quinta-feira, 4 de maio de 2017

JUAN ANTONIO VASCO | Bicéfalo, de Juan Calzadilla


Habría que adquirir una gran destreza para sorprenderse de reojo a sí mismo. No sucede a cada instante, aunque les ocurra con alguna frecuencia a los artistas. En estados-límite, quizás con un pie en la razón y el otro en el delirio, el yo aparece escindido. Si el sujeto en quien se da el fenómeno es un escritor, su personalidad pluralizada puede proveer a una pieza narrativa o a una obra teatral todo el ‘reparto’ que necesiten. Es casi obligatorio mencionar a Rimbaud (‘Je suis un autre’), y más todavía: «Me habitué a la alucinación simple: veía con toda nitidez una mezquita en lugar de una fábrica, un conjunto de tambores integrado por ángeles, calesas por las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios; un título de vodevil erigía espantos ante mí» (Una temporada en el infierno).
Bicéfalo se inscribe en la tradición del desdoblamiento, y por añadidura, en la de la metamorfosis. El autor de estas prosas se refiere desde hace años a la multiplicación de su personalidad. En Dictado por la jauría (Ediciones de El Techo de la Ballena, Caracas, 1962, poemas), decía «Diariamente soy empujado a ser otro y el papel me va bien»; y en otro pasaje «No me conozco. Estoy abolido: Un muñón miserable ha tomado mi sitio». Más tarde, en Malos modales (Ediciones de El Techo de la Ballena, Caracas, 1965, poemas) repite Calzadilla «Me he transformado. Soy otro». Una docena de años y aparece en 1977 Oh, smog (Editorial Equinoccio, Caracas, 1977, poemas). El texto «Un nuevo papel» empieza con la siguiente línea: «A veces doy la impresión de haber sido empujado a ser otro/y no reniego de este nuevo papel». También en Bicéfalo damos de entrada con el mismo tema: alguien, a quien llamaremos provisoriamente ‹el sujeto del relato›, ha sido víctima de una metamorfosis e igualmente acepta el hecho: «No puedo rebelarme, tanto menos cuanto que, como lo he confesado, estoy conforme, estoy conforme». (Cuando Calzadilla repite, lo hace siempre por pares o ‘dobletes’ expresivos).
Bicéfalo no interrumpe el pensamiento central (desdoblamiento) de los libros poéticos. Hemos hablado además de metamorfosis: la palabra evoca a Kafka y no en vano: «tengo la sensación, o casi la certeza, de vivir bajo la piel de un animal extraño, que responde al nombre de otra especie» (Bicéfalo, p. 7).
Distinguir entre poesía y prosa, a estas alturas, puede ser tarea ardua. Pero sin duda alguna Bicéfalo es un libro de relatos. Todo lo oníricos y delirantes que se quiera pero relatos en definitiva. Aconteceres que alcanzan existencia entre personajes, provistos en conjunto por una sola mente.
Bicéfalo me parece uno de los libros que debemos leer, entre tantos otros más o menos prescindibles que las prensas lanzan sobre nosotros, como catapultas. Comprendo que estoy recomendado el libro, ¿pero cuál es la función del crítico, como no sea recomendar por sí o por no? Su lectura no tiene privilegio intrínseco sobre la del lector corriente, salvo en dos aspectos: comienza por ser ‘obligatoria’ y termina en una invitación a leer o a omitir. Salvo que se ejercite, y yo no lo haré, el álgebra del análisis estructural. Me parece mejor ofrecer un vaso de agua que dar un papelito con la fórmula H2O.
La lectura aparentemente obligatoria ha sido voluntaria y gozosa. La composición de Calzadilla se puede comparar con los monumentos antiguos, para los cuales los artesanos pulían sus bloques de piedra hasta encajarlos unos con otros a perennidad. Calzadilla posee el don de la expresión directa. Directa y no elemental, porque siempre es posible analizar en sus textos diversos planos significativos, vibraciones armónicas y complejidades que se resisten a la primera confrontación. Es harto disfrutable esta escritura sin muescas, sin hendiduras, sin gránulos ni asperezas.
Prosa ceñida y económica, que tiene una idea clara acerca de sí misma. También es precisa, por lo menos en cuanto ‘el sujeto del discurso’, aparentemente un psicótico, consigue articular actos y pensamientos congruentes. El texto comienza con la palabra ‘nada’, lo cual no significa gran cosa, porque ‘el sujeto del discurso’ no se atiene a reglas lógicas demasiado estrictas. Da a conocer un planteo novelístico-delirante y realiza la tarea de todos los personajes. También describe magistralmente (quiero decir que Calzadilla lo lleva a cabo a través de esta hechura suya). Dado que los psicóticos no mantienen una conducta constante, podrá pasar de los monólogos, diálogos y acciones en que entran varios personajes, a las descripciones clásicas, memorias de niñez provincial, el permanente aguijón del tráfago metropolitano, episodios rumorosos o ensordecedores, reflejos que encandilan, deslumbran, enceguecen.
