el mundo de los objetos, con el comercio y la propaganda materialista. El deseo maravilloso se acerca más al Fiat, al "hágase tu voluntad", a la potencia de la creación implantando un mundo maravilloso en las tierras baldías de un mundo denominado eufemísticamente "real".
La relación de la vida y la poesía en términos del surrealismo es encomiable. Desnos, quien es al parecer de Bretón el más surrealista de todos, "lee en sí mismo como en un libro abierto, y no se preocupa por retener las hojas que el viento de su vida se lleva". Pero Desnos, como oralista o poeta bucal, no deja rastros de una poesía escrita. Está en el mismo plano que Pitágoras o Sócrates ante sus discípulos: yo hablo de los mundos ideales en los que habito, vosotros escribid itinerarios para que un día vengan a visitar el prado supraceleste los afortunados adheridos a vuestras misteriosas páginas. Desnos discurre poesía, o mejor aún dice los poemas en su estatuto aéreo, en el puro viento efímero que rechaza todo legado a una posteridad tanto más estúpida cuanto más sólidamente real. La poesía se vive. Y se vive en el deseo, que es la transición de una irrealidad dentro de una realidad. O si se prefiere, de una realidad mayor en una menor, por lo que la presión ejercida sobre esta última acaba por hacerla fracturar. Caber lo mayor en lo menor, el arte del surrealismo.
Cuando Bretón, tras haber preparado a su lector, llama a cuentas un texto denominado Secretos del arte mágico del surrealismo, aconseja prescindir del genio y talento propios "y del genio y talento de los demás". Ese arte mágico tiene remedios para no aburrirse en sociedad, hacer discursos, escribir falsas novelas, tener éxito con una mujer ocasional y finalmente contra la muerte. Algunas cosas que se pueden hacer son: dar respuestas marginales, trasladar la ausencia de razón a la razón, mirar lo otro, sentirse dominado por una relación imperceptible entre las cosas divergentes.
Concluyamos que el surrealismo deja campo ancho a la poesía al señalar lo irrazonable de la razón, aunque otros como Reverdy propongan instaurar la razón de lo no razonable. Para Bretón, hay materia suficiente en el deseo, el sueño y la locura para un poema. Con ello se "revive exaltadamente la mejor parte de su infancia [del espíritu]". Conforme la realidad se muestra en su belleza, está en un estado maravillante. Cuando la falta de objetualidad es maravillante o cuando un objeto determinado se asocia a elementos no objetuales pero igualmente maravillantes, se tiene casi un poema. Cada cual aduce sus maneras: "Vivir y dejar de vivir son soluciones imaginarias. La existencia está en otra parte".




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Benjamin Valdivia (Aguascalientes, México, 1960). Doutor em Filosofia e Educação. Trabalhou em universidades no Canadá, Estados Unidos, Espanha e México. É membro correspondente da Academia Mexicana da Língua. Publicou poesia, novela, conto, teatro, ensaio e traduções por diversas editoras no México e em outros países. Contato: b_valdivia@hotmail.com.






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