sábado, 2 de julho de 2016

RIVERO, BAYAS, GUZMÁN | Tres lecturas de la poética de Gabriel Chávez Casazola


1. GIOVANNA RIVERO | Hágase el agua

Conocí a Gabriel Chávez Casazola durante nuestras respectivas veintenas, en situación de viaje, por llamar de algún modo a la fragilidad y determinación con que lo veía atravesar sus experiencias en aquellos años febriles de universidad, como “náufragos que balancean un fósforo/ ante la inmensidad/ desde una isla desierta”. Así mismo.
Y es que Gabriel había vivido en distintas ciudades y esa temprana transmigración le otorgaba una especie de cosmopolitismo mediterráneo –convengamos en nominar así suerte de sensibilidad múltiple que tienen los que han vivido en las distintas Bolivias y han sabido descifrar sus contradicciones culturales e, incluso, hacerlas carne, como lo haría “un coral joven, como/ una dendrita que extendiera su primer/ filo al mundo para asir el tejido”.
Eso, asir el tejido de la vida y anudarlo en la textura poética es lo que Gabriel hizo siempre. Su transitoriedad se trataba ya de algo más intenso y definitorio que una mirada de joven flâneur noventero. Gabriel, su mirada, liberaba al paisaje del embrujo barato de la cosmética y conseguía amasar la borra de los fantasmas que hacían de los lugares justamente eso, lugares, casas, esquinas, escenas de crimen. En ese sentido, no era Gabriel el que atravesaba el espacio como quien avanza del punto X al Y con la premura impaciente de la lógica, sino las ciudades que fluían vertiginosas y locas en la biografía diaria. Lo que quiero decir es que por esos años, cuando dábamos asco de tan jóvenes, Gabriel ya prefiguraba la dimensión fantasmática de su generación y esa certeza, en mi opinión, se manifiesta hoy bajo distintos relatos en la contaminación de los tiempos que nos ofrece su poética, en la que Sol, mosto, ayer, árbol o vino son los segunderos delirantes de un tiempo cuántico inagotable.
Quizás esta vocación de eternidad dinámica encontró una vía de expresión en el I-Ching. Éramos tan jóvenes, ya lo he dicho, pero nos perturbaba una incómoda pulsión de muerte. Gabriel nos leía el I-Ching y todo era verdad. A veces creo que su formulación lírica actual es hermana de esa primera estética, que comparte con los diagramas de aquel sistema de consejo y adivinación una misma urgencia vital: Poner al sujeto en el caleidoscopio de sus circunstancias y simplemente abrazarlo, sabiendo que cualquier decisión que tome será perfecta y equivocada. Abrazarlo y honrar su legítimo derecho al equívoco, fluir con él.
