terça-feira, 12 de setembro de 2017

RICARDO ECHÁVARRI | México en la poesía surrealista


LA TRADICIÓN DE SER MODERNOS: ANTECEDENTES | “México tiende a ser el lugar surrealista por excelencia”. [1] Estas palabras de André Breton, registradas en una entrevista que le hace Heliodoro Valle, van a marcar el tono de un encuentro entre la vanguardia artística más importante del siglo XX y un extraordinario lugar del mundo donde lo antiguo y lo moderno se han fundido desde hace siglos.
México es convertido por los surrealistas en un imaginario y un nuevo símbolo, pues es el país donde lo maravilloso y el ‘humor negro’ parecen ser cosa cotidiana. Antes de los surrealistas, ya se vislumbraba como un país cuyas selvas y paisaje humano atraían a los modernos. Es precisamente aquí donde, según la leyenda, el corneta Henry Rousseau, durante la campaña de intervención francesa, vio por primera vez los exuberantes colores del trópico que luego trasladó a sus telas (“Los cuadros que pintas / los viste en México”). [2] Sin embargo, según Eva Sulzer, este mítico viaje de “El Aduanero” al trópico americano tiene muchos ribetes de falsedad y es muy posible que las plantas y flores que aparecen en sus pinturas fueran apreciadas por el pintor naïf durante sus cotidianos paseos por el Jardin des Plantes en París. [3]
Desde Veracruz, el puerto-puerta de México, el poeta marinero Tristán Corbière (a quien Verlaine ubicó en primerísimo lugar en el círculo de los ‘poetas malditos’), envió su Carta de México, un melancólico poema que daba noticias de la azarosa vida de la gente del mar. Las aguas del Golfo de México le recuerdan la antigua cofradía de corsarios: “Yo, viejo Hermano-de-la-Costa”. Toda la sección de Les gens de mer recoge su experiencia americana: palabras en español (“Santos!”, “Señor, señor Caballero”, “Ah Carambah”) y alusiones a un paisaje casi tan adánico como misterioso. Sus ondulantes versos van creando la visión de un país tropical en donde el mar es “más salvaje y salado”. [4] Como buen marinero, anota sus impresiones de viaje y va asimilándose a un paisaje que lo convierte en una otredad des-europeizada: “tres veces bárbaro: indio Kriss”. La sensualidad y el exotismo dejan su rastro en su carta-poema: “mi lecho de amor era una hamaca” y, entre “cocoteros” y “papagayos que cantan y silban”, va tomando forma un panorama interior que tiene como fondo el horizonte de Veracruz.
 Arthur Cravan, poeta-boxeador, suizo, sobrino de Oscar Wilde (su tía Constance se había casado con el célebre dandy inglés), quien desde la publicación en París de su revista Maintenant (1912-1915) fue tenido como un precursor de Dadá, vino a México en 1917. Cravan escribió en francés desde un cuarto del hotel Juárez de la Ciudad de México sus últimos escritos conocidos: unas cartas de amor a Mina Loy, poeta inglesa a quien conoció en el barrio neoyorkino de Greenwich Village. En esas cartas da noticias de su empleo como entrenador de boxeo en el Gimnasio Sandow-Ugartechea, de sus planes de volver a pelear con Jack Johnson, Alabastro (el primer campeón mundial negro de los pesos pesados), quien lo había puesto knock-out en el séptimo round hacía un par de años en Barcelona. Por las cartas sabemos de su aprendizaje del español (“Sólo desearía que pudieras leer español porque sólo en ese idioma puedo expresar verdaderamente mis sentimientos”), [5] su nostalgia de la mujer amada, a quien rogaba que viniese a verlo (“envíame un bucle de tu pelo o mejor ven con toda tu cabellera”), [6] el anuncio premonitorio de su desaparición. Según la versión de André Breton –la más difundida– Arthur Cravan desaparece en el verano de 1918 (“su rastro se perdió en el Golfo de México, donde zarpó de noche en una muy ligera embarcación”); aunque Carolyn Burke cree más probable que haya naufragado frente a la costa de Salina Cruz. [7] Lo cierto es que Cravan desapareció misteriosamente y todos los esfuerzos que hizo Mina Loy ante las autoridades británicas para encontrarlo resultaron infructuosos. Veinte años después el misterio continuaba: la madre del poeta aseguraba haber recibido una carta, escrita de puño y letra por su hijo, desde Buenos Aires y, en una extraña entrevista, un hombre le aseguró a Mina haber conocido a un tal “Arturo Cravan” en La Habana.
Quizás quien mejor preparó el terreno para que los modernos consideraran a México como un destino estético y un lugar de excepcional valor artístico fue el poeta Guillaume Apollinaire. En el reverso de una tarjeta postal que su hermano Albert le envió desde Coatzacoalcos, donde trabajaba como ingeniero en la industria petrolera, el poeta escribe (¿o dibuja?) Carta-Océano, [8] su primer caligrama, una combinación de verso y dibujo que revive un antiguo género poético que los griegos bautizaron como verso ropálico. Aprovechando la tipografía de esa tarjeta, la cual lleva impresa la leyenda “República Mexicana / Tarjeta postal”, el poeta de puño y letra introduce saludos: “Bonjour mon frère Albert à Mexico” y frases que aluden al mundo mexicano: “Jeunes filles à Chapultepec”, sin olvidar su enigmático pasado precolombino: “Tu ne connaîtras jamais bien les Mayas”. En algunos artículos Apollinaire tuvo elogios para artistas mexicanos que conoció y admiraba, el Dr. Atl, Diego Rivera y Marius de Zayas.