El primer capítulo, dos páginas de texto, nos invita a considerar que están actuando en él, simultáneamente, cinco seres. Veo a Juan Calzadilla manejando los hilos de esta historia o, mejor aún, ejecutando en un órgano de cámara el rol del ‘sujeto’; puesto esté en funcionamiento, se desdobla y nos promete la venida del Guardián, la del Doctor y la de cierto Enviado. El contradictorio ser encerrado en su celda del hospicio aparece como víctima, objeto de fuerzas brutales que disponen de él. En dos oportunidades, durante el corto desarrollo de la estampa, menciona la decapitación como pena de la cual es objeto retórico o real.
La primera decapitación es una comparación, una figura estilística. En la segunda, ‘el sujeto del discurso’ ha perdido la cabeza; sin embargo, dos renglones más abajo se refiere a ella, despojo caído en un balde, como si perteneciese a una tercera persona. También nos enteramos de que espera visita: ha de venir el Guardián. Mientras aguardamos se nos dice que ese visitante adoptará la forma impuesta por la fantasía del recluso; bien pronto, sin percibir aparentemente contradicción alguna, se afirma que el Guardián tomará la traza y tamaño que su propia imaginación de él le dicte. Al concluir la página sabemos que el Guardián no ha de aparecer encarnándose a sí mismo, sino personificado a un cierto Enviado. Simultáneamente tomamos nota de que el Doctor es también intercambiable con el ‘sujeto’, el Guardián y el Enviado. Añadamos la figura del Creador, puesto que Juan inventa al ‹sujeto›, y este se desdobla en otros personajes. El primer texto finaliza con una evocación del Enviado, sonriente bajo una capa infernal, echando fuego, apaciguando la candela con sus voces para dejar oír la suya, mientras agita su látigo: «Bernabé, es la hora de la hora».
Y bien, hemos sido presentados. A través de unas noventa páginas conviviremos con Bernabé, no solo circunscriptos por los muros de su celda, sino arrojados junto con él al pánico, el desvarío, la rememoración. Si huye del hospicio adivinaremos en su relato la persecución, las agresiones de que ha sido objeto y el contacto intolerable con la libertad. Nos hablará nostálgicamente de su infancia, lo encontraremos en las calles de la ciudad, atiborrada de mercancías en las vidrieras de las tiendas y de automóviles en las calzadas. Intentemos dar un panorama mínimo de todos esos hechos. Nos parece que en contacto con ellos los veremos integrando el desarrollo, los materiales y un poco de teoría de esa otredad que anonada a los personajes de Calzadilla, tanto en su sede lírica como en este primer libro narrativo. Las estampas que van conformando el volumen muestran diversos grados ―no necesariamente sucesivos― de disgregación psíquica, distintos aspectos de un personaje que padece la duda atormentadora de su identidad, y más, la de su misma existencia.
Cuando entran en escena los objetos y sus nombres, las cosas que enfrentan a Bernabé, los trozos de realidad concreta que él mira se ordenan en derredor de la lámpara, coronados por un halo más importante que ellos mismos. Mientras las cosas se quedan quietas le permiten sentir que existe. «Si comienzan a bambolearse, entonces aparece la nada. Porque en lugar de ellas, las palabras con que son designadas esas cosas, las sustituyen». Dentro del hueco dejado por los objetos las palabras se iluminan, giran, huyen, ejecutando todas las técnicas de los anuncios eléctricos. En un nivel del texto podemos ubicar la existencia o inexistencia de los objetos, su cimiento ontológico. Encima flota el lenguaje, los significantes reemplazan a sus significados. No hace falta recordar que nos hallamos en la ciudad, pero si por ventura lo olvidásemos, allí están esos vocablos que, desde el neón, hablan por la noche con los ciudadanos. En el momento en que las palabras se ponen a girar y huyen como atornillándose en la oscuridad hasta desaparecer, «entonces es el vacío lo que surge, un inmenso cero, una suerte de cilindro hueco en cuyo interior se oye únicamente el eco de esas palabras desaparecidas, un insoportable embudo» («Un insoportable embudo», p. 10).
