segunda-feira, 13 de fevereiro de 2017

MIGUEL MÁRQUEZ | Luis Alberto Crespo: el paraíso de la aridez


Lo fijo, en tanto que hecho de polvo, de arena, ese aquí,
Carora, se borra, desaparece, se evade. Paradoja que atraviesa
toda su obra, paradoja que va radicalizándose a medida
que el poeta escribe, que el poeta vive. Crespo camina
hacia ese enfrente-siempre sin esperanza, exasperado,
buscando sólo vivir en armonía con su infierno.

Patricia Guzmán (1)

AL PRINCIPIO ERA EL VERBO | Hasta el día de hoy, la obra íntegra de Luis Alberto Crespo comienza con una ruptura, con una rajadura, con una grieta. Esta marca es la expresión del desarraigo en el que ha vivido desde que, ya en víspera del inicio de la adolescencia –fin de la infancia–, tuvo que abandonar la ciudad natal para continuar los estudios en Caracas. Este acontecimiento marcará todas sus etapas de poeta y facetas de escritor, y prolongará su presencia tanto a través de la constante y creciente importancia del mundo perdido, como de la necesidad permanente de dar con él y con el mundo recobrado. Recuperación esta que activará las posibilidades creadoras como vía de acceso a lo primordial, y hará del mundo desaparecido un paraíso no solo pasado sino también vacío, al que será esencial otorgarle basamento, raíz, solidez, apoyatura escritural, espiritualidad, memoria e invención para que despierte y reviva de lo pétreo e inmóvil y de este modo evitar la disolución que amenaza a todo lo que existe con la completa dispersión y la pérdida absoluta. Luis Alberto Crespo nace en Carora, estado Lara, República Bolivariana de Venezuela, en 1941.
Lo conozco desde que él coordinaba un taller de poesía en el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, al comienzo de los años ochenta. Allí supe de su apasionamiento, entre muchos otros, por Ungaretti, Reverdy, Montale, Char, Saint John Perse, Juan Sánchez Peláez, Ramón Palomares, Vicente Gerbasi, Alfredo Silva Estrada, Antonia Palacios, Adriano González León, Alfredo Armas Alfonzo, Miguel Otero Silva, Guillermo Meneses; le vi leer con la mayor atención los versos de los participantes; su temperamento nervioso se movía verbalmente de un lado a otro y publicaba nuestros versos en el “Papel Literario” del diario El Nacional, que dirigió por quince años a solicitud de Miguel Otero Silva. Ese Papel en Venezuela constituyó una referencia obligada, no solo en el periodismo literario, sino por lo que ocurría en las artes y las letras, la filosofía, la antropología.
Durante mucho tiempo ha sido un maestro de la poesía, alguien para quien enseñar ha sido un motivo central de una vida bien vivida. Tal vez esta vocación pedagógica le viene también de su ciudad de origen, pues es muy denso el entramado de puentes, de vías, de caminos que lo llevan desde muy temprano por el sendero de las páginas como si se tratase de una placenta, de un líquido amniótico, de una fuente primera que ha hecho tradicionalmente de Carora una ciudad especial, no solo por lo difícil que era atravesar las curvas para llegar a ese calorón en automóvil ―cuando yo la conocí, ahora es más fácil—, sino también por la fama de ciudad culta estando tan zigzagueantemente apartada, con muchos y buenos historiadores, ensayistas, poetas, músicos. ¿A qué se debe esta riqueza patrimonial? Ya lo veremos luego. Antes es preciso ubicar al poeta en el contexto en el que nace, pues estos eventos tendrán gran repercusión en una familia de periodistas y escritores, muy atenta a lo que ocurría en lo internacional y lo nacional.
En 1941 faltan cuatro largos años para el fin de ese horror que suele ser escrito en mayúsculas: la segunda guerra mundial, que significó entre setenta y cien millones de víctimas. Europa, Asia, América, África y Oceanía están en pleno conflicto. Este año en particular será recordado por dos momentos claves por sus consecuencias: la invasión de los alemanes a Rusia y el ataque de los japoneses a la Base Naval de Pearl Harbor. Hitler, Stalin, Churchill, Roosevelt, Mussolini, Hirohito, son algunas señales que resumen una hecatombe de la que el mundo pareciera haber aprendido muy poco.
En Venezuela llegamos al término del período presidencial del general Eleazar López Contreras y otro militar de los Andes ―estos en el poder desde Cipriano Castro, pasando por los infinitos 27 años del general Juan Vicente Gómez—, es nombrado presidente de la República por el Congreso Nacional, el general Isaías Medina Angarita. Cuatro años después, este será derrocado por un golpe cívico-militar, y en noviembre de 1948, otro golpe militar tumbará a don Rómulo Gallegos, quien fuera elegido presidente en las primeras elecciones directas y secretas de 1947, durando en total nueve meses en el ejercicio del poder; y desde aquí hasta 1958 Venezuela estará sometida a un decenio dictatorial que encuentra nombre en otro general andino: Marcos Evangelista Pérez Jiménez.
Estos prácticamente sesenta años de generales andinos en el poder, durante buena parte de una década más allá del siglo XX venezolano, dan cuenta de las inmensas dificultades en la construcción de una sociedad democrática, tolerante, justa y moderna. Más cuando se tiene en cuenta que esos militares contaron casi todos con el apoyo internacional; pues, con la honrosa excepción de Medina Angarita –y de Cipriano Castro por su nacionalismo―, en esas seis primeras décadas del siglo XX se entregaron a Estados Unidos y a Europa las mejores condiciones de explotación de ese hallazgo mineral que partiría en dos la historia de este país suramericano y lo convertiría en una verdadera potencia del combustible más deseado del planeta: el petróleo, o “el excremento del diablo”, para denominarlo como lo hizo Juan Pablo Pérez Alfonzo, venezolano fundador de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP).
Este “oro negro” comenzó a manar de forma industrial en la segunda década del siglo pasado (el primer pozo fue el Zumaque 1, en el estado Zulia, que data de 1914) y, según varios historiadores, fue un elemento determinante en la larga duración del régimen dictatorial del zamarro Juan Vicente Gómez Chacón, quien, rodeado de letrados positivistas de alto nivel (con la tesis, entre otras, del gendarme necesario) y con una renta petrolera que comenzó a aniquilar las formas productivas tradicionales, se mantuvo en el poder (1908-1935) con una política de hacendado benefactor con sus más allegados, con él mismo en primer lugar, y cruel con todo aquel que lo adversara. En este contexto gomecista, José Herrera Oropeza (1885-1935), abuelo materno de Luis Alberto Crespo, funda en 1919 El Diario, un periódico crítico, solidario con los más necesitados, los campesinos básicamente, difusor de las artes, que marcará un momento muy significativo en la cultura del estado Lara, y lo construye de la mano con Cecilio “Chío” Zubillaga Perera (1887-1948), ambos pertenecientes a las familias de mayor abolengo caroreño. (2)

EL DIARIO DE CARORA | José Herrera Oropeza era hijo de Flavio Herrera Oropeza (casado con su prima Beatriz Oropeza Riera), famoso y próspero hombre que ganó el respeto colectivo por su sobriedad, sentido del honor, filantropía e inversiones en obras de interés público. El diario fundado por su hijo contó con su apoyo. «Un periódico como única tierra» es una crónica de Luis Alberto Crespo que lleva por título una confesión donde la escritura y el lugar de nacimiento están fundidos en su vida. Escribe el poeta: “Y porque ando ―una y otra vez— en busca del suspiro perdido y aspiro la casa del aliento, me regreso a las cosas (las cosas también tienen su alma, asegura Virgilio en Latín y en poesía) y descubro el vacío que han dejado, en los nombres y en las apariencias, quienes difundieron a través del universo ―el universo sin principio ni fin de la calle San Juan, desde la casa de la lectura íntima hasta la casa de la lectura pública―, aquellos perfumes confundidos de loción de flor, de papel y tinta que regaron al pasar frente a mí y en el recuerdo el abuelo y el padre, los tíos y la familia toda durante la única vida que era dable vivir: la del nacimiento, cada mañana, de un periódico, de una escritura y una lectura colectivas, si perecederas apenas amainaba la inclemencia sobre sus lectores, perdurables permanecían en el destino de una ciudad y de su espíritu, en el ámbito geográfico y moral de Carora”. (3) Es importante subrayar este retorno en busca del alma de las cosas, el vacío que con el tiempo estas dejan en las formas suspendidas, necesitadas de un aliento que las reanime, las reviva; el papel y la tinta como un solo perfume que pareciera orientar a Ulises hacia la casa, y el nacimiento, la physis, la creación del mundo convertida en página diaria como espíritu y moral de una ciudad. Este es la atmósfera donde nace el poeta, en la convivencia con un diario que había sido fundado 22 años antes de su nacimiento, y al que otro escritor y periodista se incorporará y trabajará su existencia (preguntas, reflexiones, ideales, lecturas) con mística, con trabajo, me refiero a Antonio Crespo Meléndez (1906-1988), padre de Luis Alberto.
Todos estos apellidos están asociados a los mantuanos caroreños, específicamente a los godos liberales. Laureano Vallenilla Lanz, en un informe de su autoría referido en el también libro suyo Disgregación e integración. Ensayo sobre la formación de la nacionalidad venezolana, mencionó los siguientes apellidos caroreños al analizar con precisión histórica las “aristocracias u oligarquías municipales” de la Colonia en Venezuela: “los Álvarez, Riera, Oropeza, Aguinagalde, Zubillaga, Montes de Oca” (4). Familias estas que, continúa Vallenilla Lanz en otra parte del mismo libro, ya en 1691 habían puesto al rey en la necesidad de interceder para aplacar los ánimos en esa tierra árida y espinosa de Carora (cuya intranquilidad en los oficios públicos, pensamos, le producía una acuciante preocupación transoceánica); tal como lo demostró al solicitarle al Gobernador y Capitán General de la Provincia de Venezuela Marqués del Casal, lo siguiente: “De aquí en adelante vos y vuestros sucesores y aquel a quien tocase el cumplimiento de esta nuestra cédula, no conscientan que por ninguna causa, pretexto, motivo, práctica ni costumbre no usen ni tengan en un cabildo dos hermanos regimientos, padre, hijo, suegro, yerno y cuñado, sino solamente uno de ellos” (5). No sabemos a cuál de los apellidos nepóticos se refiere en particular el rey, pero podemos estar seguros de que en ese momento estaba de turno uno de los mencionados aquí por el autor de Cesarismo democrático. En todo caso, es importante este contexto familiar paterno y materno de Luis Alberto Crespo para ubicar a esta cercana gente goda en particular, liberal y crítica respecto al dogma y otros temas fundamentales (el de la tierra, por ejemplo, para mantenernos en un punto álgido), por un lado, y por otro, para tener claro un medio ambiente familiar, cultural y político que tendrá significativa repercusión en el poeta, pues formará parte de una herencia ética que este hará suya desde muy temprano.
El Diario de Carora (1919-1980) dará cuenta asimismo de las maneras en que estos escritores regionales del siglo XX venezolano interpretaban el mundo. Interpretación que viene desde el liberalismo amarillo del siglo XIX y va hacia la izquierda marxista como respuesta histórica a los estrechos límites de la caridad cristiana. Es decir, hablamos entonces de la variopinta tradición de la actual izquierda en Venezuela.
Desde otro ángulo, no es de extrañar el lugar que ocupa la religiosidad en esta ciudad, antes bien, es uno de los aspectos que la caracterizan desde hace mucho. “Ciudad levítica” (6) la llamó en 1921 el presbítero Carlos Borges por la importante cantidad de sacerdotes nacidos allí, y como “Ciudad recoleta” la mencionó el poeta Pedro Sotillo en las páginas del diario El Universal en 1933 (7) Lo cierto es que la Iglesia católica ha ocupado un espacio muy significativo desde la Colonia hasta el presente. Es decir, esta Iglesia ha ejercido gran influencia en una ciudad donde ―además de su reconocida tradición artesanal, comercial, agropecuaria― han existido desde muy antiguo una corriente ortodoxa dominante y otra crítica a esta, minoritaria pero notoria. Dos ejemplos pueden ilustrar esto: la famosa leyenda “la maldición del fraile” y el suicidio del padre Carlos Zubillaga. Casos estos que contribuyen a dibujar la atmósfera cultural donde nace y se desarrolla el diario fundado por José Herrera Oropeza, decisivo en la conformación de la sensibilidad del poeta.
La maldición del fraile consiste en el exilio de la patria chica al que fuera sometido, según la leyenda, fray Ildefonso Aguinagalde (Carora, 1792-1882), perteneciente a los apellidos más tradicionales de la localidad. Estudió en Mérida, donde se ordenó de fraile franciscano luego de estudiar Filosofía, Teología y Derecho Canónico. El asunto es que instalado en Carora para ejercer como párroco primero y dar clases de latinidad en secundaria después, profesaba una adhesión a las ideas liberales, en abierta hostilidad con la Iglesia y los patricios de su misma clase. Esta situación llegó al punto de lo intolerable cuando impartía los oficios religiosos a los difuntos, y al preguntar sobre la militancia política, si se enteraba que el occiso pertenecía al partido conservador, decía para sí: “Agua bendita perdida, alma de godo no se salva”. De este modo, los blancos “caracoloradas”, los patricios, hartos de semejante afrenta, lo sacaron del terruño en acto público vejatorio, pues entre burlas colectivas fue montado en una mula mirando hacia la cola del animal y es el momento en que para vengarse de las miserias humanas y grabar con los fuegos de la iracundia los conflictos terrenales, maldijo a los godos hasta la quinta generación. Y aunque el apellido Aguinagalde casi desapareció por completo de la comarca larense, esta terrible profanación de la santidad franciscana, lanzada a los cuatro vientos de la Guerra Federal (18591863), quedaría para siempre retumbando en la memoria de los atónitos habitantes.
El otro episodio es el del padre Carlos Zubillaga (a quien el poeta Crespo le escribe el poema “La caída del padre” (8)). El historiador Juan Páez Ávila lo describe bien: “En 1903 se produce un acontecimiento que tendrá consecuencias trascendentales en la familia Zubillaga Perera. Carlos, el hermano mayor de Chío, egresa del Seminario, consagrado sacerdote. Dos años durará en Carora, llevará al seno de la familia una concepción de la Iglesia Católica acorde con el mensaje popular de su creador e iniciará en la ciudad una confrontación doctrinaria con representantes religiosos de tendencias conservadoras, lo cual lo llevará no a la crucifixión pero sí al sacrificio, compelido por la persecución en el seno de la Iglesia. Durante los dos primeros años de permanencia en Carora, el Presbítero Carlos Zubillaga Perera hizo conocer entre sus familiares y amigos cercanos, a través de diferentes pláticas que se realizaban en su casa, lo que podría considerarse en una sociedad extremadamente cerrada y atrasada, una revolución religiosa. La Iglesia como institución al servicio de Dios y de los humildes”. (9) Continúa Páez Ávila con el relato histórico y sus consecuencias en quien fuera cofundador de El Diario de Carora, y al que le dedicó más de seiscientas páginas de estudio biográfico: “Consternado por el suicidio de su hermano, por lo que lo consideró las causas que lo condujeron a tan trágico final, Chío Zubillaga reafirmó sus principios cristianos populares e inició una campaña sin cuartel, intolerante en cierto sentido, hasta los últimos días de su vida, contra la oligarquía terrateniente y oscurantista que ocultaba su esencia anticristiana tras la rutina de persignarse e ir a misa todos los domingos y hasta todos los días. Su cristianismo, como el de su hermano el Padre Carlos, como el de Jesucristo, era de profundo contenido humano y popular, al lado de los humildes. Éstos tuvieron a lo largo de la existencia de Chío Zubillaga, un guía, un asesor, un defensor que con su verbo y su pluma contenía, frenaba atropellos de latifundistas y hasta policiales; porque Chío, armado de la verdad, de la justicia social, se hizo respetar, temer y querer según los interlocutores”. (10)
Mariano Picón Salas elaboró un dibujo inolvidable de “la conciencia de Carora”, como lo llama Luis Alberto Crespo: “Fue abogado de campesinos pobres, de gentes vejadas y despojadas por el tradicional abuso de los régulos venezolanos. Pedía para el hombre la recta y nervuda libertad del cardón. Y la gran hamaca en que don Chío preparaba sus activos sueños, imaginaba sus artículos polémicos, congregaba al humo de su cigarrillo fantasioso cortejos de nombres y sucesos venezolanos para enjuiciarlos realmente, y absolvía consultas de las gentes que le traían sus pequeños problemas de honor, trabajo o convivencia, es uno de los símbolos de la más ejemplar tradición caroreña. ¡Qué pocas cosas necesitaba don Chío para ser justo! En esta Venezuela del dispendio, del lujo extranjerista, de la riqueza recentísima y chabacana, pisaba las baldosas de su caserón de ladrillo como un gran señor campesino del siglo XVIII” (11). Y dejemos que sea este mismo fecundo ensayista de las letras venezolanas, don Mariano, quien interprete esa tradición de ciudad culta que tiene Carora, letrada como entendía esto Ángel Rama, es decir, hundida desde la colonia en los conventos, en los comercios, en los asuntos legales, en las importantes cofradías de esta región, en los libros, en las artes y en la regencia del poder, escuchemos pues: “En don Cecilio Zubillaga y en su curiosa síntesis de justicia rural y de letrado se ejemplarizaba también lo mejor y más constante de los viejos linajes caroreños. Apellidos que desde hace varios siglos aprendieron a domesticar esa tierra áspera y permanecen en ella con su frugalidad, su trabajo y su dignidad sobre los vaivenes de otra Venezuela movible e inconstante, cortesana de políticos y argonauta inescrupulosa de cualquier vellocino. En Carora se formó ―como en pocas ciudades de Venezuela― algo que muy lícitamente se pudo llamar una aristocracia celosa de su comarca y de su cultivo espiritual” (12).
De esta manera, El Diario de Carora se convirtió en un espacio para afirmar el cristianismo social, las ideas liberales, las ideas socialistas, el ideario bolivariano (independencia, soberanía, antimperialismo); denunciar arbitrariedades; apoyar a los campesinos en su toma de conciencia para reivindicar sus derechos; denunciar a los latifundistas y sus abusos; abogar por la instrucción pública y por una instrucción inteligente y creadora, no repetitiva y sumisa; promover la lectura y las artes; cultivar el estudio del pasado y valorar la memoria; estimular un pensamiento territorializado, elaborado desde aquí, conscientemente, sin duplicar a ciegas fórmulas que vienen de realidades ajenas; criticar de hecho el silencio cómplice con la barbarie castrante de la eterna dictadura gomecista; criticar el dogmatismo, el racismo, la intolerancia, el despotismo, el peculado, las supuestas superioridades de clase; insistir en la siempre postergada industrialización de la región y de Venezuela; llamar la atención hacia la impostergable necesidad de buscar las formas que hicieran posible el crecimiento de la agricultura y la ganadería; advertir sobre los problemas de un país dedicado exclusivamente a la explotación del petróleo; en fin, contribuir a la urgente modernización del país, con igualdad de derechos, con libertad de prensa, con elecciones directas y secretas. Es decir, fue un foro valiente de aire fresco que dio a sus fundadores el lugar de referencia nacional que se ganaron con perseverancia, formación, coraje, corazón y amplitud de miras para imaginar el futuro.
En la lucha por la democratización y la digna modernidad del país, este diario de provincia tiene su lugar asegurado en la historia de Venezuela. Y en buena medida, Luis Alberto Crespo, con su obra entera, sea en poesía o en prosa, se ha ocupado de que esto tampoco se olvide.