Curiosamente los surrealistas casi no prestaron atención a José Juan Tablada, el primer poeta moderno nuestro, que experimentó, casi al mismo tiempo que Apollinaire, la combinación de escritura y dibujo. Comprendiendo que esta poesía visual creaba una nueva profundidad en el paisaje interior y ofrecía amplias posibilelidades expresivas en un mundo donde la técnica imponía su dinamismo moderno, Tablada incursionó en lo que denominó “poema ideográfico” y escribió Li Po y otros poemas (1920), [9] un libro que puede parangonarse con Caligramas (1918). Del mismo modo, Luis Kyntaniya, un brillante poeta a quien algunos ubican en el Estridentismo, tuvo en París un trato familiar con el gran poeta francés de la primera Gran Guerra y escribió en Avión (1923) [10] poemas (algunos incluso en francés) en los que la huella de Apollinaire es visible de manera temprana en uno de los nuestros. Ese mismo año. Nahui Olín, quien vivió durante su niñez en París acompañando en el exilio a su padre, Manuel Mondragón, protagonista de la asonada de la Decena Trágica, escribe Calinément, de fuerte influencia cubista. También Gilberto Owen, en un libro pionero del poema en prosa (Línea, 1930), encubre la impronta surrealista reconociendo su débito al autor de Alcools y a sus descendientes directos, los poetas cubistas.