En «Un muro demasiado alto por equivocación», Bernabé reflexiona: «Descubro que he tomado mi vida por la de otro. Y esto viene a ser el origen de mi culpa o de mi mal». Diez renglones más abajo afirma «No me siento culpable de nada». Parecería atinado asignar a la contradicción un rol de parámetro, pero no hay que equivocarse. Si Bernabé vive una vida imaginaria infinitamente matizada se debe a que la lógica no lo ciñe. Se verá luego, a pesar de lo dicho, que el razonamiento normal no le está vedado, lo cual añade a su personalidad una riqueza más. Por otra parte, cuando se exculpa sobreañade una inesperada reflexión: para ser culpable es preciso sentirse libre, más aún, ‘ser libre en efecto’. Le haría falta hallarse fuera de ese cuarto que lo recluye para tener la conciencia sin culpa, es decir, estar exento de sospecha en cuanto a la intención y a la posibilidad de huir.
No hay razones para asombrarse de que muchos escritores latinoamericanos dejen ver en los sucesivos eslabones de sus obras, la influencia de la religión. Suele ahogarlos el contexto social, los acorralan límites inherentes a la condición humana y se ciernen sobre ellos la atmósfera sofocante del pecado y su culpa, la cólera divina. Absueltos a medias por la interrelación con un mundo que propone nuevos símbolos, instalados en las ciudades cromadas y veloces, incorporan otras ansiedades y miedos, se convierten a la trituradora sociedad industrial o se alzan contra ella. Pero siempre, en el fondo de sus recuerdos, aparecen las figuras de los mayores con su halo de religiosidad, y aunque el mundo que se los inflige es aterrador, las raíces de sus miedos provienen de aquella infancia.
Luego desfilan capítulos de prosa apasionante, urdimbres de tipografía como espacios grises por donde se pasea desnuda una imaginación tan libre, variable e insistente que no solo complace: también preocupa.
La idea de que lo dejen suelto en una gran selva no promete el regocijo sino el pavor. En efecto, dice que «la existencia adquiriría para él en ese momento, no la forma de una palabra o de un ruego, sino de un estremecedor aullido». En este mismo capítulo, que narra una fuga de Bernabé, perseguido y capturado por el personal del sanatorio, aparece una imagen que prolifera en los libros poéticos de Calzadilla: la del ojo: «El árbol del patio estará reflejándose al revés en mi ojo vacío, cubierto de cristales rotos, de arañas». El tema proseguirá a través del libro, explicitándose. En la ‘estampa’ que comentamos Bernabé ha estado fugazmente en un museo, quizás en el transcurso de su escapatoria. (No es casualidad, porque Juan Calzadilla se encuentra entre los críticos de pintura más destacados de Venezuela). A la raíz de esa vocación deben vincularse los abundantes y variados funcionamientos del ojo y de la mirada que aparecen en sus obras. No solo son menciones del mirar: comportan una capacidad muy afinada de su escritura para describir lo que se ve o se recuerda. En Bicéfalo también hay muestras de ese don convertido en maestría por la capacidad creadora del escritor.
Transcurre el tiempo en la celda. Ahora entra por debajo de la puerta un trozo de papel, un pedazo de periódico. Se levantaría a recogerlo pero su aparato locomotor se resiste con empeño, asume cierta voluntad independiente y opuesta. Gana Bernabé. Inspirado por el trozo de periódico escribe una frase en la pared. Llega el médico, revuelve entre los ‘trastos’ de pintor y con una estopa que toma allí borra la escritura del muro, advirtiendo a su paciente que es tonto manchar la pared, la pantalla de colores donde bajan a visitarlo sus ángeles. Día tras día, el doctor hace que Bernabé pinte y grabe el discurso que fluye en su imaginación. Tal vez recoge así materiales para el tratamiento psiquiátrico. Recordemos a André Breton, médico: «Me pasaría la vida escuchando las confesiones de los locos».
Emerge en el recuerdo, vívida, la casa del abuelo. Después se nos señala el color gris que rodea al recluso, castigo ponderable ahora que conocemos su condición, más todavía, su pasión eidética y del color. El psiquiatra o tal vez el mismo paciente ordenan y desordenan cuadros, apoyándolos contra la pared. Se entregan a este juego con un regocijo infantil, dando saltos y gritos de alegría.
Otras escenas nos muestran la ciudad, las vidrieras de los negocios, las calles pobladas de vehículos. En cada una de estas estructuras narrativas y visuales ocurren sucesos liberados de toda constricción lógica, insertos sin embargo en un decir que aferra al lector palabra tras palabra.
Aceptemos la imposibilidad de glosar íntegramente este breve tomo que no llega al centenar de páginas. Hemos propuesto alguna interpretación, hemos recomendado la lectura de una obra que nos parece universal en su alcance y nos quedaría solamente, dentro de lo razonable, transcribir un par de textos.
«De recordarme soñando, no me acuerdo. Entonces todo debe ser real. Y también es cierto, por otra parte, que solo lo que se ve con los ojos bien abiertos puede ser descrito fielmente al grado de que lo evocado sea más nítido y luminoso que lo vivido.