No me ha sorprendido, pues, que tantas cosas confluyan muchos años después, río abajo, en El agua iluminada, un libro que leo como el testimonio de un profundo aprendizaje emocional y espiritual y como una constatación de que la responsabilidad artística de Chávez Casazola pasa por la alta filosofía y a ese trabajo del alma somete su estética. Un libro en el que Gabriel parece decir “hágase el agua”, intuyendo que ahí, en su maravillosa materialidad molecular, se puede asir el tiempo, el espacio, el cardumen singular de nuestras existencias. Y es esa otra cosa que me hace tanto bien de la amistad con Gabriel, la facultad de este hombre de anudar hebras salvadoras entre el estado poético y la simple realidad. Eso debe ser vivir bien. Gabriel sabe vivir.
Y luego, en La mañana se llenará de jardineros, reconozco esa otra faceta, no por más terrenal menos mística, la faceta lúdica de Chávez Casazola, el filo de su buen humor, la capacidad de negociarle a la vida cuotas más altas de alegría por duelos más profundos y más jugados. En ese toma y daca de circunstancias, la voz poética admite, por ejemplo que le gusta “todo lo que ya no está: pájaros dodos mastodontes plesiousarios/ tigres dientes de sable/ helechos de tamaño insensato/ flores carnívoras grandiosas…” . Pero bueno, es cierto, lo que ya no está afuera, pero permanece adentro, en la memoriosa imaginación sin tiempo, es lo más lindo del mundo y Gabriel lo celebra como un niño.
Cruel, un niño a ratos cruel, debería acotar. Porque sólo esa crueldad purísima e inocente que volvemos a chupar de la savia infinita de la infancia puede reconocer en la poesía un peligro mortal, como en el poema-nana titulado “Transfusión” que cuenta así: “Quiero ir a casa, mamá dijo Pinocchio./ De noche me desangran las termitas/ con jeringas de vidrio/ y veo a un hombre insomne; dice que debo morir entre pinzas de insectos/ para que él escriba y salve/ a vaya a saber quién”.
Quizás a mí, contesto yo, con el índice en astas y ascuas (porque los poemas de Gabriel invitan a entrar). Y a otras y otros que como yo se acercan a la poesía para salvarse del miedo de ser sólo polvo, o madera, o cualquier otro material sujeto a su egoísta extinción. En la floración de estos poemas anaranjados, sea por el primer o último Sol, uno accede a esa certeza feliz que el poeta agradecido con el trópico, del que ha hecho su hogar, nos regala: que las muertes chiquititas de las cosas chiquititas, los mínimos cadáveres –de los pájaros, de las borracheras juveniles, de los años sesenta con sus criaturas rubias–, todo eso, en fin, compone un perfecto abono para cultivar un buen jardín.
Un jardín con niebla y espuma, y esas cosas necesarias para que nada sea groseramente evidente.
Y en el que yo, tensada para siempre por la contradicción irresoluble entre mi cerebro escéptico y mi corazón sediento, hallo sosiego, un contorno parecido a una respuesta, un punto tembloroso de equilibrio.
Con Gabriel, por ejemplo, puedo hablar de Dios sin sonrojarme, cuando creo y cuando odio. Cuando no hay nada en absoluto. …O sí, la vergüenza maldita de desear creer. No sé si es él o su estado poético lo que entonces sabe contenerme. Probablemente ya a mitad de viaje, celebro la existencia luminosa de este poeta elegante, dignísimo y generoso.