EL ‘CÍRCULO SURREALISTA’ SE ACERCA A MÉXICO | Una combinación de circunstancias –del lado de allá la segunda Gran Guerra y la ocupación nazi de París, otrora capital del arte de Vanguardia; del lado de acá un gobierno mexicano de puertas abiertas al exilio europeo– hizo que el destino de algunos célebres surrealistas fuera precisamente este país a la vez dulce y espinudo, México. Con la llegada de los tiempos bélicos al viejo continente comenzó la diáspora por el mundo de buena parte de la intelectualidad europea. Hay una foto de 1941, tomada en la Villa Air-Bel, en las afueras de Marsella, que capta ese momento de fuga al Nuevo Mundo de los modernos: André Breton, Max Ernst, Oscar Domínguez, Víctor Serge, Marc Chagall, Remedios Varo, Benjamin Péret, Hannah Arendt asoman, entre las brumas claroscuras, unos rostros que parecen expresar su urgente esperanza de recibir las visas para viajar a algún lugar de América.
Antes, en 1936, Antonin Artaud fue el primer surrealista que viajó a México (ya se había separado del círculo en 1927, cuando André Breton y su grupo se afiliaron al PC francés, pero Artaud que vio en esa acción el peligro de subordinar el espíritu al poder, llevó toda su vida en el alma el fuego vivo del surrealismo). Conocía México de oídas, por el pintor Federico Cantú, su amigo en Montparnasse y el músico Tata Nacho. Huyendo de la náusea civilizatoria vino a México a buscar una “raza-principio”, una “raza roja original no contaminada por Europa”. Creyó encontrar esa humanidad adánica entre los rarámuris o Tarahumaras, en el norte de la Sierra Madre Occidental, quienes lo iniciaron en el rito sagrado del cíguli: “Tomé peyote en la montaña… Comprendí que estaba inventando la vida, que ésta era mi función y mi razón de ser y que me aburría cuando había perdido la imaginación y el peyote me la devolvía”. [11]
Ese viaje al otro México sería central en su vida y obra. Escribió un libro extraordinario: (De un) Viaje al país de los Tarahumaras y una docena de artículos relacionados con esa travesía más interior que geográfica. Su último poema, Tutuguri, escrito unos días antes de morir, alude aún a esa aventura que doce años antes había hecho al corazón de la sierra.
 Antonin Artaud tuvo contacto con poetas mexicanos de la época, como Carlos Pellicer, José Gorostiza, Cardoza y Aragón (“el más mexicano de los extranjeros”, quien vivió en París y había escrito Luna Park –1923–, un poemario con ecos vanguardistas), José Ferrel (traductor de los artículos de Artaud publicados en El Nacional y, después, de Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud) y Elías Nandino. Pero, en realidad, su poesía alucinada permaneció casi sin seguidores en México. Allá a lo lejos (y más bien cerca de nosotros) Vicente Anaya en Hikuri (1978) y Erasmo Palma, un poeta de lengua rarámuri, retoman la escritura desbordada, de gran riqueza fónica, distintivas de la poesía de Artaud.
 Probablemente la experiencia de Artaud hizo renacer en André Breton su sueño infantil –provocado por la lectura del Indio Costal, un folletón de aventuras de Gabriel Ferry [12] de viajar a México. El viaje de Breton fue un acontecimiento y desde Letras de México (1938) César Moro y Xavier Villaurrutia difundieron traducciones del poeta francés. En la presentación, en Bellas Artes, del filme El perro andaluz, de Luis Buñuel y Salvador Dalí, Breton explora las posibilidades expresivas del cinema y destaca la fantasía de Meliès y el humor de Chaplin como cercanas a la experiencia surrealista. Las películas King Kong y Pancho Villa le parecen ejemplos del ideal de “partir de lo irracional para fabricar lo real”. [13] Termina su presentación reafirmando el programa surrealista: encontrar un punto donde “las viejas antinomias: razón-sin razón, sueño-realidad, objetividad-subjetividad remonten su contradicción aparente”. [14]
