terça-feira, 14 de fevereiro de 2017

JORGE ELIÉCER ORDÓÑEZ MUÑOZ | Carlos Fajardo Fajardo, un árbol auscultando sus raíces


Una isla en la que todo se aclara.
Hay un solo camino, el de la llegada.
El eco, sin que nadie se lo pida, toma la palabra
y con ganas aclara los misterios del mundo.

Wislawa Szymborska

He visto nacer casi todos los libros del poeta Carlos Fajardo Fajardo. Aparentemente esto me daría una ventaja para dirimir estas líneas, pero en estricto sentido es más bien una limitante porque me puede raptar perspectiva, obnubilarme el misterio, de tan cerca que he permanecido en la gestación. Sin embargo, me atrevo, inducido por rehacer el camino de los poemas, ya no como el cómplice de búsquedas y hallazgos, sino como un desprevenido lector que se lanza a los signos escurridizos, con la intención de plantear algunas hipótesis de recepción e interpretación.
En primera instancia quiero llamar la atención sobre un tópico fundacional en la literatura universal. Poetas de diversas épocas y latitudes crean su entorno, un espacio a caballo entre lo geográfico referencial y lo simbólico. Ese universo, por lo general no es muy vasto. Troya e Ítaca son pequeñas ciudadelas en las que el poeta Homero canta y cuenta –esencia de la poesía- las glorias y vicisitudes de sus héroes. Aquiles, Héctor, Patroclo, Agamenón, Paris, Menelao, no solo pelean, beben vino en generosas cráteras, se enamoran de fantasmas y asumen su hado trágico, sino que además, se definen como ciudadanos de un lugar emblemático: son troyanos, atenienses o espartanos, quieren volver a su origen, auscultar sus raíces para poder hilvanar una nueva épica, llámese Odisea o Eneida. Así en los intrincados sucesos del retorno se privilegie al héroe -Ulises y Eneas- son los espacios, Ítaca y el Lacio, los motivos esenciales para que se aúpe la poesía:

   Cuentan que Ulises, harto de prodigios
   lloró de amor al divisar su Itaca
   verde y humilde. El arte es esa Itaca
   de verde eternidad, no de prodigios
                       J.L. Borges (Arte Poética)

Más avanzados en el tiempo, con la irrupción de la novela moderna, don Quijote y Sancho Panza,  tienen como punta de lanza de su utopía caballeresca, la toma paródica de la Ínsula Barataria, donde tanto conocen de la precaria condición humana y las mezquinas mieses del poder. García Márquez en Cien Años de Soledad, esa novela tan cercana a la épica por secretos vasos comunicantes, crea la epifánica aldea de Macondo, a donde todos vuelven después de infinitas diásporas. La más notable, José Arcadio Buendía, el hijo pródigo que se va con los gitanos, le da sesenta vueltas al mundo y regresa a fundir su sangre, primero con la prima, en vibrantes malabares eróticos, y al final, con la madre, en un hilillo simbólico que retorna a su ombligo, en un llamado thanático y edípico. El árbol siempre ausculta sus raíces   
De la misma estirpe fundacional, de ese Locus Amoenus que se mira en el espejo del Locus Terríbilis, estaría Comala, en Pedro Páramo, Santa María en la saga citadina de Onetti, Santa Lucía, esa pequeñísima isla antillana en El reino del Caimito, de Derek Walcott; la Buenos Aires de principios de siglo en los cuentos de compadritos y puñales de Borges, y ante todo, en su primigenio Fervor de Buenos Aires. Y así, Yoknapatawpha Country en William Faulkner, Spoon River, de Edgar Lee Masters, donde la muerte es apenas un subterfugio para contar y cantar las andanzas humanas por esos vericuetos de la existencia. La Gran Casa de la ciudad, la ciudadela, la aldea, la isla o la provincia. Casa Grande e Senzala  y de allí a la Casa Grande en Cepeda Samudio, o La Casa de las dos palmas en Mejía Vallejo, o La Mansión de Araucaima en Mutis, hasta fluir por la misma corriente vital de la Poesía a la casa proverbial de Aurelio Arturo en su Morada al Sur, tan limítrofe con el patio de la poesía inaugural de Héctor Rojas Herazo, la misma donde algunos vivos y varios muertos deambulan a pie o en mula por La Aldea Desvelada de Horacio Benavides, o por los zaguanes habaneros de Eliseo Diego en su Calzada de Jesús del Monte:

   Las casas encendidas reinventan la infancia
   Vuelvo a esa casa con mis ruinas
   no hay nada allí para alabarme
   solo voces sumergidas en el tiempo

Sí, las mismas voces que vienen y van en los piélagos de la Poesía, desde Homero hasta Cervantes, de Dante a García Márquez, de Lee Masters hasta la casa con murciélagos e hipoteca de Lêdo Ivo, de la Isla de Patmos, donde Juan  escribía en modo surrealista el apocalipsis de la especie, hasta el escondido jardín donde se atrincheró de las turbulencias humanas la discretísima Emily Dickinson. La pequeña ciudad donde nunca pasa nada, porque el verdadero viaje es intimista; el barrio que no es otra cosa que mi casa, tu casa y la casa de un vecino elegido, con su patio, su huerta y sus alambres para orear la ropa y los vestigios:

   En las cuerdas del patio
   se balancea el llanto de un niño atardecido.
   Hasta allí sólo llega le murmullo del barrio
   donde un solitario niño juega con la arena
 