2. MARIALUZ ALBUJA BAYAS | El pie de eurídice y los misterios

Abrir un libro de Gabriel Chávez Casazola es ingresar a un mundo en donde todo coexiste, como ocurre en el universo, tanto en su oscuridad como en su luz, sin que los opuestos sean irreconciliables sino capaces de construir, desde las posibilidades –e imposibilidades– del lenguaje, los diversos rostros de la completitud.
Descubrí su poesía hace casi cuatro años, una tarde en la que tuve el regalo de leer El agua iluminada en su edición de La Hoguera, con algunos de sus textos traducidos al portugués por Pedro Sevylla de Juana y Nicolau Saião, y al italiano por Mariela de Marchi. Quedé inmediatamente conectada con esa manera de mirar el mundo, y desde entonces, he sido una lectora insaciable de la poesía de Gabriel.
Ahora, con la antología de su poesía publicada en Colombia con el título El pie de Eurídice (Gamar, 2014) me he encontrado con textos que no conocía junto a otros que he memorizado de tanto leerlos. Y, nuevamente, me llevan de regreso al mismo asombro que sentí al descubrir este universo poético por vez primera, como un “ fruto oscuro” que se ofrece al lector en un “ritual simplísimo”, tejiendo historias que no se cuentan dentro de la Historia, sino con sus protagonistas vistos desde una dimensión profundamente humana, dioses, diosas, Meg Ryan, el Libertador, Nixon, Eurídice, Linda Lovelace, Ingmar Bergman, María Schneider, una tal Carolina Matilde de Schleswig- Holstein-Sonderburg-Glücksburg, Ezra Pound, Argos y todos los perros de este mundo, Dios, nosotros mismos. Y, junto a la vitalidad con que aparecen estos nombres, convertidos por la gracia de la poesía en hombres y mujeres de carne y hueso, he visto aparecer también esos rincones de la casa que la convierten en una mansión, en una cabaña, en el lugar donde nos hemos construido y nos seguimos existiendo.
En los textos de Gabriel Chávez existe un universo poético que hace posible, valga la redundancia, que haya poesía. Y es que ésta no puede limitarse a un conjunto de versos. Tampoco puede estar constituida de poemas disparados en distintas direcciones, como balas en un campo desierto, e incapaces de entablar un diálogo con el lector. Las líneas que componen sus poemas son indispensables para la humanidad. Si nos faltase alguna de ellas, ya no seríamos los mismos. Eurídice ignoraría que lo mortal era su pie, no la mordida; la lluvia no podría complacerse en descubrir que quienes la escuchan sobre el patio vuelven a ser niños; pocos serían los que aprenden el idioma de las aves; y algunas tonalidades de la verdadera voz del mundo permanecerían ocultas, pues cada verso auténtico, a través del tiempo y surgido de las entrañas de cada ser que ha sabido descifrar lo esencial, es un sonido único. Dios tampoco sabría de su “estupenda equivocación al crearnos”, y la revelación del fuego no tendría los matices que Gabriel ha descubierto para ella.
Pero estos textos no se enredan solamente en lo sublime, sino que alcanzan la profundidad desde lo más mundano, “ese descapotable celeste y oro que jamás tendremos”, porque quien mira lo que no se ve y escucha lo que no se oye, logra comprender el mundo desde una dimensión que va más allá del pensamiento intelectual y que conduce a los descubrimientos que valen la pena en la experiencia de estar vivos. Tanto el “el dolor que desfiguraba la infancia” como la labor de “aliviar al mundo para transfigurarlo” sobreviven gracias a la perplejidad del niño que, asombrado, se abisma ante las constelaciones. Y ésta es la labor del poeta. De ahí que la muerte cobre vida en estos textos, donde “los muertos no nacidos fluyen siempre en el torrente de la sangra de sus madres”, lo que nos permite regresar a lo que somos aunque esto, ante los ojos de Gabriel, pueda ser muy doloroso.
Al igual que Lucía, que ha entrado en la casa y ha dicho: “hágase la luz / sin apelación a ningún significante”, Gabriel ha buscado la manera en que el lenguaje lo conecte con la vida, con su más allá y consigo mismo en esa “urgencia de llenar páginas de signos que más aprisa que la carcoma […] puedan acusar recibo de que existió el verano y existieron las cucharas y los guisos y la cama de lino feliz y el agua en la regadera”; sabe que el ser humano, a través de los tiempos, ha sobrevivido gracias a la escritura y a toda expresión humana. Por eso, en este oficio ha puesto su vida.
“¿Es la belleza la primera o la última en morir en todas las guerras que se declaran contra ella?”. El lector podrá encontrar la respuesta en la poesía de Gabriel, donde el ser humano aparece en su dimensión más honesta: la emoción que lo conecta con el cuerpo, con el alma, con las experiencias vividas y por vivir. La emoción como experiencia primordial del ser humano, al que no le bastan razones ni argumentos para amar o para odiar, para morirse o para seguir viviendo.
Felicito la iniciativa de la editorial Gamar, en Popayán, dirigida con lucidez por Felipe García Quintero y Paola Martínez. El pie de Eurídice ya es, y será, un referente de la poesía latinoamericana.