 Con una perspectiva de un poco más de una década desde que enunció el programa semiótico del surrealismo, Breton destaca que la escritura automática fue un proyecto abierto más que un dogma: “Desde cierto ángulo, la historia de la escritura automática en el surrealismo sería, no me canso de decirlo, aquella de un infortunio continuo”. [15] Y aclara: “siempre me ha parecido el límite al cual la poesía surrealista debe tender”. Respondiendo a los seguidores de Paul Valéry (cuya poesía “pura” ganaba mucho cartel entre los poetas nuestros entonces) desecha que el irracionalismo sea el único y exclusivo dominio de la poesía surrealista y, a la falsa antinomia de una poesía consciente, “de cálculo”, contra otra inconsciente o “intuitiva”, fija una posición más conciliatoria: el surrealismo se mueve entre un poema como Vértigo, de Arthur Rimbaud, “que no puede expresarse más que en estado de trance”, e Igitur, de Mallarmé, surgido como “una voz de la conciencia”. Uno y otro poema son sólo grados en que se expresa la amplia gama del lenguaje poético.
 Es una lástima que las crónicas periodísticas de la época apenas sí mencionen una lectura de poesía que André Breton ofreció en Bellas Artes (por junio de 1938). Comenzó con la lectura de “El desdichado” de Nerval y otros poemas de autores emblemáticos de la modernidad: Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Alfred Jarry, Paul Éluard... Lo más interesante fue que Xavier Villaurrutia leyó al alimón con Breton las traducciones en español. Ese, sin duda, fue un encuentro relevante, no sólo entre dos figuras centrales de la poesía de su tiempo, sino de los nuestros con el surrealismo. Villaurrutia (sin duda influenciado por Agustín Lazo, su amigo dilecto) se adelanta a casi todos los poetas mexicanos en acercarse al surrealismo de manera desprejuiciada y sin las anteojeras nacionalistas de unos y la ortodoxia de otros. Incluso Xavier Villaurrutia hizo ejercicios de “escritura automática”, primerizos en lengua castellana (sin olvidar, claro, el temprano ensayo de Nevereverclever, de Salbador Novo).
 El viaje de André Breton a México además tuvo una faceta política. Sin duda el intento más audaz del surrealismo fue buscar unir las dos puntas del Oroborus de la modernidad: la vanguardia artística con la vanguardia revolucionaria (del lema de Marx “cambiar el mundo” y de Rimbaud “cambiar la vida” buscaban hacer una sola consigna). Pero no sería en la ortodoxia del estalinismo donde Breton buscaría esa conciliación. Se acerca a León Trotsky, el viejo dirigente del Ejército Rojo, quien entonces vivía –en peligro constante– exiliado en México (Siqueiros intentó asesinarlo y finalmente un agente soviético perpetró el crimen). Breton y Trotsky, dejando atrás gustos literarios distintos, redactan el manifiesto Por un arte revolucionario independiente, donde rechazan “el arte oficial estalinista”, la dirección del Estado en “temas de arte” y proclaman “toda libertad en el arte”. [16]
 De regreso, ya en París, André Breton publica Recuerdo de México, con un recuento de sus fascinaciones: las pirámides, los cactus gigantes, los generales campesinos “formados en la ruda escuela de Emiliano Zapata”, las fotografías de Manuel Álvarez Bravo y los cuadros medio naïf de Frida Kahlo (los cuales, en nota aparte le parecen plena expresión convulsiva de belleza, “un listón de seda alrededor de una bomba”). [17] El elogio que hace de la pintura de Diego Rivera, en una segunda edición de sus recuerdos, lo borra a causa del paso del muralista a las filas del estalinismo.
El poeta peruano César Moro, amigo de André Breton desde su temprano encuentro en París, acontecido por 1929, y quien sería el único poeta de América en publicar en Le Surréalisme au service de la Révolution y en el libro-boutade colectivo Violette Nozières, llegó a México poco tiempo antes que Breton y, durante su estancia de diez años en nuestro país (1938-1948), fue difusor y un puente privilegiado entre el surrealismo de Europa y América Latina.
César Moro era una especie de poeta maldito, quien, según Villaurrutia, vivía “entre nosotros en calidad de voluntario inadaptado”. [18] Vivió con estrecheces y trabajaba como dependiente en la Librería Quetzal, propiedad del catalán Bartolomé Costa Amic. Publicó en México dos libros en francés, Château de Grisou (1943) y Lettre d’amour (1944); otro poemario, escrito en francés también, Pierre de soleils (1944-1946), que es posible haya inspirado el título del poema más célebre de Octavio Paz, quedaría inédito. Pero la obra maestra de Moro sería La tortuga ecuestre (1938-1939), escrito en español y uno de los libros más logrados de escritura desbordada y automatista. Este libro, cuya publicación se anunció “con un frontispicio de Manuel Álvarez Bravo”, nunca se publicó en México por falta de suscriptores.