OFICIO DE HOMBRE SOLO | Si bien el desierto y la escritura están fundidos en quien escribiera el libro Rayas de lagartija, sobre todo a partir de su coexistencia con un periódico, la casa materna refrendará todavía más este binomio de la palabra y la vida.
Antonio Crespo Meléndez (hijo de los primos Pedro Crespo Meléndez y Flor María Meléndez González) fue alguien muy parecido a un monje laico: cristiano, dibujante, estudioso, celoso de la soledad, lector constante de la Biblia ―de la filosofía, de la literatura universal y venezolana―, curioso por todo lo que ocurría en el mundo, publicaba constantemente en El Diario de Carora; íntimo amigo, más bien familia, de Chío Zubillaga, melómano. Premio Nacional de Periodismo como su hijo Luis Alberto. Buena parte del día la pasaba en su amplio y altísimo cuarto, estudiando, escribiendo, escuchando música, oyendo la radio entre la biblioteca y los periódicos arrumados en columnas. Un tiempo, en 1930, vivió con la familia en El Tocuyo e hizo amistad con el grupo de artistas e intelectuales que allí se reunían: el poeta y guerrillero antigomecista Alcides Lozada, el poeta Roberto Montesinos, el poeta, político y de los primeros marxistas de Venezuela: Pío Tamayo, quien participó en la fundación del Partido Comunista Cubano (1925).
El poeta Pedro Ruiz dice sobre este escritor lo siguiente: “Fue, precisamente, Antonio Crespo Meléndez, entre los intelectuales de su generación, quien decidió permanecer en su pueblo. Pero lo hizo para estar en él y comprenderlo, para llorar su angustia antes de hacerla escritura, para escuchar al otro. Tal cual José Martí lo predicaba, con los pobres de su tierra decidió su suerte echar. Pregonaba amor y rebelión como el Jesús crucificado, y aunque ha podido habitar la fama, también le huía con fuerza militante” (13).
Entre los tantos retratos que ha escrito sobre su padre, con veneración lo recuerda siempre Luis Alberto: silencioso, ceremonioso, modesto, ritualista, entre Verlaine, Baudelaire, Rubén Darío, Dostoievski, Pascal, Rilke, Poe, Don Quijote, Unamuno, Antonio Machado, Flaubert, Villon, Keats, Juan Bosch, Mariátegui, González Prada, Ezequiel Martínez Estrada, José María Arguedas, Rulfo, Martin Luther King, Romain Rolland, Gandhi, León de Greif, Walt Whitman, Víctor Hugo, y tantos más, sobre los que escribía continuamente con profundidad y deseos de esclarecer. Y llama la atención el grupo de escritoras socialistas que leía con interés y hoy poco frecuentamos: Anna Seghers (alemana), Clorinda Matto de Turner (peruana), Concepción Arenal (española), Magda Portal (peruana), Mercedes Cabello de Carbonera (peruana), Dolores Ibárruri (la Pasionaria), Teresa Pámies (catalana), Victoria Kent (malagueña). De su autoría tenemos estos libros: Invocaciones, La última nostalgia, Oficio de hombre solo y Del tinglado humano. Precisa el poeta Crespo sobre su padre: “Su vida toda se halla en las páginas de ese cotidiano fundado por don José Herrera Oropeza. Mañana tras mañana y más allá del tiempo, suscribía rúbricas culturales, informaciones didácticas sobre los escritores y creadores de cultura de este y de cualquier mundo, y sobremanera de aquellos a los que animaba el desvelo de la justicia y la redención de la dignidad tantas veces burlada. Con igual prontitud describía en Del tinglado humano la vida de los excluidos de la sociedad de su pueblo, el viacrucis de los humillados de la desigualdad social. Practicó la pobreza franciscana, se negó a rendirse al boato, a la loa. Su amistad con Cecilio Zubillaga Perera acrecentó su sensibilidad popular y el latido de su corazón de justiciero de las causas perdidas. Fue, hasta el fin, un socialista cristiano, exactamente crístico. Despreció la nombradía. Prefirió guardarse bajo la lámpara de su habitación, teniendo por sola compañía el silencio de sus libros, la música callada de la soledad y su lápiz de escritor y dibujante” (14).
Me interesa subrayar en este momento esa alusión que hace Crespo a la música callada de la soledad, ya que esta supone la habitación donde pasaba largas horas Crespo Meléndez. Un cuarto que ha mencionado muchas veces Luis Alberto, pues no llegó a entrar en él sino ya casi en la adolescencia, por el misterio y el respeto hacia ese lugar tan especial de la casa que preservaba y mantenía a distancia la madre del poeta, Margot Herrera Oropeza. Un cuarto donde, además de lo que hemos señalado, existía una costumbre, compartida con don Chío, que consistía en utilizar las altas paredes de los espaciosos cuartos, donde pasaban la mayor parte del tiempo, como soporte para registrar las citas que más les impactaban de los libros que leían. Y esto me parece fascinante gráficamente, no solo por lo exuberante o inusual, sino por algo seguramente más significativo, por la existencia paradigmática de la letra, de la escritura; por el itinerario de las ideas, por la manera de conservar lo más importante y, a su modo, organizarlo provisionalmente, entre hallazgos y borrones, entre ideas que llegan y otras que parten. Me parece sobre todo que esto le da a la casa un valor simbólico que estará grabado en la obra de Luis Alberto Crespo. Pues esa casa en el desierto, en la aridez, en las rudezas del calor seco como dice Mariano Picón Salas, alberga la sombra femenina y hace posible la vida. La madre que está en todo lo que ocurre en esos espacios creativos que la memoria consagra y mitifica. Teniendo muy presente también lo que dice María Fernanda Palacios sobre la casa en Ifigenia, mitología de la doncella criolla, es decir, de alguna manera, sin olvidar aquello que está también presente en esa casa: “Germen y resto de la Colonia, la casa criolla no se integró del todo a la ciudad y ha permanecido un poco al margen de sus conflictos, como un refugio algo anacrónico, como una bisagra algo oxidada, que rechina cada vez que el ímpetu de los nuevos tiempos la empuja”. (15) Me interesa vincular esta valiosa observación con la casa de Crespo, con las normas (que venían de muy antiguo y resistían a su modo los nuevos tiempos), los protocolos, los límites morales, los tabúes, las prohibiciones, las negaciones, las convicciones y convenciones de larga data y eso que no se puede ver tan fácil pero que está allí en los signos menos perceptibles, pues eso que no se puede ver tan fácil está en lo que se siente, en lo que también da forma como aire cultural convertido en “oxígeno” para sus habitantes. Recorrer la casa de este poeta con la mirada arquetipal es una investigación indispensable para acceder a zonas poco vistas de esta poesía; esperemos que alguien se inicie en estos predios. Baste aquí con señalar entonces esa condición femenina, maternal y oscura, como componentes de una sensibilidad con sus limitaciones y desafíos, con sus pesadas heredades, con sus estigmas, con sus fantasmas, con sus taras, con sus fantasías, con sus tías solteras, con los retratos de familia, con los espejos, con los cuentos del linaje, con sus tristezas, con el modo colonial de la casa de los godos en el interior de Venezuela en la primera parte del siglo XX.
Pero retomemos el cuento de las citas en el cuarto de Crespo Meléndez: este relato que nos lleva a asociarlo con el cuarto famoso y fabuloso de Melquíades en Cien años de soledad (en el sentido de cómo lo ve Roberto González Echevarría en su libro Mito y archivo) (16), novela con la que no pocos puntos afines tiene alguna parte del mundo poético de Luis Alberto, especialmente en sus primeros poemarios. Pero esto no pretende ir más allá de una pincelada de aproximación a la Poesía y el Archivo en esta literatura. Por lo pronto, lo que quiero anotar aquí es que Crespo, a su regreso constante a la Carora mítica de su infancia, se encontrará muchas veces con esa casa, con ese cuarto, con esas paredes, donde la palabra ocupa un lugar de primer orden (la sociedad, el mundo, el misterio, la religión, la conciencia política, la crítica, la literatura, la poesía, la magia, el periodismo, la imaginación); con la necesidad de volver siempre al origen de la poesía para buscar la reconciliación por la palabra. Y lo diría así: una palabra, además, que encuentra en el comienzo bíblico del mundo una sentencia memorable (y justa si pensamos que estos intelectuales caroreños eran constantes lectores de la Biblia), que en este caso, además, sintetiza bien el lugar simbólico que queremos precisar para iluminar la imagen de esta pasión por el inicio: Al Principio era el Verbo. A este principio activador de lo real (amalgamado con la ciudad de origen) volverá Luis Alberto Crespo continuamente para renovarse, para renacer, para entender (se), para reconciliarse y dar cuenta de la experiencia espiritual que constituye su obra. Carora, entonces, para precisar, no solo como espacio físico, sino, sobre todo, como algo (o “alguien”) que desborda con creces, como lo hacía el río Morere cuando estaba vivo, los estrechos límites de la geografía. Darle cauce y forma a ese desbordamiento (y a esa ausencia) del origen, de las palabras, de la escritura, de las páginas, de la vida, de la casa, de la familia, quizás sea uno de los horizontes de sentido más propios y entrañables de este poeta venezolano.