3. MÓNICA VELÁSQUEZ GUZMÁN | Habrán ojos y habrán trazos

Las palabras de Gabriel Chávez Casazola son hilos que, invisiblemente, iluminan la cotidianidad por medio de la ternura lúcida, la mirada, la memoria. El mundo de las cosas a la mano, de los enseres inmediatos, se abre a la comprensión cuando un idioma olvidado, “arcano” se deja entrever entre los objetos (marraquetas inexpresables, lápices, patios mojados de lluvia, etc.). Esa lengua, esa tenue “piel de las cosas simples” es acariciada por un nominar que, renunciando a sus escaños, sabe que el sentido se hace de a pasos, de a fragmentos, de a instantáneas. Si “la memoria es el tenue envejecer de la verdad”, esta poesía es el sitio de las apariciones donde los viejos fantasmas adquieren forma. Y aparecen en la mirada fascinada ante las pantallas (la del cine, la de las fotografías, las virtuales que nos asedian). Y aparecen cuando los hijos veneran a los muertos. Y aparecen cuando las casas (de mesas siempre grandes, de abuelos siempre vivos) se apalabran, se cierran “a su amor o a su tedio”. Lo vital es, en esta poética, la tenue persistencia de una luz.
Habrán ojos para el cielo y ojos para lo terreno; palabras que se cifran en la oración y la ofrenda o palabras que se balbucean en canto, en conversación. Nuestros poetas van y vienen entre ambas posibilidades y, a veces, como en el caso de Gabriel Chávez, nos dejan ver cómo el cielo está en la sopa que ya nadie comparte o en el patio siendo para la lluvia… nos advierten que los dioses bajaron a terreno pero también que en todo objeto hay un dios esperando realizar su grandeza. Una poesía que nos recuerda a Girondo, o más cercanamente a Mitre, en su manera de posar la mirada en lo cotidiano hasta sacarle brillo y significación. Frecuentemente, esos nimios objetos o esas irrelevantes situaciones adquieren un sentido vital fuerte y celebratorio aunque a la vez melancólico y prematuramente avejentado. Una poética que, cifrada en lo cercano, apuesta a hallar el sentido no haciéndonos extrañas las costumbres o los objetos, ni siquiera las situaciones, sino que poniéndonos lo familiar bajo la lupa del tiempo, nos deja pensar y experimentar otra vida en esta vida, por decirlo de algún modo. Mirar así el día a día instaura una actitud atenta al mundo del aquí y del ahora, atención que nos marca como seres encarnados, sujetos a la mortalidad y al asombro del mientras duremos.
Alguien, el que mira, echa de menos en la forma que alcanza otra anterior, otra dada por la edad y la memoria. Nutrida por el cine, la música, los libros y los amigos, el mirante recorre el diario vivir con cierto aire de inocencia, de natural asombro ante las cosas siendo. Pero en ese mirar niño late un mirar adulto que (se) extraña, tal vez el que no sabe cómo caber, cómo testimoniar su tiempo. Una ternura o una inocencia que “aterida, expulsada, despierta” mira la realidad con un guiño de sospecha y mucha compasión. Es decir que es en los poemas escritos, mientras se mira, donde aparece el mirante. Éste nuevo voyeur no pre-existe a la escena, más bien al mirarla aparece él mismo situado, digamos, frente al objeto. Además, mirar es en esta poética, hacer nacer la belleza:

La belleza está en los ojos del que mira, / en el preciso y precioso jaspeado del iris de sus ojos, / en el corazón de su pupila, / en las líneas nerviosas diminutas que conectan el ojo con la mente. // La belleza no está en el mundo por sí misma y para sí./ La belleza del mundo está en los ojos de los habitantes del mundo, / en la mente de los habitantes del mundo, en todos los sentidos de los habitantes del mundo / pues no hay olor sabor textura ni trinos de gorrión ni cálices de nieve /sino aquél que puede maravillarse en ellos.

Si mirar atentamente es una demanda para sostener lo vital, recordar lo visto parece un reclamo dado desde la certeza de muerte. Es decir, la vida se sostiene de un hilo, literal, y habrá que vivir atentos a esa sutileza para poder nombrarla, guardarla y reírla. Si lo bello no está de antemano instalado aguardando su registro, el mirante tampoco antecede al encuentro con lo mirado, es su asombro, su capacidad de maravillarse lo que lo trae al existir, lo que le deja mirar-se y con ello lo deja vivir. Pero los muertos, llenos de inventos, también son y están entre nosotros cuando justamente los retenemos en una imagen. Si bien el trazo es traicionero cuando lo dicta la memoria, / esa desmemoriada, esa acomodaticia; no queda más que seguir trazando, como si la mano –extensión del ojo— debiera testimoniar lo que ve para que esto siga existiendo.
Así, la voz poética afirma que cuando muera, cuando muramos todos, y se entre a la muerte con irreverente gesto y con ternura para los amados, “hacia el Todo o la nada/ (…) nada ni nadie registr(ará) en las imágenes/ ese momento / triunfal”. El lamento no radica en el dejar de vivir, sino en que no habrá un ojo testigo, uno que, trazando versos tramposos o no, deje constancia de un único triunfo, haber muerto de muerte propia. Si en la muerte ya no somos experimentadores de nuestro morir es, entre otras razones, añade Chávez, porque ninguna mirada puede devolvernos nuestro paso, nuestro gesto que, triunfal o no, entra a lo desconocido y lo hace sin imágenes.