LA EXPOSICIÓN INTERNACIONAL DE SURREALISMO | André Breton había dejado el terreno abonado para la Exposición Internacional del Surrealismo (1940), que se montaría en la Galería de Inés Amor. Con esta muestra la internacionalización del movimiento llegaba a México y significó un reagrupamiento momentáneo, en plena segunda Gran Guerra, del ‘círculo surrealista’ en el exilio, que además extendía sus relaciones con buena parte del movimiento artístico moderno. El prólogo del Catálogo lo escribe César Moro, que no escatima elogios para una vanguardia que presenta como el summum de todos los “ismos” anteriores. El surrealismo –dice– es “la palabra mágica del nuevo siglo”. [19] Exaltado restituyó, de puño y letra, en los folletos impresos, una línea que había sido censurada y borrada: “En 1925 sitúa la clarividencia surrealista el fin de la era cristiana.” [20]
Wolfgang Paalen fue el curador de la muestra y con Moro hizo la selección de los artistas mexicanos (Lazo, Villaurrutia, Moreno Villa, Antonio Ruiz, etc.). Breton, desde Francia, seleccionó a los ya consagrados pintores surrealistas: Frida Kahlo, Chirico, Dalí, Duchamp, Paalen, Ernst, Man Ray, Kandinsky, Varo, Carrington, Rivera, etc.). La muestra reunió a los surrealistas y sus partidarios, pero también tuvo sus detractores. Algunas reacciones fueron escandalosas. Federico Cantú, quien no fue incluido, dijo que el surrealismo lo hacía vomitar. Lya Kostakowsky, frente a los cuadros de Dalí, mostró su desconcierto: “¡Estos relojes derretidos de Dalí! ¿Esto es arte? [21] En la revista Taller, dirigida por el joven Octavio Paz, apareció un artículo de Cardoza y Aragón donde embestía vitriólicamente contra la Exposición: “es un conjunto de abortos, de ‘misterios’, de frivolidades, de snobismos”. [22]
 En plena Gran Guerra, México se convirtió en un país de refugio para algunos surrealistas. Ya habían llegado Wolfgang Paalen y Alice Rahon, en 1939, después de un viaje por Canadá donde los maravilló el arte totémico; el estallido de la guerra los obligó a permanecer en México. Ese mismo año arribaron después de andar como trotamundos por varios países, José y Katy Horna. Benjamín Péret y Remedios Varo, tras una odisea, viajaron en barco de Casablanca a Veracruz en 1941. En 1942, del brazo de Renato Leduc, llegó Leonora Carrington. En la Ciudad de México hubo entonces al menos dos lugares donde se reunían estos artistas exiliados, el de la calle Gabino Barreda, donde vivían Varo y Péret (poeta que permaneció fiel a Breton, y colaboró activamente en VVV, la revista que éste hacía en Nueva York) y la casa-estudio de San Ángel de Wolfgang Paalen (quien crearía en 1942 su propia revista, Dyn y pronto escribiría su célebre adiós al surrealismo –“Farewell au Surrealisme”-). En 1944 llegan dos viajeros al país de los volcanes, Philippe Soupault (cuando “lo reciben Alfonso Reyes y Jaime Torres Bodet, le extraña que hablen tanto de Francia, mientras a él le gustaría hablar ante todo de México”) [23] y Pierre Mabille, quien visita a Benjamin Péret. Aún otra última oleada de surrealistas llegaría en 1945 cuando el cineasta Luis Buñuel vino a vivir una década a México; ese mismo año Edward James descubre, en un viaje en automóvil, en Las Pozas-Xilitla, un sitio ideal para construir una arquitectura fantástica en armonía con la naturaleza.
 Para los surrealistas la “belleza convulsiva” revestía diversas formas artísticas. La poesía, en su medio natural se expresaría en un cuerpo escritural: el poema, pero no exclusivamente; podría aparecer también como “jardín, collage o pintura”, según pregonaba Brunius. Tal vez en algunos surrealistas la obra pictórica (o escultórica, etc.) haya opacado su obra literaria. Casi todos son más conocidos como pintores que como poetas, pero aún en Wolfgang Paalen, Leonora Carrington, Remedios Varo o Frida Kahlo el ensayo de la escritura onírica fue una actividad que siempre complementó su búsqueda plástica (Paalen, por ejemplo, escribe casi siempre en alemán poemas-fumage, buscando extender al plano del lenguaje su espontánea técnica pictórica; Remedios Varo, en el reverso de sus cuadros, relata fantásticas glosas de lo pintado). En otros, como César Moro o Alice Rahon, la poesía fue un medio con más peso específico que su pintura. Edward James, a pesar de haberse consagrado, mediante la escultura arquitectónica, a hacer en Las Pozas-Xilitla un “paraíso onírico en el trópico”, nunca olvidó su labor de poeta. En Benjamin Péret la poesía fue casi su exclusivo medio de expresión vital y artística. Frida Kahlo, en su Diario, combina pasajes automatistas con ilustraciones, estableciendo una secreta relación entre palabra, imagen y color. Kati y José Horna, en la revista experimental S.nob ensayan, fuera del canon de los lenguajes exclusivos, una fusión de fotografía, relato y montaje teatral.
Los surrealistas en México movilizaron una gran constelación de signos: escribieron poemas, sueños, cadáveres exquisitos, cartas oníricas, juegos del si, asociaciones libres, collages y una variedad de textos automáticos. Y lo hicieron en todas sus lenguas, edificando una especie de Torre de Babel, donde resuenan idiomas originarios y lenguas de salvación (o adoptadas: como César Moro, quien tomó al francés casi como su exclusiva lengua poética). A menudo intentaron trazar un encuentro entre idiomas, el materno y el que encontraron en su exilio. Con esto rompieron muchos cánones y pusieron a dialogar geografías, culturas, mitologías y, sobre todo, lenguas diversas. Algunos poemas los escribieron en México, otros ya de regreso a su país de origen (como Benjamin Péret, quien concluyó Air Mexicain –1949–, su obra maestra, al poco tiempo de retornar a París; lo mismo que Antonin Artaud y André Breton), pero el país de los volcanes fue una fuente de inspiración de primer orden para quienes buscaron renovar la belleza convulsiva en su contacto con el nuevo mundo americano.
Se interesaron en México y algunas de sus circunstancias no dejaron de atraer su atención –en especial cuando Lázaro Cárdenas, con la vistosa expropiación petrolera, retornó al programa original de la Revolución Mexicana-; pero su interés rebasaba esa cauda dejada por el tiempo histórico. La mirada de los surrealistas se fijó en el México profundo, en su paisaje volcánico (cuando el Paricutín brotó de las entrañas de la tierra, hacia 1943, en el auto de Paalen fueron en grupo a contemplar la montaña de fuego), y particularmente en su pasado prehispánico y la supervivencia del mismo en el mundo indígena.
Roland Penrose admiró en la sala Maya del Museo Británico la perfección de las calaveras de cristal de roca (las relacionó con las modernas ‘calaveritas de azúcar’, las cuales “hermosamente decoradas” llevan “el nombre de un pariente fallecido” [24] durante el festejo de Día de Muertos). Eva Sulzer dejó en las páginas de Dyn sus admirables fotografías en color sepia de la pirámide del Adivino, en Uxmal. Wolfgang Paalen viajó a las márgenes del río Coatzacoalcos para admirar in situ las fabulosas cabezas olmecas recién descubiertas. Leonora Carrington pintó un maravilloso mural donde fusionó el simbolismo celta con el mundo mágico de los Mayas. Benjamín Péret tradujo al francés el Chilam Balam y reunió una Antología de mitos y leyendas americanas, que sus amigos publicarían póstumamente. Su poema Air Mexicain (escrito en 1949, al poco tiempo de regresar a París), poema-pirámide circular, centrado en el mito de Quetzalcóatl, logra la fusión más acabada de escritura surrealista y mitología prehispánica. César Moro sintetizó esa fascinación que el México antiguo ejerció sobre los surrealistas cuando advierte que el viaje a lo desconocido para encontrar lo nuevo significaba una reanudación, “en la conjunción de constelaciones” de la “brillante noche precolombina”. [25]
Más de una renovación encontraron los surrealistas en un país donde el paisaje humano y natural era propicio para el encuentro con lo maravilloso y donde lo precolombino y lo moderno parecen haberse anudado –como el signo Ollin que lo preside– en un movimiento perpetuo. Al escribir bajo los espesos rojos y violetas que tiñen los atardeceres del cielo de México, todos ellos, aunque ya vivían bajo el peso de la diáspora de las vanguardias y asumían su personal destino en soledad, aún intentaron mantener viva la divisa que el Cisne de Montevideo había lanzado desde los inicios de la modernidad: “la poesía debe ser hecha por todos, no por uno”.