EN LA CIUDAD DEL DESARRAIGO | Cuando el pueblo venezolano le da fin a la dictadura de Pérez Jiménez el 23 de enero de 1958, Luis Alberto está próximo a ingresar en la Universidad Central de Venezuela (UCV). Desde que llegó a Caracas para iniciar los estudios de secundaria, ha leído mucho en la casa del tío suyo donde vino a vivir su destierro y el encausamiento en los estudios formales que su familia veía tan difícil, pues a él lo que más le interesaba era la pintura. Llegar a ser un pintor era su deseo. No un bachiller. Cuestión esta que nada le interesaba. Y esto resultaba tan complicado para su familia como el preocupante fracaso en el colegio. Así pues, la esperanza de la capital se concentraba en que se fuera olvidando de las artes plásticas y encontrara un destino como profesional universitario. Esto será muy importante en su vida, ya que, por un lado, se va a configurar el momento de ruptura con su lugar más querido, y por otro, ingresará a estudiar el bachillerato en un liceo del centro de Caracas (el liceo Independencia) donde impartían clases destacados profesores que además eran comunistas. En ese tiempo, teniendo como guías a la pasión por la lectura, al instinto y a una correspondencia permanente con Antonio Crespo Meléndez, leyó de todo, pero recuerda especialmente su encuentro con la poesía de Vicente Gerbasi y la de Ramón Palomares, grandes poetas a quienes ha querido, leído y admirado a lo largo de su vida.
Cuando Luis Alberto cumple veinte años (1961), estamos ya en plena confrontación de la izquierda con los integrantes del Pacto de Punto Fijo (acuerdo firmado en octubre de 1958 entre los partidos Acción Democrática, el socialcristiano Copei y Unión Republicana Democrática, con exclusión del Partido Comunista, donde se diseñaron las líneas generales de lo que sería dirigir al país en los años post-dictadura perezjimenista y en línea con las expectativas y temores de los Estados Unidos en torno a un gobierno que no le despertaba la confianza y garantías del militar depuesto); confrontación que derivará en la lucha armada en Venezuela (1960-1969), pues los movimientos de izquierda consideraban que Rómulo Betancourt (presidente entre 1959 y 1964) y sus aliados habían traicionado el espíritu revolucionario que estaba presente en la salida del dictador Pérez Jiménez. Este clima insurreccional tuvo una repercusión muy intensa en todo el mundo universitario venezolano, y en este sentido, la Universidad Central se convirtió en un epicentro de primera línea. En este clima político estará el poeta estudiando derecho y periodismo; un clima que dibujó muy bien el dirigente político Juvencio Pulgar (electo presidente de la Federación de Centros Universitarios de la UCV en 1966), cuando afirmó en Abramos esta historia: “La universidad era una caja de resonancia de todo lo que ocurría”. (17)
Militante del Partido Comunista, como tantos intelectuales y artistas de su generación (aquí y en el mundo), a raíz del asesinato de la joven revolucionaria Livia Gouverneur (el primero de noviembre de 1961), Crespo publicó un poema (“El tercer frente”) en las páginas del diario El Clarín (2 de diciembre de 1962) que es bueno traer acá, pues se trata de un documento muy valioso (por desconocido y sorprendente en la forma “comprometida” de abordar un tema histórico en quien conocemos más, sobre todo, por su intimismo, contención y elusión en el decir) para ubicar por dónde iba también la vivencia del momento en los años de su formación estética y universitaria (18):

Asumo la pureza de estas llamas intervenidas por las lágrimas
en la fuente de las balas del surtidor de sangre de la ciudad
Y digo:
Livia y Oswaldo en rebelión contra la muerte
han liberado todos los amaneceres
los han retenido en sus pupilas para siempre
formando así las guerrillas del aire
Patria de rostros alzados hacia el sol
sobre los límites de la sonrisa
Por las nubes
empuñando un grito incandescente
que incendia las calles
Rudas tiene el nombre de trinchera

Ahora hasta en el aire se combate

Simultáneamente, son los años de los famosos grupos literarios de la época: Sardio, El Techo de la Ballena, Tabla Redonda, Trópico Uno, donde no participa de forma directa ―por ser más joven que los fundadores―, pero con quienes mantiene y mantendrá estrecha relación, en particular con Adriano González León, Jesús Sanoja Hernández y Gustavo Pereira.
En relación a los postulados de estos importantes movimientos, sin duda que lo marcarán varios: la ética del artista en la sociedad, el rigor estético (en oposición a los facilismo de cualquier índole), la conciencia de la escritura, la universalidad, el estudio de las poéticas contemporáneas (en particular las europeas) y la necesidad de estar a tono con los nuevos tiempos que reclamaba esa hora de cambios fundamentales en el país.
En su caso, la vuelta a sí, a su geografía espiritual, le señalan el camino de una búsqueda interior que será su signo más visible, y en el año 1968 publica su primer libro, un libro importante: Si el verano es dilatado; donde un poema que lleva por título una palabra clave en este autor (“Regreso”) creo que anuncia con precisión el destino de su obra futura en la meditación sobre el lugar, sobre el cuerpo del arraigo, sobre el tiempo:

Hermano: no vengas; las piedras crecieron,
son grandotas en la calle Contreras.
Los viejos van a salir hasta encontrarte
para enseñarte a pensar como sus muertos.
No vengas: ya no me veo en las nubes. El viento de las esquinas,
el viento que conversaba, dejó de decir cosas.
Aquí es el sol más que nunca, un gran color,
un gran color sobre uno.
Te mirarán desde los postigos. No podrás usar las ropas
de andar en los barrancos, las de dormir en las plazas,
las de irse lejos.
No vengas: encontrarás la casa partida,
curvada por la carretera de llevar reses.
Ahí mismo estarías ahora, viendo la baba verde del campanario,

atravesada por una pluma de zamuro.

Y de aquí en adelante será un escritor de entrega total a sus obsesiones, a sus pasiones. Estoy seguro de que la literatura venezolana tiene en él una experiencia espiritualmente compleja, vital y enriquecedora, con visiones que aportan sustantivas y sustanciosas escrituras al patrimonio de nuestra herencia cultural latinoamericana, herencia que es capaz de ofrecernos lecturas que hacemos nuestras en los desafíos del presente, desde esa música que viene del fondo: la imaginación, la inteligencia, el alma y la creatividad.

II
Qué sensación de vértigo la grieta que se
cree advertir. Una palabra puede ser un viaje muy largo
y duradero a cuanto nunca ocurrirá, a lo que
nunca ha de ocurrir.

Ramón Palomares (19)

EL LIENZO QUE ARDE EN LA MEMORIA | La visión del tiempo en la poesía de Luis Alberto Crespo es circular, se despliega en espirales a partir de un punto al cual vuelve una y otra vez mientras se aleja y gira en torno suyo. De este modo, cada período creativo del poeta debería leerse y estudiarse en relación con esa fuente, que no es solo un origen, sino también condición de una renovación permanente que, además, le ha impreso a su obra una destacada intensidad imaginaria y existencial (en un verso de La íntima desmesura, de 2003, leemos: “Sé que la intensidad es lo único que me contesta”). Así, circularmente, esta poesía avanza mientras da la vuelta. No es un juego de palabras, o lo es también en la dimensión del azar y la necesidad, de la aventura y el destino. Afirma Crespo en su libro de crónicas El país ausente: “Para muchos de los que de allá provienen, Carora es un adiós. Un adiós que es regreso continuo, nostalgia del ayer inencontrable. ¿No dijo Fernando Savater que la nostalgia es «buscarse donde uno ya no está»?” (20) Y lo afirma el poeta en el mismo libro desde otro ángulo: “¿Qué sería el lugar sin la palabra? ¿Dónde fijar el aquí sin la memoria? La escritura y el decir nos regresan. No nos vamos, nos devolvemos”. En un verso del libro Mediodía o nunca, publicado en 1989, leemos: “Me la paso con cosas remotas // en los ojos”.
Lo importante es el contacto con esa fábula mítica, en el mismo sentido que la entendía Cesare Pavese: “La consagración de los lugares únicos, ligados a un hecho, a una gesta, a un evento, es carácter no digo ya de la poesía, pero sí de la fábula mítica. A un lugar entre todos se le da un significado absoluto, aislándolo del mundo. Así nacieron los santuarios. Así para cada uno de nosotros los lugares de la infancia vuelven a la memoria; en ellos sucedieron cosas que los han hecho únicos y los señalan entre todos los otros en el mundo con ese sello mítico. (…) Hablamos (…) de la imagen o inspiración central, formalmente inconfundible, a la que inconscientemente tiende a volver la fantasía de todo creador, inflamándola además con su omnipresencia misteriosa. Esta imagen es mítica, en cuanto el creador vuelve siempre a ella como a algo único, que simboliza toda su experiencia. Ella es el foco central, no solo de su poesía, sino de toda su vida”. (21) Pero ese regreso al terreno de la infancia del cual fue expulsado no es solo una geografía o una historia, como hemos venido resaltando, sino que también ese lugar exterior y mítico está íntimamente vinculado con aquello que constituye otro extremo de la tierra donde se funda igualmente otra fábula, la de la incógnita de nuestra conformación como cuerpo psíquico, y donde el lugar, ahora, es ese extraño sí mismo al que atiende, escucha, interpela, interpreta, lee y persigue con la misma intensidad del afuera caroreño. Así escribe en el libro (2009): “Fui llevado a conocerme / en la orilla con una herida en el agua”, y así también lo dice en el mismo libro: “yo soy más espuela / que primera persona”. En ambos casos la situación es la de aquello que deja sensiblemente huella en la piel, traza en la constatación aguda y sorprendida de una historia corporal, viva y secreta, de un lugar, más que de presencias, de misteriosas resonancias. Me refiero a que su percepción de la vida y de las cosas está íntimamente atravesada por una mirada donde lo onírico ocupa un lugar primordial y se establece una ruptura con el orden lógico, surge el sondeo en el inconsciente, se presentan de continuo repeticiones, reiteraciones, obsesiones traumáticas y una atmósfera enigmática se deja sentir en el espacio del poema. Escribe Crespo en el libro Sé (2009): “Lo escondido no habla // grave / demasiado es su secreto / para que soportemos lo que nos niega”. Escribe Jung sobre ese enigma: “Cuando aparece el inconsciente las cosas se vuelven poco claras, no podemos verlo. El inconsciente realmente es inconsciente. No tienes objetos, no ves nada. Solo puedes hacer inferencias”. (22) Inferencias que en este caso, el de Crespo, son elaboraciones vitales en una poesía donde el desciframiento interior es un destino. Bien lo vio el maestro Fernando Paz Castillo cuando en 1978 apuntó lo siguiente sobre los primeros libros del poeta: “Hay una cierta incoherencia, natural en los recuerdos, pero que ha cultivado también y construido con ella un lenguaje poético propio, lleno de asociaciones distantes, que lo van acercando (…) al surrealismo”. (23)
Esta es una poesía traspasada por la mirada que no encuentra semejanza de rostro en el pozo donde el poeta busca su imagen, ya que la falta de correspondencia en ese intento fallido sucede porque quien mira en realidad es mirado por el agua de sí, por el otro, por lo escondido, por lo oculto, por el secreto, y donde el ser entonces es un decir. La poesía, no refleja la vida exactamente, no da con el rostro, no da con el objeto en un errar continuo, inagotable. Dice Crespo en su libro : “Yo me miraba / en el pozo // estuve hondo / pero no supe reflejarme // no logré / parecerme // a lo que por mí el agua / contemplaba”. De esta manera, lo que se entendía como poesía del paisaje (o de las afecciones del sujeto poético) en el naturalismo ilustrado o romántico, se enrarece, adelgaza y se quiebra en una contemporaneidad sin poeta optimista que la copie y la transcriba. En la significativa nota de contratapa escrita por Adriano González León para el libro Si el verano es dilatado (1968) podemos leer lo siguiente: “[este poemario] no tiene otros motivos de encantamiento sino la duración calcinada de los fantasmas que lo recorren”. (24) En ese mismo comentario González León hace referencia a lo especifico del libro en nuestra tradición literaria y lo destaca como ejemplo de los nuevos tiempos del arte poético en este país: “Hay aquí un universo poético que no tenía antecedentes en la poesía venezolana. Hay además una pista, una salida y una respuesta a la necesidad de culminar el trabajo creador de los últimos tiempos”. Lo que me interesa es colocar la obra de Luis Alberto referida desde sus inicios por una fuerza interior indisoluble con el desafío contemporáneo (que suele caracterizarse en general con temas como: el doble, lo fantasmático. el desarraigo, la locura, lo fragmentario, lo abierto, lo inconcluso, lo monologante) y con una escritura que viene a marcar una ruptura en relación con la poesía telúrica que la precede, en la cual se ubica desde el inicio con un punto de vista muy personal y de la que irá tomando distancia.
En un ensayo suyo que consideramos imprescindible, La desaparición del paisaje en la poesía venezolana, a propósito del cuadro Cocotero de Armando Reverón (cuadro además al que se acerca con la resonancia de la poesía de José Antonio Ramos Sucre), Luis Alberto Crespo considera la obra entera de este pintor genial como rasgo de confluencia en la mirada del arte contemporáneo en este país. Escribe: “Es extraño que la voz de Proust se oiga en estos yermos hablándome de «la sensación del blanco a lo lejos, sin que sepamos si es roca o reflejo de sol»; pero lo que refiere el ojeroso del Tiempo perdido me mira en Reverón desde la costa cada vez más delgada y lo que finge de follaje, de playa, es efímero, sucede como lo desértico en todo: esa ruina de la figuración, esa suntuosidad de lo extinto. El sepia y el ocre sustentan, fundan en el vacío. El blanco, entre ellos, cede sólo ante la hilacha de la rama espinosa y la cosa corva, que es sombra nuestra o cardo en la muda duración de un tiempo y en la lentitud de la tierra sobre lo que intentamos ser entre tanta desfiguración y tanta palabra trunca, como yabo, como cují yaque o, en la tierra achispada de pringas, ortiga, retama de Leopardi”. (25) Habla Crespo y vemos cómo pone a resonar características muy suyas al analizar el cuadro: lo delgado, efímero, desértico, vacío… y es de este modo que, según le dijera a Jacobo Penzo en un magnífico documental sobre este poeta larense y su obra (26), que a diferencia de lo que podríamos pensar, “el cují”, ese garabato enmarañado, reservado y elocuente al mismo tiempo, “es el que le da forma al viento”. O lo que es lo mismo, el paisaje es obra nuestra, modificación inevitable, transformación, desfiguración sistemática de lo que tocamos, de lo que pensamos, de lo que vemos.
Asimismo, Crespo observa en la obra de Reverón (que la hace suya, la mira y siente desde sus valores) lo siguiente: «la rama espinosa y la cosa corva» son «sombra nuestra o cardo en la muda duración de un tiempo y en la lentitud de la tierra sobre lo que intentamos ser entre tanta desfiguración y tanta palabra trunca.» Lo que existe, lo que vemos al menos, son rama y cosa, materias residuales, casi sobrantes –pero elevadas a signo mayor–, y en medio, siempre en medio de la disolución del tiempo mudo, sin voz, sin señales, implacable en la orfandad que va dejando en torno a lo que pasa, a lo que deja de ser, a lo que muele; en medio de la inevitable desfiguración que por un lado nosotros mismos introducimos al acercarnos a las cosas, y por otro, la desfiguración de las cosas que fueron y que son en el tránsito hacia lo irremediable que las erosiona por dentro. Decía, que así como el cují le da forma al viento, el poeta le da forma –el poeta de la voluntad determinante de los límites en los confines del tiempo, en la devastación, en la desolación, en el caos–, el poeta le da fundamento de forma a lo que quiere preservar, a lo que es preciso que exista a través del arte. El poeta es quien le da forma al paisaje: el paisaje es nuestra sombra, y lo es «entre tanta desfiguración y tanta palabra trunca». De este modo, a la poesía de Luis Alberto Crespo podríamos leerla desde esas realidades que con fidelidad y entrega total, ha ido creando en su devenir de artista, en cuanto elaborador de formas que son lo único a lo que tenemos acceso, pero de cuyos resultados el poeta se mantiene más bien herido, distante y escéptico, tal como lo expresa en un poema de Sentimentales (1990): “Qué indiferencia / palabra // No tienes padre / ni madre / no tienes mujer / ni rostro que escuchar // Ayer pasó un fulgor / y nada brilló en tu idioma de hacha // ni siquiera la saliva // esa lengua del desierto”.