El poeta Carlos Fajardo Fajardo, heredero de esa tradición fundacional vuelve a su barrio de casas blancas, insulado en una colina con carboneros y chiminangos, murciélagos y renacuajos, grillos y culebras, pero de pronto, en ese peregrinaje se le atraviesa la casa, primero y último eslabón de su verdadero viaje: La Poesía. No es una entelequia metafísica, es el receptáculo de todo lo vivido y postergado a causa de indescifrables odiseas. De ella, al frotarla un poco con la palma de unas palabras, empiezan a salir los seres que la configuran hacia adentro y hacia afuera. En el gineceo esta la figura poderosa de la Madre, curiosamente poderosa porque es desde el silencio, desde el bajo perfil de sus oficios cotidianos y su mesura femenil que instaura su presencia, consubstancial de ausencia:

   Ella tatuaba en barro mis signos secretos
   la fragilidad de mis días
   Ella acariciaba sus  plantas como pequeños dioses
   Partera de mis palabras,
   milagro del mundo

Y de nuevo la lámpara frotada con vehemencia y profunda pasión, y van llenando el recinto, el padre, los hermanos, las cosas cotidianas en la urdimbre del hogar. Como en un juego concéntrico, la ciudad contiene al barrio, el barrio a la casa, la casa a sus seres, sus seres a sus emociones,  evocaciones y atmósferas:

    Deja en mis manos algunos signos de gratitud
    que ahora son migajas

     Y él camina entre las luciérnagas
     atrapadas en las manos del sol






Se respira una atmósfera de misterio, de música secreta y de violencia insinuada por la conflagración constante que ha vivido Colombia durante tantos años. La casa, donde la radio exultaba boleros, tangos y baladas, también dejaba la impronta del país otro, no el bucólico de veranera y torcaza, sino el de la violencia partidista primero, o la irrupción de la insurgencia en campos y ciudades, después. La casa era el tambor que amplificaba la hecatombe. A escasas cuadras de la Ínsula del viento (Rosa Blindada ediciones, Cali, Colombia, diciembre 2016) fue rodeado y acribillado un comandante guerrillero, con exuberantes pertrechos e hiperbólica logística aérea. Bárbara pero poética la historia de nuestros barrios, sus calles y sus casas:

   Mientras el país ardía entre pavesas
   esas canciones arrullaban el silencio
   hospederas del amor
   caricias del mundo

Como los habitantes de Spoon River o de Comala, estos muertos siguen vivos, son más que pavesas o recuerdos, la vida misma porque a su lado se tejió la existencia, puntada a puntada, tinto a tinto, en amaneceres lentos, en mediodías con siesta onírica, en noches con duermevela y fantasmas escondidos en los armarios con cristal de roca donde se copiaba la lluvia que caía rayo a rayo en el frágil escudo de las ventanas. Bien lo dice Arturo: los muertos viven en nuestras canciones (Rapsodia de Saulo).
En la Ínsula del Viento sopla una tensión permanente. Preciso decir que viento en griego también significa espíritu, de allí la bella síntesis de Juan en su evangelio: El viento sopla de donde quiere (Juan 3:8). Esa tensión cuyas orillas dialécticas son el Eros y el Thánatos, alberga en su puente de bambú, casi de aire, una naturaleza pródiga, de trópico con mar presentido e idealizado, con árboles y pájaros, con música de fondo –siempre la música-, con noticias aciagas, con presentimientos letales, con vacíos y agujeros negros donde reina el misterio, cifra imantada de la Poesía:
  
   De pronto entre sombras
   sale la más bella
   venciendo los anuncios de la muerte

   Se agita el verano
   los amantes lo celebran
   como demonios en celo

Hay profusión de imágenes, visuales, olfativas, connaturales a la atmósfera de ciudad tropical, barrio limítrofe entre la urbe que se estira en lontananza y el bosque montañoso que la separa del mar pero le trae, a cambio, efluvios cotidianos de brisa y de pájaros, historias de viajeros y tambores, heridas de guerra, peripecias de muchachos, olor a casa natal, a barrio primitivo con olor a geranios, a mango, a perfume de muchachas, tan etéreo como el cisne salvaje de Luis Rogelio Nogueras:

   Desde los matorrales espiábamos a las más bellas
   mientras el río les bañaba los pechos
   erectos como una bandera

Los temas recurrentes: el barrio con sus trashumantes y peleadores callejeros, sus muchachas que nos evocan los desnudos de Delvaux, por su esfumato e idealización frente al mundo prosaico, la infancia, más padecida que encantada, por una suerte de predisposición apocalíptica en cada  palabra, en cada gesto, depositados por los adultos; el amor como entelequia, como bengala tímida en la batahola de un mar embravecido, la muerte, todo el tiempo, como ese viento que sopla de donde quiere y cuando quiere, tocando cada cosa, cada rincón: el arpa en la colina, los renacuajos agonizando en su elemento, el estertor de la ciudad circundante, con su sirena y su metralla, en plena siesta de los ángeles, y siempre, siempre, la raigambre de un poeta argonauta que salió hace muchos años de su ínsula, y como Ulises o Eneas, se empecina en regresar a constatar el crecimiento de sus monstruos.



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JORGE ELIÉCER ORDÓÑEZ MUÑÓZ (Cali, Colombia, 1951). Poeta, narrador y editor. Dirige Rosa Blindada Ediciones. Página ilustrada con obras de Óscar Sanmartín (Espanha), artista invitado de esta edición de ARC.

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Agulha Revista de Cultura
Fase II | Número 24 | Fevereiro de 2017
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