ADDENDA | Con los años el surrealismo fue tomando carta de residencia en México y poetas renuentes al principio, como Octavio Paz, ya en la segunda Postguerra se acercan a esta corriente que se postula, no tanto como literatura, sino como una revuelta del espíritu. Por mediación de Benjamin Péret, Paz –hacia 1949– conoció a Breton en París, y aunque el surrealismo había dejado atrás desde hacía tiempo su etapa heroica y de su fuego vivo sólo quedaban rescoldos, esas brasas de lo que fue la rebelión poética más intensa de la modernidad, todavía alcanzaron a inspirar Mariposa de obsidiana (1950) y, sobre todo, Piedra de sol (1957), poema éste último donde se combinan surrealismo y barroquismo, libertad y orden.
Pero el surrealismo no está muerto ni ha concluido en México. Una rebelión que viene, desde el fondo de la modernidad, uniendo en el atanor de la poesía libertad, erotismo, iconoclastia, humor negro y alquimia verbal no puede pensarse extinguido del todo. En los años sesentas y setentas (marcados como telón de fondo por la rebelión juvenil del 68, la influencia del rock y la Contracultura norteamericana) una renovación del lenguaje poético con marcada huella surrealista es evidente aún en México.
En torno a El Corno Emplumado (1961), poetas como Sergio Mondragón y Margaret Randall propician la renovación de las formas surrealistas a partir del contacto con los poetas beats, la filosofía oriental y la mitología precolombina. En la revista S.nob (1962), dirigida por Salvador Elizondo, textos de Alejandro Jodorowsky y José de la Colina se combinan con ilustraciones de Alberto Gironella y José Luis Cuevas en un diálogo creativo con las formas vanguardistas; la colaboración de Kati Horna, Leonora Carrington y Edward James le dio un especial toque surrealista y algo más a esa excéntrica publicación. Desde la provincia norteña, poetas convocados por la revista Dosfilos (1974) y una voz singular como la de J. J. Sampedro redescubren el automatismo como una forma de liberación verbal; su Ejemplo salto de gato pinto (1977) prolonga la tradición de ruptura que tiene en la escritura a lo surrealista su punto de partida. El grupo de Los Infrarrealistas (1975), liderado por Roberto Bolaño y Mario Santiago, retomaron la libertad verbal, las formas de la proclama y la iconoclastia (ven en Octavio Paz al padre que edípica y simbólicamente hay que negar), para desacralizar los rituales poéticos. Este (post) surrealismo (salvo Octavio Paz, un puente entre el antes y el después, que sí incluimos) será objeto de un ensayo ulterior.