EL MEDIODÍA CONTINUO | ¿Qué nos entrega ese “gran sol” del desierto? Nos entrega los signos del desastre: una espina, un tronco quemado, una ruina, planicies desérticas, planicies ocres, los cerros agrietados y secos, el mediodía continuo. Es con estos elementos que el poeta se dispone a elaborar su paisaje, su paisaje interior, es decir, los dibujos de la interioridad, junto con la pregunta fundamental por el sentido de la vida, la vida y el recorrer de continuo los caminos de la interrogación, de la auscultación, las vías de la interioridad en la recuperación del tiempo perdido y la afirmación del tiempo recuperado. Una ontología de lo estético, de las formas sensibles (recordemos: “sucede como lo desértico en todo: esa ruina de la figuración, esa suntuosidad de lo extinto”) y a través de ellas, gracias a ellas, encontramos el lugar que nos corresponde “en la muda duración de un tiempo y en la lentitud de la tierra sobre lo que intentamos ser”. Porque es hasta allí que podemos llegar, hasta el intento, una y otra vez, el intento siempre recomenzado.
De aquí que podamos escuchar ese movimiento obsesivo de la expresión permanente, de la con-figuración constante en esta obra que no cesa nunca de intentar el desafío mayor mientras el mundo está amenazado de desintegrarse a su lado, convertido en polvo, borradura, olvido. La desmemoria como pérdida ontológica. El recuerdo como recuperación e integración. Por esto creo que estamos ante los trazos de una experiencia existencial que toma lo que sobrevive a su paso para darle forma al paisaje interior, el mismo que le da sustento de existencia (en ocre, en sepia, en negro, en lápiz). Sustento radical a una pérdida radical. Y ese paisaje trunco, fragmentario, solar, puesto a resguardo de sombra, más que un relato, da gráficamente cuenta de las apropiaciones de un instante sin comienzo ni fin. Un resplandor en la mirada. Así lo escribe en Tierramenta: “Y yo te respondo: / este paisaje no lo hago con palabras, / con la escritura de las palabras, sino con las manos en los ojos”. Y siempre fiel a su origen plástico –de la que esta poesía es deudora por denominación de origen–, a su destino de forma a partir del lienzo que arde en la memoria (Carora), acá podemos ver los dibujos de una interioridad que por momentos solo muestra suspensiones abstractas, tachaduras, borrones, en el cuaderno nervioso que recupera el grafito. Juan Liscano escribió (27) unas reflexiones sobre esta escritura que es bueno tener presentes: “[la poesía de Luis Alberto Crespo (se refería en particular a Costumbre de sequía, 1977)] se proyecta sobre un más allá ontológico, abstracto, la abstracción esencial de sí, el yo frente al sí mismo, la lejanía en lo más cercano”. (28) En todo caso, permitamos surgir, nosotros los lectores, el paisaje solar de esta poesía que bajo el cielo protector de las sombras, del techo protector de la escritura, le da un lugar posible a la formalización gracias a ese principio femenino que preserva la vida y la hace posible, así como al poema; el que le quita al sol su predominio, su poder quemante, su pretensión arrasadora y voraz sobre la tierra. Es este un principio que se difundirá redentoramente a través de la visión, la espiritualidad, la letra, los signos y las páginas.
Y sin olvidar, en este mediodía continuo, lo que dijera T. S. Eliot, que en la poesía el humano destino del artista no es otro que insistir, insistir –pero pronto, parece decir Crespo, antes que el sol se lo lleve todo―. Así lo dice él mismo: “La poesía es mi oficio, es mi pasión, pero también mi dificultad. Es difícil realmente expresar en poesía escrita lo que uno siente y piensa en palabras, y sobre todo en poesía. Porque ella es amada por el silencio. La poesía exige entonces una gran fidelidad con relación a nuestro ser, a nuestro yo, a nuestra conciencia. Ella reclama sinceridad en quien expresa poesía, por lo tanto, desconfía de la literatura. Ese es mi destino. Es más la dificultad que el placer mismo. Cuando termino de escribir un poema me siento como extenuado y sobre todo decepcionado, porque nunca es lo que quise decir, y entonces es necesario insistir, insistir. Es insistir conmigo mismo, porque yo creo que es la vía del conocimiento interior”. (29) Se trata de la escritura como desafío interrogante, como moral, como exigencia de la expresión cabal, como vaivén entre la forma y el vacío, entre la luz y la sombra, entre la conciencia y lo inconsciente, entre la casa y el desierto, entre la palabra y el silencio, entre el poema y la nada. En este compás tenso de oposiciones que se reclaman entre sí, que lo acercan también a la filosofía oriental –al taoísmo y al budismo– irán apareciendo las sucesivas modulaciones de esta obra al indagar más y más en la circunstancia existencial que la define y la nutre.

LO QUE LEEMOS NO SE VE, SE PRESIENTE | En el mismo ensayo citado sobre La desaparición del paisaje en la poesía venezolana, entre señales de cosas que fueron, entre señales de cosas que están yéndose, en el transcurrir, en la fuga de perfiles, Luis Alberto dice: “en la apariencia, en el límite de vacío y borde, la escritura no tiene con qué sostenerse: la página también aridece”. Lectura en su doble sentido, de los versos y los contextos, de las palabras y las cosas. Lecturas de oído. Escritos con la mirada. Fruto de ambas, fruto de goce del cuerpo al atajar lo más anhelado (“Cantará el ruiseñor en la cima del ansia”, cita Crespo a Jorge Guillén en el mismo ensayo indispensable). Y eso más anhelado se alcanzará, además, desde su condición primera, como lo escribe en su libro Rayas de lagartija, desde “La casa que tengo que hacer / para ir a tocar la puerta, / para ir a decir que ya llegué, / que ya vine / La casa que tengo que inventar cuando regrese”. Esta casa que tiene que inventar es la casa del tiempo, la casa del poema, la que escribirá para poder volver, para llegar a tener sitio, para poder entenderse. La arquitectura del alma, es cierto, el dibujo simbólico y material del refugio y de los posibles encuentros. Y la dibuja o los dibuja (la casa, los poemas) teniendo en cuenta, tanto en su obra poética como en su prosa, elementos fundamentales de su vida de alarife: ventanas, celosías, portones, aldabas, zaguanes, corredores, balcones, balaustres, cuarterones, aguamaniles, pilastras, cumbreras, arcones, aljibes, alares, y también las habitaciones, el cuarto del verbo, el cuarto del castigo, y además, a través de esas casas, tías solteras, espejos, fotografías, paredes altísimas, locos, gente que grita, fantasmas, espantos, silbidos, pesadillas, soledades, gatos con velas en los ojos, y sombras a contraluz.
Esta casa del poema, tan extensa como la casa caroreña de Crespo, tiene distintos espacios y distintos momentos, pero siempre la pasión creadora del poeta se manifiesta en esa intensidad por el desafío de la forma que lo lleva permanentemente de un libro al siguiente, de un registro a otro (desde uno más narrativo a otro más breve y despojado, desde un más abstracto a otro más afectivo, emocional), de un estado del alma a otro dentro de una misma búsqueda: “De nuevo vuelve Bachelard a decirme que el espacio de la casa es, aún más que el paisaje, un estado del alma”. (30) Y los libros serán justamente estados del alma verbalizados. Casas, dibujos y poemas. Andar por esa casa extensa que conforman todos los libros de Crespo, será entonces leer, como él, con él, la casa imaginaria del espíritu y encontrar: huellas, trazos, ecos, voces, montes, ventarrones, fuegos, soles, tierras, imágenes que muestran el lomo y apagan las luces. Escritura de presentimientos (“la puerta golpeando / como una campana, como un luto” nos dice en Rayas de lagartija). Campana y luto, sonido y silencio, deslinde entre la simultaneidad de las apariencias y lo que subyace, entre lo que vemos y lo que sentimos, entre lo que está y lo que se presiente. Como lo que afirma el poeta en el documental ya citado de Penzo sobre los rasgos de su difícil y fértil oficio: “Cierta entretierra, la del paisaje, la de la escritura, hace elusivo y alusivo lo real”. Pero entre uno y otro rostro, más allá de lo impreciso, está en esta poesía cortante, desconcertante, conmovedora, en la raíz de sí misma, un ímpetu sensual, integrador, reconciliador, armonizador, que trata de mantenerse cerca de los esplendores, las celebraciones y la fascinación que vivenció y perdió el poeta en su infancia, y también como vehículola sensualidad― hacia una experiencia con la “ruina de la figuración” convertida en “suntuosidad de lo extinto”. Él lo ha afirmado con claridad en el diálogo que sostuvo con Jacobo Penzo: “El paraíso de la aridez para mí tiene una epifanía. No es la pobreza, por decirlo así, del paisaje. Ese paisaje espinoso, ese paisaje lleno de ampollas, es lo que me hace tener una armonía con mi desesperación”. También lo afirma allí mismo de este modo: “Mi actitud dramática frente al mundo encuentra en esos paisajes [áridos, de tierra cuarteada] una correspondencia que, paradójicamente, me produce placidez”. Pero él también había afirmado que la página aridece. Sí, la página escrita y la que está escribiéndose. Ante la primera, si no se logra entrar en comunicación con la fuerza dormida que está bajo las letras y el lector debe despertar –diría al modo en que lo entendía Simón Rodríguez, como resucitar ideas y sentimientos– o el desencuentro convierte la lectura en tierra seca, estéril.
Lo mismo ocurre con lo que se escribe, con el poema, pues este debe poner en movimiento lo entumecido, soplar lo quieto, lo rígido, lo olvidado, hacer memoria (dice Crespo a Penzo: “El viento es lo que mueve aquello que de otra manera estaría destinado a petrificarse, a quedarse para siempre en lo uno, en lo inmóvil total”). Es preciso darle movimiento a lo inmóvil –que es la condenación del sentido, su precipicio, su barranco– o palpar el fracaso de la incapacidad para recuperar el ayer y a sí mismo (Orfeo decapitado). Bajo los libros escritos y bajo la apariencia general de lo que existe, están los seres, las cosas, las palabras, las letras, los traumas y los afectos que nos reclaman las virtudes del viento (el viento, esa manifestación del alma); ya que ellos, los libros, el presente y el pasado, precisan de la energía espiritual que les dé vida y así recuperar lo único que nos pertenece y no perderlo en la vorágine del sol y del tiempo bajo los sedimentos profusos y difusos de la ausencia y del vacío. Es la encarnación como proyecto de vida: ser esto que soy, que debo llegar a ser, y la poesía como aventura, como exploración y conocimiento dramático en el laberinto del ser y de los ecos.