De ahí que sea una urgencia llenar páginas de signos / que más aprisa que la carcoma / que más aprisa que el tumor puedan acusar / recibo / de que existió el verano y existieron las cucharas y los guisos / y la cama de lino feliz y el agua en la regadera / y los libros en la mesa de noche / y este que escribe / y este que escribe.

Finalmente y tal vez lo que explica cierta convivencia de la melancolía y la celebración en esta poesía es que se aspira a la comunidad de los que miran y trazan. Se forma alianza no sólo con los nacidos en su año y en su era; también con los poetas de todas las edades que acuden a sus versos como los jardineros a las ramas podadas, para renacer, para seguir significando. Grupo al que nada reúne, ni la asiduidad de los cumpleaños ni la conversa dominguera, ni las confesiones ni los intereses; esta otra comunidad imposible se sostiene de puntas en la cuerda equilibrista de no cejar en el trazo, de no renunciar a ver en el nombre más que el nominar, a ver en las piedras el mármol y a darse cabida uno mismo entre las palabras que escribe.
Poeta que recibe su tradición y la celebra; poeta que asiste a su tiempo y a sus semejantes, poeta que, a tiempo, lanza la cima y vuelve a la calle para mirar atento cualquier cosilla que alimentará el poema y los días y la memoria de sus seres queridos cuando, en su ausencia, lo lean y recuerden a alguien que una vez anhelaba los cines de antes, y recogía piedritas y cantaba. Ni cámara ni niebla –intriga el título para esta antología personal— más bien poesía de patios y de claridad.

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Gabriel Chávez Casazola (Bolivia, 1972). Poeta y periodista, considerado “una de las voces imprescindibles de la poesía boliviana actual”. Es autor de cinco libros de poesía, entre ellos El agua iluminada (La Hoguera, 2010), La mañana se llenará de jardineros (El Ángel, 2013; La Hoguera, 2014) y Aviones de papel bajo la lluvia (Valparaíso España, 2016). Se han publicado también antologías de su obra en Colombia, Ecuador, Argentina y su país, con los títulos El pie de Eurídice (Gamar, 2014), La canción de la sopa (El Ángel, 2014) y Cámara de niebla (El Suri Porfiado, 2014; Plural, 2015). Parte de su poesía se halla traducida al italiano, portugués, inglés, griego, ruso y rumano. Poemas suyos han sido incluidos en numerosas antologías internacionales y bolivianas y ha participado en encuentros, festivales y lecturas de poesía en las tres Américas y Europa. Imparte talleres y cursos de escritura creativa en poesía en su país y también los ha ofrecido en Colombia, Ecuador y México. Colabora con revistas internacionales de literatura y es columnista en suplementos literarios de su país, donde mantiene los espacios de poesía Mirabiliario y El Estante. Tiene también libros publicados en otros géneros y editó una Historia de la cultura boliviana del siglo XX premiada como Libro Mejor Editado en su país en 2009. Entre otros premios, ha recibido la Medalla al Mérito Cultural del Estado boliviano. En 2013 fue finalista del Premio Mundial de Poesía Mística Fernando Rielo.



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Organização a cargo de Floriano Martins © 2016 ARC Edições
Artista convidado | Graciela Rodo Boulanger (1935)
Imagens © Acervo Resto do Mundo
Esta edição integra o projeto de séries especiais da Agulha Revista de Cultura, assim estruturado:

1 PRIMEIRA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
2 VIAGENS DO SURREALISMO, I
3 O RIO DA MEMÓRIA, I
4 VANGUARDAS NO SÉCULO XX
5 VOZES POÉTICAS
6 PROJETO EDITORIAL BANDA HISPÂNICA
7 VIAGENS DO SURREALISMO, II
8 O RIO DA MEMÓRIA, II
9 SEGUNDA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
10 AGULHA HISPÂNICA (2010-2011)

A Agulha Revista de Cultura teve em sua primeira fase a coordenação editorial de Floriano Martins e Claudio Willer, tendo sido hospedada no portal Jornal de Poesia. No biênio 2010-2011 restringiu seu ambiente ao mundo de língua espanhola, sob o título de Agulha Hispânica, sob a coordenação editorial apenas de Floriano Martins. Desde 2012 retoma seu projeto original, desta vez sob a coordenação editorial de Floriano Martins e Márcio Simões.

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