NOTAS
1. Heliodoro Valle, “Diálogo con André Breton”, Universidad, 29 (1938).
2. Guillaume Apollinaire, “Tu te souviens, Rousseau du paysage astèque…”, Oeuvres, Gallimard, Paris. 1996.
3. Eva Sulzer, “Did Henry Rousseau ever get to Mexico?”, Dyn, 2 (1942).
4. Tristan Corbière, “Lettre du Mexique”, Les amours jaunes, Glady Frères, Paris, 1873.
5. Arthur Cravan, “Carta de Navidad, 1917”, Oeuvres, Jean-Pierre Begot (ed.), Ivrea, Paris, 1992.
6. A. Cravan, “Carta del 29 de diciembre de 19[17]”.
7. Carolyn Burke, Becoming modern: the life of Mina Loy, Farrar, Straus & Giroux, New York, 1996.
8. Guillaume Apollinaire, “Lettre-Océan”, Les Soirées de Paris (Juillet-Août 1914).
9. José Juan Tablada, Li-Po y otros poemas, Imprenta Bolívar, Caracas, 1920.
10. Luis Kintaniya, Avión, Cultura, México, 1923.
11. Antonin Artaud, “Una nota sobre el peyote”, México y Viaje al país de los Tarahumaras, Luis Mario Schneider (ed.), Fondo de Cultura Económica, México, 1984.
12. Gabriel Ferry, Costal l’indien, préface de Mme. Georges Sand, Hachette, Paris, 1875.
13. Fabienne Bradu, André Breton en México, Vuelta, México, 1996.
14. A. Breton, “Le chien andalou”, Oeuvres, t. II.
15. Ibid.
16. André Breton-León Trotsky, “Pour un art révolutionnaire independent (Prémiere redaction de la main de Breton)”, Oeuvres, t. III.
17. André Breton, “Frida Kahlo de Rivera”, Mexique, Renou et Colle, Paris, 1939, p. 9. Se volvió a publicar como “Frida Kahlo”, El hijo pródigo”, 38 (1946).
18. Xavier Villaurrutia, “Reseña: César Moro, Le chateau de grisou, Éditions Trigrondine, México, 1943”, El Hijo Pródigo, 7 (1943).
19. César Moro et al., “Prólogo”, en Catálogo de la Exposición Internacional del Surrealismo, Galería de Arte Mexicano, México, 1940.
20. César Moro, Obra completa, André Coyné (ed.), Centre de Recherches Latino-Américaines, Paris, s. a. [obra en preparación].
21. Citado por Salomón Grimberg, “Los días de la calle de Gabino Barreda”, Surrealismo, vasos comunicantes, Instituto Nacional de Bellas Artes, México, 2012.
22. Luis Cardoza y Aragón, “Demagogos de la poesía. La Exposición Surrealista”, Taller, 8-9 (1940).
23. Serge Fauchereau, Los poetas surrealistas en México y Octavio Paz, Museo Francisco Cosío, San Luis Potosí, 2008.
24. Roland Penrose, Wonder and horror of the human head. An Anthology, Lund Humphries, London, 1953.
25. César Moro, “Prólogo a la Exposición internacional del surrealismo”, Los anteojos de azufre, André Coyné (ed), Torres Aguirre, Lima, 1976.