¿Cómo, por qué razón aparecen ante el ojo esas imágenes? No lo sé. Mejor dicho, hasta cierto momento sé algo. Cuando el doctor Beeme arrastra el caballete ―y junto con este los bártulos― y lo coloca frente a mí, comienzo a saber algo. Cuando pone el pincel en mi mano y se me hace oler un tubo de pintura y ladea mi cabeza ―de este modo― para que la vista se detenga en el muro blanco, exactamente en la posición que adopto ahora, todo con esa puntualidad que debe rodear al cariño que un científico experimenta por su conejillo, hasta ese momento comienzo a saber algo. El resto lo he olvidado. Pertenece a la vida de esos personajes que se apoderan de la mía para reclamar, a su vez, una presencia que solo puedo otorgarles a costa de mi razón».
«Hasta cierto punto sé algo», p. 52.
Disfrutemos ahora de la intensa felicidad que embarga a Bernabé cuando en su vida, a la vez encerrada dentro de una celda, ocurren sucesos que lo trasladan al estado de arrobamiento.
«La memoria es como un muro demasiado alto. Puedo apreciarlo, calcularlo, medir la distancia a que me pone de la calle, es decir, del mundo, tomar impulso… pero nunca saltar sin correr un riesgo peligroso, ante el cual me rindo. Entonces no recuerdo. El muro es el miedo a lo que siempre sobrevendrá. De pronto me interrumpo. Un gran acontecimiento. Lo prefiero así. El mundo se estremece. Silencio. Ha comenzado a llover. No antes, sino ahora mismo. No aquí, sino lejos, pero ha comenzado a llover. Esto es, teóricamente hablando, muy importante. ¡Aunque en la práctica no me toca la lluvia, ella habla de lejos!, me hubiera gustado manosearla, eso sí, pero solo la presiento, es todo. La recuerdo fijamente como una buena lengua en mi mano y entonces toco suelo, estoy de buen humor, me invade una felicidad momentánea, río a carcajadas, dando vueltas por todo el cuarto. Cuento sus sílabas de agua, mi oído escucha una conversación: mi nombre dicho en voz alta. Me llaman. ¡Son los Ángeles, doctor, los ángeles! ¡Han vuelto!»
«Vienen con las lluvias», p. 39
Ahí queda Bernabé empapado en la aterradora felicidad de la locura. Bicéfalo nos ha introducido en su universo, quizás más apropiado que el nuestro para desarrollar hasta el límite las capacidades potenciales del ser. Y que espanta, sin embargo. Solo un gran artista tiene el valor de enfrentarse con ese mundo del fulgor y el estremecimiento. Hoy ese gran artista se llama Juan Calzadilla.



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JUAN ANTONIO VASCO (Buenos Aires, 1924-1984). Poeta y ensayista argentino. Después de una corta militancia en el grupo/revista A partir de cero, y de publicar en Buenos Aires su poemario Cambio de horario (1954), Vasco se estableció en Caracas como vendedor y agente publicitario. Fue entonces cuando entró en contacto con varios escritores y pintores venezolanos, vinculados a la revista Sardio y a El Techo de la Ballena, en Caracas; y a la revista Poesía, en Valencia. Durante diez años de permanencia en el país, el poeta argentino publicó algunos de sus principales libros y escribió ensayos sobre escritores venezolanos. En la década de los 60, vivió alternativamente entre Caracas y Buenos Aires. Es autor de los poemarios El ojo de la cerradura, Destino común, Pasen a ver, entre otros. El último libro que publica en vida, en 1984, es Conversación con la esfinge, estudio sobre la poesía de Octavio Armand. Póstumamente, se publica su libro Parranda y funeral (1992), bajo el cuidado de Juan Calzadilla. Este ensayo de Juan Antonio Vasco sobre Bicéfalo fue escrito en Buenos Aires en 1978. Permaneció inédito desde entonces en los archivos personales del poeta Juan Calzadilla. La transcripción estuvo a cargo de Néstor Mendoza. Graciela Yáñez Vicentini realizó la revisión del texto. El encabezado fue diseñado por María Betania Núñez. Página ilustrada con obras de Arcangelo Ianelli (Brasil), artista invitado de esta edición de ARC.

Obras de Arcangelo Ianelli que constam desta página:
1. Retrato de Katia, óleo sobre tela, 70x58cm, 1956, Coleção particular.
2. Katia e seus brinquedos, óleo sobre tela, 72x59cm, 1955, Coleção particular.
3. Retrato de Katia, óleo sobre tela, 61x46cm, 1957, Coleção particular.
4. Bambuzal, óleo sobre tela, 1,15x89cm, 1954, Coleção particular.

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Agulha Revista de Cultura
Fase II | Número 27 | Maio de 2017
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