III

Hay una grandeza en la pobreza

Albert Camus

LA TIERRA MÁS ANTIGUA, LA MEMORIA ARCAICA | Tierra seca, especificación geográfica, condición atmosférica, sed, dibujo, la sequedad, lo yermo, lo cuarteado. Seco es sin agua. Tierra que no engendra. Pasa un zamuro. Humo. Candela. Tierra seca. La tierra es el desierto. Y uno va al desierto, en esta poesía y en la tradición universal, y en la cristiana, a enfrentarse a la verdad y a lo atroz. Se va en busca de la revelación de lo más auténtico, a la interpelación más exigente. Es terreno para la ética, para los principios, para el aprendizaje (en esa peladura sin artilugios, escribe en Tierramenta, 2009, lo siguiente: “La pérdida de toda palabra interioriza / sosiega lo vano”, “Qué lujo servirle a los rincones”, “Nos dijeron que mostráramos nuestras llagas. / Que cuidáramos su flor. Que fuéramos de ayer. Que miráramos como el que pasa”). Diría que esta tierra, este desierto es geografía física y simbólica para el ejercicio espiritual, para el cuidado de sí, para ir en busca de la verdad, para elaborarse desde allí, para mantenerse en el lugar del contacto, para ser lo que se quiere, para no ser lo indeseable, para pensar, para filosofar, para darse forma.

Es una vía, un método, una ascética. ¿Una conducta en la renuncia? Me parece que efectivamente estamos ante la renuncia cristiana a lo aparente, a lo banal, a la vanidad. En esto le da en cierta forma continuidad al cristianismo socialista del padre, y a esa manera con que Antonio Crespo Meléndez privilegiaba la pobreza, la pobreza franciscana, junto con la justicia y la dignidad del ser humano, el desprendimiento y la generosidad. La pobreza como riqueza interior, como modestia para afirmar la compasión, la ternura, la solidaridad. La pobreza para afinar la templanza y mantenerse en el lugar que le corresponde, sin perderse en lo superfluo. Pobreza, es verdad, pero también que a través de ella se acerca al lujo del espíritu, a lo suntuoso (así lo afirma en : “Cuánto encaje luce la pobreza del agua estancada”). Parecido esto al arco que se puede dibujar, para incorporar puntos extremos en una misma obra, desde el despojamiento de su poesía hasta el barroquismo descriptivo y sensorial que puede alcanzar su prosa. Es decir, estamos entre lo esencial y el desborde, entre lo oscuro y el resplandor. Pero siempre en la palabra exigente, en la palabra fiel, en la palabra de una moral con la lealtad a sí misma, a lo que el poeta quiere expresar ―que es tan difícil. Y en este punto quiero citar a Guillermo Sucre cuando estudia la obra de Octavio Paz en La máscara, la transparencia (31), libro motivador de la reflexión y la pasión por la poesía, que me ha acompañado desde que lo conocí hace ya no pocos años y he consultado ahora con el mismo entusiasmo con que lo leo siempre. En estas palabras de Sucre sobre el poeta mexicano encuentro, en buena medida, acentuado lo que quiero decir en este aspecto: “Complejidad estética y espiritual también: disciplina de la forma y la forma como disciplina. Es así, creo, como el propio Paz lo ve. «La moral del escritor dice no está en sus temas ni en sus propósitos sino en su conducta frente al lenguaje». De manera más significativa, agrega: «En poesía la técnica se llama moral: no es una manipulación sino una pasión y un ascetismo»”. (32)
Las tierras secas, por otro lado, si fueran solo las hijas del sol implacable, serían la desolación absoluta (aunque siempre está este riesgo, tanto en lo personal como en lo colectivo). Es preciso el elemento de la redención, del movimiento, de impedir que se petrifiquen las cosas y las gentes, que se desvaloricen, que las maltraten, que las manoseen y ultrajen o que las ausente el olvido; es necesario el viento, como señalamos, ese vínculo vivificador, actualizador, que le impide a la muerte apoderarse de todo, de vaciarlo, de entumecerlo, de castrarlo. Recordemos lo que dijo Crespo un poco antes: “El viento es lo que mueve aquello que de otra manera estaría destinado a petrificarse, a quedarse para siempre en lo uno, en lo inmóvil total”. Lo petrificado, lo uno, lo inmóvil, la identidad de la muerte entonces, esa inmensa disolución. La vida es lo moviente, lo diferente, lo dinámico, lo que cambia, lo que viaja, lo que se transfigura entre fuerzas contrarias, lo que mira en la oscuridad, lo que deja de ser para seguir siendo, una cosa que es otra cosa y su gran nombre es la metáfora como encarnación de la vida entendida como phyisis, como causa primera de transformaciones infinitas. Mas todo tiende a esa rigidez, a ese entumecimiento, a esa borradura, a ese desamparo, a ese sarcófago de olvidos y miserias. Pero el viento también es el alma, el soplo, el ánima, la belleza, la armonía. La poesía será justamente la vivificación y preservación de lo que corre el riesgo de sucumbir, de desaparecer como trasto en el anonimato, en la marginación más compacta, más intratable, en la ausencia definitiva, en la desmemoria radical, y en este sentido, ser menos, mucho menos, en la enajenación, en la pérdida de la configuración humana del horizonte y del sentido.
El viento, al igual que el desierto, es un elemento clave en la sabiduría del mundo, y en esta poesía un símbolo del poema mismo y del rescate de lo viviente. El viento como metáfora del río heraclitiano, de lo uno y lo otro que es la vida, que son las cosas, que son las palabras. Las palabras dicen algo y algo más también en esa diversidad, en esa multiplicación, en esa paradójica abundancia de la tierra seca. Pues es un hecho que en esta tierra yerma, en esta inmensa soledad, pelada y cuarteada, habita una secreta magnificencia. De ahí que la poesía sea el lugar donde se accede a una fuente desconocida, como lo afirma en Tierramenta: “Lo nuestro es ruina de agua / que por estéril sacia”, o con más nitidez en el dibujo: “Toma, / acuenca lo terroso, / prueba su incierto bebedizo”. Magnificencia, decía, generosidad de la iluminación en las pinceladas, en las líneas, en la profusión visible que le da un perfil de brillo a los seres y las cosas que componen este universo verbal. Riqueza poética en el sentido de estar en lo polivalente, en lo polifacético, en lo metafórico, en su poder de viaje y transformación, de renovación que deslumbra y provoca, que complace e interroga, que muestra y esconde.
En esta poesía la vida es siempre más de lo que parece o lo que parece es siempre menos de lo que es la vida. De este modo, la poesía de Crespo es una aventura signada y cifrada, no por la sencillez –que no es nada como diría Borges– sino por una enigmática densidad en lo heterogéneo, en lo diverso, entre el olvido y la memoria, entre el sol y la sombra, entre la sensualidad y el ascetismo. Dice Luis Alberto Crespo: “Soy lo que no soy”. Es decir, lo uno implica lo otro: la luz, la oscuridad; el hombre, la mujer; la palabra, el silencio; el discurso, la enajenación; el bien, la culpa; la presencia, la ausencia. No es que estemos en una encrucijada, en una disyuntiva, ni siquiera tras la búsqueda de una síntesis. En todo caso, el afán de absoluto se da en esta poesía desde el movimiento fermentado y generado en esa oposición simultánea del sí y el no, en esa dualidad paradójica y fecunda. Y esta es la tierra del poema, un terreno imantado entre fuerzas donde la apuesta metafísica es por la vida (al hablar en un documental con Carlos Brito, le dice sobre la poesía: “Es detener en un instante la eternidad” (33)), por la perplejidad de la vida, por el arte como vía para la reconciliación y los deseables acuerdos con uno y con el mundo.
Entre lo arcano y lo contemporáneo, entre la sequía y la humedad, entre el abismo y la flor, entre lo visible y lo invisible, el poeta se mueve, se pone a andar entre estos campos de energía que son el corazón de esta poética que surge, no desde el principio de identidad, sino desde la vivencia de las paradojas de las que señalo algunas en estos versos que siguen y corresponden a varios de sus libros: “Tú vives aún; pero mi corazón hace ya tiempo / que ha muerto; de modo que sólo puede servir / a los muertos…” (epígrafe de Sófocles que colocó en Novenario, 1973), “Palabras de quedarse, de irse / pero adentro, más adentro” (Costumbre de sequía, 1976), “Lo que sé de mí es monte / cuando llego hundido” (Resolana, 1980), “Lo borrado / Me quita la voz de la boca” (Entreabierto, 1984), “Hace tiempo bajé del caballo, pero todavía no existo” (Señores de la distancia, 1988), “En mi país las piedras son más sensibles que la vida” (Mediodía o nunca, 1989), “El olvido no deja que amanezca” (Duro, 1995), “Yo soy de donde me callo” (Solamente, 1996), “Hay finalmente una sombra que nos ilumina / y una luz que nos desaparece” (Lado, 1998), “Tan cerca sobre el alambre / y tan remoto su canto” (…y ya, 2011), “Mi sombra en el agua / se entendía con la llama” (Algo es así, 2012), “No uno; no cero. No sí, no no” (epígrafe que toma de Zen Joshu para No o nadie, 2014). En esta tierra mágica, imantada, entre estas fuerzas enfrentadas, se mantiene pensando, escribiendo, dibujando, pero esencial, especial, fundamentalmente, haciendo casa, refugio, cueva, sombra, alegorías, metáforas, símbolos, poemas, y también alabanza, indagatoria, interrogación, recuperación, renacimiento, soplo, psique, aire que palpita. Haciendo equilibrio y armonía, haciendo alma, sitio en lo oscuro para el huésped. Y sitio como lo entiende Alfredo Silva Estrada al pensar esta poesía de Crespo: “Situado siempre, el poeta busca inquieto esa situación suya en el mundo que sin cesar viene a su encuentro tornándose angustiosamente elusiva, efímera, irreal en todas las presencias persistentes que conforman su entorno. Situado, el poeta tiene situación de errabundo, aunque pueda sentirse «enterrado vivo» en la aridez de su tierra que lo colma de ausencias” (34).
Con agudeza ha referido Gonzalo Ramírez, en un panorámico y comprensivo ensayo sobre la obra de Crespo, la inquietante lectura que se experimenta al leer estos poemas: “La voz del poeta nos resulta familiar y enigmática al mismo tiempo. Para este, escribir un poema no es algo que sustituye a la vida, sino que recupera su intensidad. Entre el poema y el lector se desarrolla un diálogo tentativo y exigente. En un poeta tan poderosamente visual, no deja de llamar la atención que sus imágenes por exceso de familiaridad nos terminen resultando desconocidas. Es cierto: aquí lo más inmediato acaba tornándose en un misterio. Lo próximo y lo lejano acaban por confundirse; el lector se halla ante una palabra que lo sitúa y, al mismo tiempo, lo deporta. Es como si el poeta no hiciera distinciones entre voluntad terrestre y voluntad de absoluto. Ambas solicitudes lo habitan y él no puede dejar de responderles. Por eso creo que dentro del poeta moderno que es Luis Alberto Crespo habita una memoria arcaica. Si es cierto aquello de que un individuo se compone de muchos desconocidos, uno de esos desconocidos que habita en nuestro poeta es un primitivo que solo puede aludir mediante imágenes a lo indecible que lo subyuga” (35).
En esta lectura experimentamos con frecuencia sensaciones esquivas a la conceptualización: derrumbes internos, destellos, sentencias oraculares que retumban, galopes, ratificaciones de una ausencia que parece hablar en otro idioma, palabras que excavan en la noche, palabras que duermen en el día, unos pozos de tierra muy al fondo, advertencias místicas, hundimientos puntuales, tensiones convertidas en música, hipótesis que no podemos apurar ni asir; así como la sensación de lo fugaz en lo nítido, la del deslizamiento en lo visible, la de lo corvo en ángulo incrustado, la del despiste en el rumor, la del silencio en el habla, la del diálogo con lo sobrenatural. Es decir, la complejidad de su lectura, que forma parte de ella, no viene por la dificultad que pueda ofrecer un acertijo o un texto en cuanto a su sentido, porque al leerlo uno se enfrenta a una experiencia que va mucho más allá de la comprensión de un significado. Alfredo Silva Estrada apunta “el tratamiento paradójico, maravillosamente sincopado que despierta en nuestra imaginación espacios secretos, vibrantes contradicciones” (36). Rafael Castillo Zapata escribe: “(…) la poesía de Crespo se nos presenta como una especie de viaje detenido, aventura de progresiones estáticas, circulares, donde lo que se impone, finalmente, es la idea, paradójica y perfecta, de lo inmóvil que mueve, de lo fijo que se evade” (37). En esta poesía lo prioritario no es entender, sino ser, y ser en el desafío de la desnudez radical ante lo incierto (en el poema dedicado a “Adonis”, en el hermoso libro publicado por Lumen, dice: “Yo te saludo / en nombre de la incertidumbre”) y con todo el rigor posible ser en la pregunta y en la aspiración, eso sí, de armonía, de reconciliación. Es una poesía filosófica en su preguntar por el ser, por el ser y el tiempo ciertamente (no por conceptista ni libresca); por el aliento mítico de la contemplación donde Narciso mira su rostro y el de los suyos en los espejos alucinatorios de la memoria; por la continua reflexión mallarmeana sobre el lenguaje y el mundo; por la errancia contemporánea del hombre moderno, solo, aislado, desterrado del cosmos; por su talante existencial, porque indaga desde la exposición máxima en el entorno y en sí mismo, en la aventura dramática de la vida psíquica y de la que termina y recomienza –con Heidegger, con Camus, con Sartre, pero sobre todo con la vivencia, con la experiencia, con la observación, con él desde la poesía, desde el poema. Y entiendo por poesía existencial en su caso, a la que llega hasta los límites, hasta las llamas y las llagas de la intensidad a partir de su humana y particular experiencia. No es que estemos, por un lado, ante una disertación sobre metafísica hecha en clave de versos, ni que asistamos, por otro, a la fría extracción de la piedra de la locura en un quirófano ambulatorio –pueblerino, rodeado de orates–, sino, antes bien, en cuanto a esto último, estamos en una inmersión irreversible, en el descenso a través de las grietas que se abren entre el abismo y la razón poética –no la inmersión en el extravío que adolece de puentes, de conexión, de enlaces, desparramada y sin tensión.
A veces también creo que uno ingresa por momentos en los dominios de la música atonal, en las corrientes de la concentración suspendida, cortada, interrumpida, después de abiertas las puertas de la percepción, de entender el mundo de otra forma, desde la pérdida, desde el desarraigo, desde la errancia, desde lo fragmentario, con sus sobresaltos y visiones. Traigo acá unas palabras del poeta Eleazar León cuando comentó lo siguiente sobre Costumbre de sequía, y me uno a ellas por ser palabras propicias a la hora de esclarecer lo que intento decir: “pedazos hechizados de la percepción, rotura de los actos por donde el gesto permanece, el oculto, desplazándose en su vencimiento” (38).
En esta obra, donde hasta la demencia alumbra, ya situados siempre entre dos dimensiones que se reclaman entre sí, el viaje ocupa un lugar de primer orden, el viaje del retorno al pasado, el viaje interior, el iniciático, el viaje hacia las fuentes de la imagen. El viaje y sus emisarios: el cuerpo, las palabras, el caballo, los sueños, los pájaros. Y el viaje a través de las grietas, como señalamos, es uno de ellos, pero fundamental, pues por allí entramos arqueológicamente en contacto con lo primigenio y deslumbrante de esta poesía, es decir, con los poderes oscuros y luminosos del verbo y la imaginación.