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RICARDO ECHÁVARRI (México). Poeta, ensaísta e tradutor. Destacado estudioso e difusor do Surrealismo. Página ilustrada com obras de Wolfgang Paalen (Suíça, 1905-1959), artista convidado desta edição de ARC.

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ÍNDICE # 102

EDITORIAL | O amor pelas palavras

ALFONSO PEÑA | Cali Rivera & el arte para ser libres

HAROLD ALVARADO TENORIO | Los Nuevos y León de Greiff

JACOB KLINTOWITZ | Click – a arte da inclusão

JACOB KLINTOWITZ | Marcos Coelho Benjamim

JOSÉ ÁNGEL LEYVA | Eduardo García Aguilar, extranjero y sin banderas, el mundo es la raíz

MANUEL MORA SERRANO | Tres fabulillas

MARIA LÚCIA DAL FARRA | Da bike ao helicóptero: Vergílio Ferreira e Herberto Helder

MARIA LÚCIA DAL FARRA | Vergílio Ferreira e a nostalgia da aura

RAFAEL RUILOBA | Rogelio Sinán y sus voces mágicas

RICARDO ECHÁVARRI | México en la poesía surrealista

ARTISTA CONVIDADO | WOLFGANG PAALEN, por Aldo Pellegrini

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Agulha Revista de Cultura
Número 102 | Setembro de 2017
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