UN TIEMPO CREPUSCULAR | La escritura de Luis Alberto Crespo, desde sus inicios, le ha dado y le da relieve a las fulguraciones que vienen de un hipnótico deambular en el desierto, a las apariciones crípticas que pudieran acabar con todo de un solo golpe. De esta manera le ha dado voz a la pérdida de voz, a esa pérdida de los ejes, a ese silencio que todo el tiempo amenaza. Escribe Antonio Trujillo en el prólogo a No o nadie: “Toda la poesía de Luis Alberto Crespo es una astilla hundida en su lugar de origen. Esa obsesión por lo suyo y los suyos se convierte en cólera escrita por la mudez de lo fugaz y el afán de sostener la luz (…) Y acontece el milagro, ese decir y decir palabra a palabra hasta desquiciar el destino” (39). Aquí la ignominia se dice y se deja estar como fruto de un combate a vida o muerte. Y esto ha sido gracias a una apuesta del poeta por mantenerse en el lugar de los signos, con el diseño de los signos que le corresponden, con sus palabras, con sus caballos –esa mitología corporal del movimiento–, a trote o en carrera por la sabana o por el parque, con la salud psíquica, espiritual y material que su poesía pone de manifiesto con las cualidades de la luz, de la apariencia, y desde la que le da forma a la emoción, al sentimiento, a la nostalgia, a la belleza, a la inteligencia, a la imaginación, a la piel, esas grandes palabras del sentido de la vida que, aun en lo más escarapelado y espinoso, en lo más trágico, espiritualizan de continuo la lectura de estos poemas de Crespo. Por ello uno escucha que estos hablan, en cierto modo evidente, en cuanto cuerpos, de la sapiencia para vivir en los límites, con toda la oscuridad y la transparencia que esto supone, entre vacías tinieblas como diría aquel, y entre el desierto y los zamuros como lo dice él mismo.
Por otro lado, al leer su poesía uno se pone en contacto con otra dimensión donde el espacio, el ritmo, la sintaxis, las imágenes, todo esto da cuenta también de los ríos subterráneos de la memoria: voces que naufragan, silencios que nos tocan, abismos que vienen con oquedades, pájaros que parecen súplicas, agonías que nos silban, en fin, y en principio, las huellas de mundos que fueron y aún deambulan con sus demandas entre precarios signos, como apagados ecos, como presentimientos, como el enceguecimiento que los muertos nos producen. La lectura de su poesía, incluso con las diferencias de estos libros entre sí –pues todos de verdad conforman una misma obsesión, un solo libro–, es un arte que compromete a fondo la atención en esa placenta onírica que descubrimos a partir de lo sensorial –si cedemos a su convocatoria, si nos permitimos entrar a esta poesía con otros códigos, descentrados más bien, pero orientados en un fluir magnético–: ¿inframundos, ultramundos, mundos que andan en pena, penas que andan mudándose, mundos que se resisten, memorias indescifrables? Todo esto sin duda.
Es preciso subrayarlo y no permitir que se olvide: la poesía de Luis Alberto Crespo suele ser, como la raja que la atraviesa, la escinde, la fractura, rara y extraña, elocuente a veces y otras veces muy parca. Dice Crespo de cómo entiende su poesía y algunos rasgos de ella en la conversación con Jacobo Penzo: “Como manera de rescatar esa borradura [del olvido] está una escritura que siempre yo uso como un remedo de lo interrumpido. Mis imágenes nunca se completan. Cuando quiero decir algo me interrumpo. Hay como una especie de detenimiento en la referencia de la memoria. Confirmo la permanente fidelidad mía hacia lo más delgado, hacia la flacura, hacia lo que apenas tiene perfil, hacia lo que no convive con la sombra”. Su escritura, si la escuchamos ramificada en resonancias –en multiplicada sombra diría Antonia Palacios–, en ecos, en voces, en eso impalpable que circunda la luminosidad, que la rodea, que la sostiene incluso; si vemos cómo surgen sus frases con voluntad de cosa y se instalan ante nosotros como seres vivos; si le hacemos lugar al pensamiento poético de Crespo, podemos constatar que la extrañeza a la que asistimos responde a una visión donde encontramos al poeta órfico en sus viajes hacia adentro, hacia abajo, hacia lo oscuro, con su existencial manera de vivir el desarraigo, la circunstancia que define al hombre ante el desorden del cosmos, y siempre a la busca de Eurídice en el tiempo perdido.

LA FLOR LUJOSA EN EL PENSAMIENTO Y LA ARIDEZ | La nadificación a la que asistimos continuamente en esta poesía como producto del arrasado paisaje solar, ese inmenso vacío, y ese desafío también para encontrar la palabra que subyace, la palabra que viaja en la memoria, la palabra que impida el desastre, es una experiencia límite: o se sale bien del desenlace o se acaba en la ausencia de toda fundación. Fundido en la canícula. Esta experiencia es la experiencia del poema. Experiencia exigente por lo comprometedora, tensa porque se apuesta lo único disponible y por la circunstancia de estar en vilo de ser o desaparecer. El poema y la fiebre. La fiebre y la temperatura física y espiritual de la ciudad originaria y de la ciudad mítica. Se busca la placidez desde la nostalgia y la angustia, desde la enfermedad, desde el trauma. Se aspira al canto del ruiseñor desde la desesperación. Esta problemática es la que le imprime el carácter dramático a la vivencia de la poesía en Luis Alberto Crespo. Se corre el riesgo de no hallar, de enmudecer, de enceguecer, de enloquecer (“En las piezas de cal, mi tío, el médico, / se volvía loco, rodeado de suciedades”, escribe en Si el verano es dilatado). El que no encuentra, el devorado por el encierro, no habla. El que no dice, no piensa. El que no halla se ensucia. (El que anda sucio anda curtido de peste, sí, de “la peste” que lo convierte en sonámbulo, en fantasma.) Negaciones que están potencialmente en el núcleo de este viaje al nocturno país de la nostalgia. Así escribe en El país ausente: “La memoria busca su campanario y su esquina, su calle, su ser solo y colectivo. El tiempo los confunde, los vuelve indistintos. El tiempo y la memoria. He sentido el patio de la calle San Juan y el ventalle de la plaza cuando la tierra, como la añoranza, me regresa hacia ellos. No me dejan, no quieren mi olvido” (40).
En el animismo de Luis Alberto Crespo (leemos en un poema de , dedicado a su padre: “¿de qué lado / estaba la luz de la lámpara de tu mocedad? // todo hablaba entre las cosas”), donde la vida entera está poblada de voces, de gentes, con vida propia –y donde de lo que se trata es de aprender a escuchar, a ver, a atender, como en un práctica espiritual de rigurosa alquimia, de ascético trabajo interior, de disciplina para abrirse a lo moviente, a la multiplicidad que ronda, a las paradojas, a lo que está detrás de lo visible–. Se necesita ser fiel al destino, al llamado que nos hacen desde afuera y desde adentro y nos convierten, si somos consecuentes, en alguien más del cosmos que rueda herido en los fragmentos. La apariencia, en el sentido temporal y solo en este sentido (pues se accede a la intensidad por lo sensorial, por lo corporal, por la epidermis), es ruinosa, individual, puntual, desangelada –muchas veces desalmada–, una, inmóvil, pétrea, parca, muda, simple. Sin aura. Así le dice a Carlos Brito en el documental de la Editorial el perro y la rana : “La apariencia de realidad no es la materia con la que la poesía se queda” (41). Hace falta conectarse, entrar en el dinamismo de las corrientes metafóricas donde pensamos en la multiplicidad desde lo diverso, en las corrientes que nos buscan para nombrarse y salir de las tumbas, para resucitar (escribe el poeta: “Tal muro, fronda o ser se libran de la nada porque alguien los nombra –los escribe o los llama– y donde hubo ruina de cosa y de vida persiste, de nuevo, la apariencia de algo o de alguien. No basta la Historia para exhumar, para restaurar: otra historia –¿una intrahistoria?– anima lo que aquella, la que señala con la mayúscula, descuida o borra” (42). El poeta es un dador de vida nueva. Le quita a la muerte su predominio. A la muerte, que no es cualquier enemiga cuando quiere apurar el paso y está presente en esta obra de manera tal que la desborda y la ciñe.
La lucha en esta poesía es por la voz, por la libertad –mejor, por la liberación–, por la afirmación, por la expresión, por la celebración. Algo sombrío y siniestro esclaviza sin embargo, inhibe, castiga, somete, enloquece. Una fuerza represiva y mortal. Una amenaza latente todo el tiempo y que lleva a lo fatal –como al sacerdote Zubillaga en el significativo poema “La caída del padre” en Sì el verano es dilatado, donde se quita la vida entre prohibiciones y tabúes: “Él abajo, en la calle, / que sonó como un pozo, / y encima, en la urna / que se le volvió la sotana, el chorro de loros pasándole, llevándole su espanto”. En esta pugna, la ciudad mítica se erige como símbolo en el desierto pero también en la flor: “el silencio es flor aquí, flor inmensa” (43) y por supuesto en su misterio y la dádiva de su presencia, aunque, ante el camino recorrido, ante las preparaciones, ante la ascética del arribo a este ícono esotérico, no podemos hablar de aparición gratuita, aunque sí de revelación.
Así la llama Crespo, flor del pensamiento y la aridez. Porque en medio de ese desierto, de esa sequía, de esa aspereza, la piel de la flor (y estoy tentado a llamarla como Juan Sánchez Peláez: “una flor límpida / un lirio blanco”) se expande como aroma y como delicia, se abre como humedad encarnada, como lujo y disfrute del cuerpo:

El Divivivi y el Yabo tienen la flor de las ánimas:
la sueltan y queda parada en el aire, bailando.

Pero también la aridez se transmuta en pensamiento, decíamos, en lucidez, en idea, en imagen. De otra manera y la misma, así como la poesía se fundamenta en la atención, la conciencia iluminada e iluminante es una instancia decisiva en esta obra, pues se expresa constantemente al nacer y al construirse desde allí, pero quiero traer acá un poema muy importante de Crespo, entendido como arte poética y cuyos versos citaré a partir de aquí hasta el fin de esta segunda parte para ilustrar lo que digo. El poema de 1998 lleva por título “Una escritura por toda sombra” (44) y pasa y repasa sus temas esenciales, los puntualiza, y hace lo mismo con los libros que ha escrito en su tránsito creador hasta ese momento. Desde esa conciencia iluminada (que apunta no tanto al voluntarismo del empeño, que lo hay, sino a la cualidad inevitable de la conciencia en tanto iluminante y sorprendida, en tanto apta, preparada y cultivada, como ganada y fecunda para dar y mediar con los signos desde las grietas y el dolor) se dibujarán los días y las noches para aplacar la sed, y surgirá lo que precisa dejar huella: la unión del mundo de arriba con el mundo de abajo (“las estrellas de Orión en la piel de la culebra”), el esclarecimiento con el tiempo pasado y con el tiempo presente (“Las curvas de San Pablo ya no quedan atrás sino en el destino“), el desplazamiento entre el sueño y la vigilia (“Vivir fue desde el principio atravesar lo más enjuto en el cruce / y llegar al fin perdido”), la simultaneidad entre la palabra y el silencio (“Un pájaro canta. Pero lo que sucede es mudo”), el diálogo entre lo cotidiano y lo sobrenatural que encuentra un conducto, una vía de enlace (“La realidad era el espejo grande donde se vio muerta la madre”), la paradoja fundamental de donde emana la vida (“Por eso se parece a un reino. / Cerca se alarga un sendero. Cerca, es decir hace mucho. / No va, nos borra. No pisa, nos adentra”), el espacio construido desde una elaborada interioridad (“Si quiero hablar de lo que me es lugar en mí, / la morada en la mirada y en la memoria”), la contradicción del decir, del ser y el ventarrón que amenaza eternamente lo que existe (“Escribo para callarme. Para privarme. / Lo que leo es la tierra a las doce de la página seca: entre una y otra frase la intemperie insiste”), el desdoblamiento entre el yo y el otro (“Aquí es demasiado nadie para el yo”). Así, es necesario subrayar que uno de los rasgos que definen bien esta poesía es la aguda y puntual conciencia: “Una y otra vez, de un libro a otro, sin moverme de lo que escribo, / parado allí, en la mitad de la frase, en la mitad del día”. Es decir, constantemente, en la materia de los signos y los sueños, y en el centro fugaz, virtual, simbólico, donde se encuentran y desaparecen la vida y su reflejo, lo que queda es la palabra.
Consciente de la condición expresiva en su desempeño material, de lo que ha escrito, de las culturas de la expresión –donde se mueve a gusto, y con el buen gusto de la discreta y jubilosa erudición–, de la autenticidad como exigencia primera, de las preguntas por los recursos que la constituyen –por los límites de su desempeño, por su sentido, por su necesidad, por la herencia verbal en la que se reconoce, se cuestiona, se inventa y resurge siempre con otras modalidades dentro del mismo libro que lo obsesiona desde hace mucho. Y se ha mantenido allí, en ese temple, en ese sitio, desgarrado y con obstinado ahínco, con fervor, con pasión, con tormento, con angustia, con esplendor y belleza. Intentando siempre transfigurar esos estados de alma en escritura, lo que muchas veces no es posible por el enceguecimiento del espíritu:

Solamente solo, es decir, en la lectura de lo que no logro escribir
y me encandila en el papel, en el espejismo,
donde comienza el espíritu.
En la resolana, en el sol de la sombra, en lo entreabierto,
entre lo que callo y lo que me trago, como una orilla,
como ese alambre de lo escaso y lo carente,
más afuera, más irreal, a la sombra de la escritura,
o apenas oscuro en medio del resplandor,
el único matorral de la página y el paisaje.

Conciencia iluminada he venido diciendo para referirme a la traducción de los estados del alma, a la reflexión poética en el desierto de la página, y a la lucidez solar en el abismo. Conciencia que también señala los límites de la aventura, el deseo de alcanzar lo primordial, el principio nutricio de lo primero, del tiempo perdido. Pero, a pesar de todo lo hecho, de todo lo escrito, la necesidad de la escritura continúa intacta, invariable y eterna como el hueco que la funda. Tiene espacios, los mismos, que es necesario recorrer de nuevo, inventarlos de nuevo, porque el destino inevitable del poeta es “La mudez por toda elocuencia”, es decir, el momento de la inmolación absoluta que lo espera, porque siempre está en lo escrito la desmesura que inevitablemente lo desborda. Es una aventura que está clara de su desafío, el de la imposible transparencia –la conciencia y las palabras separan sobre todo, así lo padeció especialmente, trágicamente, la querida poeta argentina Alejandra Pizarnik–, y ciertamente es una aproximación sin descanso a la fatalidad, tal vez porque su propio impulso, esa conciencia iluminada, esa atención, esa escritura, es, conmovedora y pascalianamente (¡ah, Antonio Crespo Meléndez!), una “precaria intimidad en lo ilimitado”. Y después de todo insistir quedarán apenas algunas cosas claras como síntesis de esa eterna despedida que es el poema:

Me refugio en un nombre de escasa sílabas: Carora,
en una casa de nombre escueto: adiós.
Lo interminable es este papel sobre la mesa,
este yermo sin ni siquiera un punto final.
Y acaso deje esto en la boca:

Sí, quedarán finalmente como resumen dos palabras, once letras, un papel infinito, los dos puntos y lo omitido después de estos: lo abierto, lo callado, lo trunco, lo fragmentario, lo que no se dijo, lo que no se iluminó, lo oscuro, lo innombrable, lo irrecuperado, lo perdido, la interrogación, la pregunta, lo no resuelto, lo que definitivamente se escondió. Poesía de lo ausente, poesía de la carencia. Pero mientras, eso sí, en lo entreabierto, en la orilla, en la delgadez, en lo más afuera, en el límite entre el borde y el vacío, entre la conciencia y el inconsciente, está lo que humanamente en nuestras manos tenemos: “Una escritura por toda sombra”. Y esa faena, la entrega a la poesía, a la que Hölderlin llamara el más humilde de los menesteres, es el modo para durar, para estar vivo, para afirmarse, para ser el que se es, con el ascético y resplandeciente oficio de la reconciliación por el verbo: “Esta es mi manera de comunicarme con la poesía, y esta es mi manera de usar, de emplear, de aliarme con la poesía para expresar la traducción de esta pérdida con el paisaje interiorizado que me permite transformarlo en escritura para persistir en la vida y en el mundo” (lo dice en el documental de Penzo). Lo nuestro, parece afirmar Crespo, es una eterna despedida y una vital e infatigable traducción con las palabras para poder vivir, para poder entender, para poder estar, para poder llegar a ser lo que somos.
A diferencia de Vicente Gerbasi, que dibuja un puente integrador con la vida entre la noche de origen y la noche del destino (Venimos de la noche y hacia la noche vamos), Luis Alberto Crespo se queda más acá de la historia, más roto, más fracturado, entre retazos que inventa para vivir el mundo en su dispersión constante (“¿Qué ofrecer de nosotros sino el desconsuelo?, salmodiaba la chuchuba. / ¿Qué más lujo que la desolación?, repetía la flor amarilla”). Para él, sin embargo, en esta desolación, en esta disolución, en este descalabro, la palabra es lo que protege, “La palabra es lo último en este confín”. Tal vez por esto mismo la palabra sea lo primero (Al Principio era el Verbo). Y no está el lugar en un lado u otro, ni afuera ni adentro, está en los dos por supuesto, pero, sobre todo, el verdadero lugar es la palabra, o lo que es igual, el estado del alma en su traducción específica, tangible, material, visual, verbal. No la trascendencia metafísica de la noche gerbasiana, sino la insolación del desierto ontológico donde la escritura da sombra, es nuestra sombra, nuestro techo, nuestra precaria huella en lo ilimitado, para intentar vivir en paz. O una y otra vez intentar vivir en armonía entre el esplendor y el desconsuelo.

“UN PAÍS CON LAS MANOS Y CON EL CORAZÓN” | Si el viaje ocupa un lugar muy significativo en la poética de Luis Alberto Crespo, en sus libros de crónicas el desplazamiento por la geografía venezolana tendrá un protagonismo caracterizado por la vehemencia de adoración continua a los horizontes de su país, como por proponerse la figuración de aquello dejado de lado, al margen, en el extremo de los residuos, por el proyecto modernizador que pretendió dar un brusco salto histórico hacia el futuro colocando en el olvido el lugar de origen, la parroquia, la mancha del campo o de la urbe en ciernes por ese complejo terrible ante lo ajeno en una mentalidad desarrollista y nueva rica que predominó en buena parte del siglo XX como modelo exclusivo y excluyente en la identificación más pronta con las fantasías urbanas de ser como los americanos del norte. Este dólar perforado (y perforador en varios sentidos) le dio a la tierra y su gente poco valor, le restó la gracia y la sumió en desgracias que alcanzaron cuotas tangibles de pobreza crítica en el fin de esa mentalidad y en las arquitecturas de poder que se generaron a partir del rentismo petrolero y su injusta distribución.
El título afortunado, por elocuente, de uno de sus libros resume bien lo que quiero decir, se trata de El país ausente. Divididas sus secciones por regiones geográficas, ahí aparece el país entero, pero también están la querencia, el orgullo, la dignidad de los pueblos, sus hablas, sus sueños, sus artistas, sus historias, sus dolencias, y el barro fundador de personalidades auténticas que ofrecen arraigo y pertenencia. Los ríos profundos como diría Arguedas con insuperable belleza. Ese país ausente se expande hacia otros libros (Al filo de la palabra, La lectura común, Las hojas de las palabras), los que conforman su obra en prosa, pero siempre se habla allí desde la fascinación y la rabia, desde el encanto y el deseo de hacer justicia ante el oprobio de lo postergado y menospreciado, de darle la voz a esas multitudes ocultadas que vio hacerse visibles en su infancia y adolescencia, gracias a la mirada de Antonio Crespo Meléndez, de Chío Zubillaga, de José Herrera Oropeza. El Diario de Carora, por decirlo así, verá ensanchado su radio de acción en la obra de Luis Alberto, pero el epicentro es el mismo: un amor prodigioso, constante, subrayado, por las gentes de aquí y de sus mundos. La región, a contracorriente de las ideas predominantes, continúa convirtiéndose en eje. De allí el valor que Crespo le otorga a la crónica como género, al periodismo, a la oralidad, a los mitos, a las leyendas.
Gustavo Pereira expresa lo siguiente en el prólogo al libro que nació como producto de una pasión escrita semanal: “Semana tras semana, a lo largo de ocho años, Luis Alberto Crespo ha venido cumpliendo devotamente con estos deberes del alma, o más bien de conciencia sensible (que es así como prefiero llamarla), como otrora lo hiciera en contexto y dimensión distintos, en su humilde retiro de Chiapas, fray Bartolomé. Sábado a sábado, en el cuerpo cultural del diario El Nacional, las cuartillas de El país ausente se constituyeron desde entonces en inquebrantables brazos de una pasión en permanente despuntar o como lectura de recóndita y no obstante cercana pertenencia: una patria desconocida y preterida, surta en el portento («un país ausente, el de la gente de una tierra invisible») tan distante de cuanto dardo de pólvora o veneno le fueron y le son arrojados en tantos siglos por la contracultura y la altivez imperial para zaherirlo” (45).
De este modo también vienen a cuento los cuentos de quienes llevan la herencia de la literatura del testimonio, así lo dice Luis Alberto: “tributan sus memorias a la memoria colectiva que nutre las páginas de sus libros, de suerte que resulta grato juntar la anécdota que los conforma pues nos permite sentir la historia grande y menuda, el ayer y el instante del pueblo y la región, remedando a quien frecuenta su apariencia actual y la mira desde atrás, esto es, desde su producción en la estima, la del hombre de su lar y del país, y en la historia: la historia toda, la regional y la nacional” (46). Esta memoria colectiva, estas historias regionales, este mundo de ficciones y de anécdotas, son fuentes para indagar en esos seres que somos en uno y otro lado de nuestra geografía. La búsqueda de la poesía de Crespo se convierte aquí en la búsqueda del ser en los distintos espacios de nuestra geografía sensible (para decirlo con el término feliz de Pedro Cunill Grau). Hablamos de la tierra, mares, ríos, selvas, montañas, mesetas, lagunas, valles, sierras. Hablamos de los diversos idiomas que se modulan en las distintas regiones y de los distintos idiomas, con sus maneras de leer el universo, que hablan los pueblos originarios. Así lo escribe el poeta Crespo en Las hojas de las palabras: “Basta con leer Watunna, la epopeya de los indios yekuana, o los mitos y leyendas de los yanomami, para medir el alcance de la imaginación poética de los descendientes de los araucanos y los caribes que poblaron Venezuela siglos antes de la presencia europea” (47).
La obra en prosa de Luis Alberto Crespo es una declaración de amor a Venezuela y una exigencia de señorío para referir la vida y denunciar el vejamen, para reconciliar lo posible con la grandeza, para preservar lo valioso y denunciar la injuria, el desafecto y el desdén. Es un proyecto de país que parte del orgullo, no del complejo; de la admiración, no del desprecio; del cariño, no de la indiferencia; de la autenticidad, no de la feria de las vanidades; de la geografía propia, no de la externa; de la historia nuestra, no de la ajena. Escuchemos sus palabras a modo de oración: “Sí, sí puedo, entonces, sí puedo ser de Venezuela: yo la he visto en mí, la he transitado por mi destino, llano lejos, sierra arriba, mar perenne, de hormiga roja y musgo negro, con la selva del Dante y del Casiquiare, Carora sola, así en el cerro como en la melancolía, en la punta de Macuro y en nuestra plenitud; y tanto sendero y sus eternidades, desde mi pecho hasta Guanipa, desde mis ojos hasta los ceibos, desde mis huellas de abismo hasta Chimantá, desde mi boca en el Delta hasta su eterno comienzo en la gota de Taperapecó o a uña de pasitrote, a pie de arena y paso de monte, con la flor que cruza el río en la barca del japonés Basho y del pemón Kaikutsé, donde se moja el río con la estrella y se abre el pétalo con el incendio. Y está el hombre, cada hombre y cada mujer, los del barro y la sequía, los del viento y la espiga, los del colibrí cola de hilo y la garciola real, leyéndonos y escribiéndonos, creándose en nosotros con el conocimiento y en el suspiro. Con esto recibo esta gracia que me concede la República de 1811 y la de hoy, la misma de Neruda, que me ha hecho ser hermano del que no conozco. Amén” (48).
También es importante señalar que esta fe venezolanista se complementa con la recuperación, no ya del paraíso perdido que vimos en relación a su infancia en Carora y a su configuración espiritual, sino del país ausente. Uno y otro son movimientos de una mirada que busca impedir que la desmemoria se lo lleve todo: el arte contra la desesperación de la pérdida, la literatura contra la indiferencia, el egoísmo y el olvido; es decir, hablamos de una mirada crítica de los modos y maneras de su tiempo, de una escritura que va más allá de la superficialidad ambiental, de la hipocresía para esconder los orígenes, crítica del dinero como valor supremo y de la demagogia verbal y de la indiferencia con los otros. En tiempos de la Venezuela saudita surge esta escritura atenta, no al futuro del imaginario colectivo en cuanto a la riqueza material que supuestamente vendrá, sino fiel y exigente al llamado de sí misma, a la interioridad, al alma, a la conciencia, a la memoria, a la tierra, a sus fibras y a su gente.
En resumen, para conocer mejor la obra de Luis Alberto Crespo es muy aconsejable leer también su obra en prosa; no tan solo por ser una extensión de sus ambiciones y querencias, sino porque allí también se encuentra un nutrido campo de meditaciones sobre el tiempo, la memoria, la escritura, la geografía, la historia regional y nacional, la poesía, la sociedad, la política, la escritura propia y la de los otros.

POESÍA, DIVERSIDAD Y CRÍTICA | Además de lo escrito hasta aquí quisiera avanzar hacia el final de estas palabras preguntándome por otros elementos que resuenen en mí al leer la poesía de Luis Alberto Crespo, o mejor, cómo la entiendo hoy, la asimilo, la leo también en la actualidad, y quisiera comenzar citando a Ludovico Silva (Caracas, 1937), quien escribió lo siguiente: “La poesía es un enigma cuyo misterio no se resuelve nunca” (49). Es en esta tradición del misterio del poema donde está ubicado este poeta larense. Como él lo afirma al hablar de la poeta venezolana Ida Gramcko: “Supremo raciocinio es la poesía, porque discierne sobre lo imposible”. (50). O cuando lo ratifica al escribir sobre René Char, a quien ha traducido: “Gustó de oscurecer la claridad, hacer enigmático todo lo visible” (51) Y en muchas partes de su obra ratifica esta filiación oscura. En su caso, en su modo específico de ahondar en esta senda de aproximación sin desgaste, hay una particularidad en su comprensión de aquello a lo que llega en la raíz y las ramificaciones, como vimos: las paradojas, las contradicciones, las ambigüedades, las tensiones entre los extremos, los mandalas con sus lados confrontados, los ríos heraclitianos, y vamos a traer acá unos versos que le gustan y cita mucho del poeta Alberto Arvelo Torrealba: “¿Será lo inmóvil el potro / y lo fugaz la llanura?”. Esta manera de ver, de entender, como mostramos, es una constante en Crespo, un método a la vez que una visión, oposiciones, simultaneísmo, y en últimas, nada es algo definitivamente, es una y otra cosa, es algo y algo más o menos también, está aquí y allá, este que ves, pareciera decirnos, soy yo y también no lo soy. En esta dinámica, en esta ventisca permanente, en este movimiento, el ser es lo que surge y se manifiesta entre diversas corrientes, y no la estática fija de lo estable y quieto, sino la ebullición, el viento, el aire que impide que los seres se petrifiquen y desaparezcan, afectados de rigidez, de cosificación, por sus vetustas creencias, por sus ortodoxias, por sus prejuicios.
En esta poesía existe una tensión que trata de animar, de poner a andar, lo que pudiera entenderse como nudo de creencias que impiden la vida y sus corrientes vitales, por un lado, y por otro, la convicción de que en el fondo nada es verdadero en esa unicidad, ni bueno enteramente, ni bello tampoco. Hay una relativización sostenida en su obra, una apuesta inevitable por la diversidad, un afán por apuntar diferencias, complejidades, enigmas, misterios. Puntos de vista. Perspectivismo. Complejidades que dan lugar a la poesía como método de conocimiento y modo de conducta ante sus hallazgos.
A mi manera de entender esto, creo que la obra de Luis Alberto Crespo, en el contexto de un país al que ha conocido bien desde la herencia espiritual que lo puso en contacto con las limitaciones a la justicia y a la libertad en buena parte del siglo XX y adscribiéndose al chavismo como opción política; de la experiencia personal que lo puso en contacto con la violencia de Estado contra maneras distintas de pensar y que dio lugar a la lucha armada de la que fue testigo junto con toda una generación; del agotamiento de nociones como Modernidad, Sujeto, Razón, Verdad, Belleza, Ciencia, Poder; de la necesidad de airear permanentemente la vida con la libertad de prensa, la opinión personal, la participación protagónica en la vida colectiva, el compromiso con lo que se dice, con el alma, con la imaginación, con la creatividad, con la inclusión, con una visión del mundo más rica y más justa, esta obra se emparenta con otras, que en este país se han esforzado por abrir el panorama mental y material. En especial me gustaría acercar arbitrariamente su voz al empeño llevado adelante por, desde otro ámbito intelectual, Rigoberto Lanz (Upata, 1945), pensador venezolano que desde la Ciencias Sociales concentró sus energías en desbloquear los esquematismos de la misma izquierda para avanzar hacia terrenos más riesgosos, menos claros y tipificados, por la importancia que le daba justamente a asuntos cercanos a nuestro poeta: la diversidad, la contradicción, las dificultades epistemológicas, la necesidad de estimular y ejercer la crítica, y a partir de allí, el encuentro de opiniones divergentes que tanto estimuló Lanz en un país con una tradición profundamente antidemocrática, intolerante, violenta, esquemática, excluyente, militarista y feudal, a partir de nociones centrales que encuentro en correspondencia con las que percibo en Crespo, y permiten entenderlo en una circunstancia donde interesa la posición del hombre en el mundo como decía Max Scheller.
El horizonte abierto por Rigoberto Lanz me resulta buen interlocutor del espacio abierto por el poeta Luis Alberto Crespo, pues en ambos ha prevalecido una mirada próxima sobre el mundo y una propuesta para imaginar vivir en él de una manera mejor. Ya llegará el día de poner a dialogar los ensayos del primero con los poemas del otro, pero mientras, valga aquí la referencia a esas ideas principales en las que coinciden sin proponérselo en relación a temas que los tocan y refieren desde sus prácticas específicas, me refiero a nociones como lo abierto, lo inconcluso, lo fragmentario, la incertidumbre, la discontinuidad, el descentramiento, lo complejo, y a partir de aquí (conceptualizados en Lanz y referidos o inferidos en la obra entera de Crespo), el diálogo con uno mismo y con los demás, la crítica a lo consagrado como verdades al uso y del abuso, la palabra como conocimiento, la liberación del lenguaje, la denuncia de la dominación, la ética para afrontar el hecho de vivir entre contradicciones, divergencias y diferencias, el placer del arte, el goce de la vida, la intensidad como guía, el estudio, la memoria para no olvidar lo esencial, la independencia de criterio, el encuentro de saberes (mitología, filosofía, arte), el respeto por lo propio y por el otro, la solidaridad, la lucha contra las miserias del poder, el rechazo a los esquematismos, al despotismo, al machismo. Estos puntos son suficientes para señalar los posibles enlaces entre ambos autores y estimular los futuros acercamientos comparativos.
En este contexto, la obra de Luis Alberto Crespo, además del placer de leerla, del deslumbramiento y el goce que nos produce, nos convoca también a pensar hoy en la circunstancia por la que atravesamos en el mundo, y a pensar en nosotros de una forma más compleja, más inteligente, más rica, más sensible que las formas tradicionales, y esto, me parece, es otro motivo para leerla y releerla en Venezuela, en América Latina y más allá desde luego.
Sobre todo en momentos como los actuales (cuando la intolerancia, el dogmatismo, el racismo, la prepotencia armada y destructiva, los fanatismos religiosos y políticos, parecen tener un momento estelar en el violento escenario contemporáneo) se hace necesaria, indispensable, la lectura de los grandes maestros del espíritu y de la poesía, y la de Crespo, en particular, cuando se abren los portones que nos conducen a ella, tiene muchas cosas que decirnos para acompañarnos ―con instrumentos preciosos, sorprendentes― a los riachuelos donde se encuentran las primeras hojas de las palabras y la incógnita del destino.



NOTAS
1  Patricia Guzmán. El lugar como absoluto (Vicente Gerbasi, Ramón Palomares y Luis Alberto Crespo). Inti. Revista de Literatura Hispánica. Estados Unidos: Universidad de Providence. Número 37-38. Se puede leer en publicación digital: ‹digitalcommons.providence.edu›, [20-12-2015], página 130.
2  La Carora de la que hablo en este escrito ha sido atenta en particular a la conversación con el poeta Luis Alberto Crespo y a la labor de historiadores como Juan Páez Ávila y Luis Eduardo Cortés Riera.
3  El país ausente. Barcelona. Estado Anzoátegui. Fondo Editorial del Caribe. 2004, p.247.
4 Ver: Cesarismo democrático y otros textos. Caracas. Biblioteca Ayacucho, 1991, p. 300.
5 Disgregación e integración. Ensayo sobre la formación de la nacionalidad venezolana. En: Cesarismo democrático y otros textos. Caracas. Biblioteca Ayacucho, 1991, p. 307.
6  Luis Cortés Riera. La godarria caroreña. Una singularidad social republicana. ‹luiscortesriera.blogspot.com›, [15-05-2015].
7  Juan Páez Ávila. Chío Zubillaga: caroreño universal. Caracas. Monte Ávila Editores. 1982, p. 259.
8  Si el verano es dilatado. Mérida. Universidad de los Andes. Ediciones del Rectorado. Departamento de publicaciones. 1968.
9  Juan Páez Ávila. Chío Zubillaga: caroreño universal. Caracas. Monte Ávila Editores. 1982, p.34.
10  Juan Páez Ávila. Chío Zubillaga: caroreño universal. 1982, p. 35.
11  Suma de Venezuela. Caracas. Monte Ávila Editores. 1988, págs. 278-279.
12  Suma de Venezuela, p. 279.
13 Pedro Ruiz. En “El pueblo en su escritura”, prólogo a Antonio Crespo Meléndez. Del tinglado humano. Caracas. Casa Nacional de las Letras Andrés Bello. 2012, p. 8.
14 En contratapa a Antonio Crespo Meléndez. Del tinglado humano. Caracas. Casa Nacional de las Letras Andrés Bello. 2012.
15 Caracas. Fondo Editorial Angria. 2012, p. 25.
16 Mito y archivo: una teoría de la narrativa latinoamericana. México. Fondo de Cultura Económica, 2000.
17 Miguel Márquez. Abramos esta historia. Conversaciones políticas con Juvencio Pulgar. Caracas. Editorial el perro y la rana. 2008, pág. 57.
18 Este poema me lo dio a conocer, generosa y oportunamente, el historiador Aldemaro Barrios, investigador del Centro Nacional de Historia y Coordinador del Centro de Documentación “Memorias de la insurgencia contemporánea” del Archivo General de la Nación.
19 En: “Una ligera aproximación”. Prólogo a Luis Alberto Crespo. …y ya. Caracas. Ministerio del Poder Popular para la Cultura. 2011.
20 El país ausente. Barcelona. Estado Anzoátegui. Fondo Editorial del Caribe. 2004, p. 235.
21 Literatura y sociedad. Buenos Aires. Siglo XX Editores. 1975, p. 91.
22 Carl Gustav Jung. Entrevista de Dr. Richard Evans (Universidad de Houston). Película de Salomón Shang. 1957. (Acceso a este documento a través de Producciones Kaplan, Barcelona-España, 2007.)
23 “La poesía de Luis Alberto Crespo”. En: El Nacional. Caracas (7 de enero de 1978).
24 Mérida. Universidad de los Andes. Ediciones del Rectorado. Departamento de publicaciones. 1968.
25 ‹www.kalathos.com›.
26 Falso retrato de Luis Alberto Crespo. 46 minutos. Guión, producción y dirección: Jacobo Penzo. Caracas.
27 Quiero agradecer a Pedro Varguillas, autor de la investigación El espacio en la imagen poética de Luis Alberto Crespo, las reflexiones sobre el poeta caroreño y las referencias hemerográficas que encontré su estudio, presentado en la Escuela de Letras de la Universidad de los Andes, Mérida, como tesis de grado.
28 “Esa costumbre de sequía”. En: El Nacional. Caracas (15 de septiembre de 1977).
29 “Luis Alberto Crespo, escritor”. En: Voces y letras de Venezuela. Caracas: Centro nacional del Libro (Cenal). Rodolfo Porras es el director del documental. (Se consigue en YouTube.)
3o El país ausente. Barcelona. Estado Anzoátegui. Fondo Editorial del Caribe, 2004, p. 231.
31 México. Fondo de Cultura Económica. 2001.
32  La máscara, la transparencia. México. Fondo de Cultura Económica. 2001, p. 180.
33 “La poesía”. En: Proyecto Nacional Leer es Entender. Caracas. Fundación Editorial el perro y la rana. Colección Estrategias de Lectura. 2006. CD 2.
34 En “Prólogo” a Luis Alberto Crespo. Solamente. San Cristóbal. Edo. Táchira. 1996, p. 9.
35 En: “Lectura de Luis Alberto Crespo”, prólogo a Luis Alberto Crespo. El lugar del resplandor. Antología poética. Caracas. Monte Ávila Editores Latinoamericana / Biblioteca de Autores Venezolanos. 2007, p. XV.
36 En “Prólogo” a Solamente, p. 17.
37 En “Invitación al desierto, pasaje a la claridad”, prólogo a Luis Alberto Crespo. Como una orilla. Caracas. Monte Ávila Editores. 1991, p. 8.
38 “Costumbre de sequía”. En: El Nacional. Caracas (15 de septiembre de 1977).
39 “Palabras que hinca el infinito”. Caracas. Casa Nacional de las Letras Andrés Bello. 2014, p.9.
40 Barcelona. Estado Anzoátegui. Fondo Editorial del Caribe, 2004, p. 231.
41 “La poesía”. En: Proyecto Nacional Leer es Entender. Caracas. Fundación Editorial el perro y la rana. Colección Estrategias de Lectura. 2006. CD 2. Carlos Brito es el director del documental.
42 Barcelona. Estado Anzoátegui. Fondo Editorial del Caribe, 2004, p. 205.
43  Barcelona. Estado Anzoátegui. Fondo Editorial del Caribe, 2004, p. 245.
44 Lado. Caracas. Editorial Binev. 1998.
45 Barcelona. Estado Anzoátegui. Fondo Editorial del Caribe, 2004, págs. 8-9.
46 Barcelona. Estado Anzoátegui. Fondo Editorial del Caribe, 2004, p. 205.
47 Caracas. Monte Ávila Editores Latinoamericana. 2014, p. 398.
48 Las hojas de las palabras. Caracas. Monte Ávila Editores Latinoamericana. 2014, p. 345-346.
49 Letra y pólvora. Caracas. Fundación Ludovico Silva / Alcaldía del Distrito Metropolitano de Caracas. 2007, p. 160.
50 Al filo de las palabras. Caracas. Casa Nacional de las Letras Andrés Bello. 2011, p. 239.
51 Al filo de las palabras. Caracas. Casa Nacional de las Letras Andrés Bello. 2011, p. 231.


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MIGUEL MÁRQUEZ (Venezuela, 1955). Poeta, editor y promotor cultural. Fue miembro fundador del grupo literario Tráfico, además de director general de la Fundación Editorial El Perro y la Rana. Página ilustrada con obras de los niños mágicos del Arte Amigo (Costa Rica), artistas invitados de esta edición de ARC.

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Fase II | Número 23 | Janeiro de 2017
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