terça-feira, 13 de fevereiro de 2018

JOSÉ MIGUEL PÉREZ CORRALES | Surrealismo, arte, ciencia



Excepcionalmente doy noticia en esta ocasión de un libro ya publicado hace algunos años: Surrealism, art and modern science (Universidad de Yale, 2008), a cuyo autor, Gavin Parkinson, ya conocía por su finísimo ensayo “La historia natural del surrealismo”, donde señalaba las limitaciones del enfoque a que sometió Walter Benjamin el surrealismo en su tan citado ensayo de 1929, corrigiendo principalmente el tópico de que el surrealismo es un movimiento ante todo “urbano”, para señalar la crucial importancia de la naturaleza como “un tropo significativo entre los lenguajes del surrealismo”. Ese trabajo de enorme interés fue publicado en el catálogo Surrealismos de la galería Guillermo de Osma, en 2003.
El nombre de Gavin Parkinson y la reciente minipolémica sobre surrealismo y ciencia me han llevado a hacerme con este libro excepcional, muy denso, muy documentado, muy brillante, acompañado de magníficas ilustraciones, y que además no aparece nombrado en Infosurr, lo que es señal de que puede haber pasado desapercibido para muchos (hay, en cambio, una escueta reseña de Mike Peters en el n. 1 de Phosphor).
Lleva esta obra el subtítulo “Relatividad, mecánica cuántica, epistemología”, y su objetivo es trazar la historia de las relaciones entre el surrealismo y la física moderna, fecundas en los años 30 y 40, hasta que los años de la Guerra Fría revelaran el verdadero rostro de la física nuclear y de sus antecedentes.
El primer capítulo se dedica a la física moderna y su filosofía, con especial atención a su recepción francesa. Ya entramos en materia más nuestra con el segundo: “Relatividad y epistemología. André Breton y Gaston Bachelard”. En los textos pioneros de Breton se detecta el uso del lenguaje electromagnético, y luego se estudia de modo óptimo su “Crisis del objeto”, muy basado en la ciencia de la época y en particular en el “superracionalismo” de Bachelard. Los objetos matemáticos fotografiados por Man Ray y que tanto atrajeron a los surrealistas (aquí mismo hemos reseñado el catálogo de la exposición que sobre ellos tuvo lugar hace un par de años), fueron también admirados por Bachelard, quien apreciaba en ellos su anticartesianismo. Esto permite a Gavin Parkinson –estudioso dotado de un conocimiento perfecto del arte surrealista de la época– aludir a los biomorfismos de Arp, a las figuras de Henry Moore, a las redes de Domínguez, a las búsquedas de Matta y Onslow-Ford, a las ideas duchampianas. Es, evidentemente, irrefutable que las ideas científicas de la época influyeron en el arte surrealista.
El capítulo 3 lleva por título “Epistemología y política. Gaston Bachelard y el surrealismo”. Parkinson cita mucho la entrevista que Domingo López Torres le hizo a André Breton en Tenerife, ya que debe ser el punto más alto que se registra en el fervor bretoniano por la ciencia, aunque a la vez sin ninguna ceguera, hasta el punto de advertir los riesgos de “formación de una nueva religión que sería, paradójicamente, la religión de la ciencia”. La física le parece entonces un campo pionero incluso más valioso que el psicoanálisis.
Gavin Parkinson estudia en detalle el impacto de las teorías bachelardianas en Breton, pero también en Éluard, Dalí, Crevel, Tzara, Mabille. Si Éluard era su poeta surrealista favorito (es poco imaginable que lo hubiera sido Péret), de quien estaba ideológicamente más cercano era de Mabille, con su síntesis arte/ciencia, su humanismo de raíces renacentistas y su optimismo beato (un día habrá que pasar a peine fino sus muchas declaraciones de exaltación de las máquinas y la tecnología), todo ello aún vigente en sus textos del año de su muerte, 1952, cuando en el surrealismo ya soplaban otros vientos. Hay sin duda una relación Bachelard-surrealismo en los años 30, pero que concluye en un lúcido alejamiento por parte de los surrealistas. Ese alejamiento es esencial, aunque parezca tomar como motivo la publicación del Lautréamont bachelardiano, un libro indigno del cisne de Montevideo, aunque no tanto como el de Marcelin Pleynet.
En las décadas de Cerisy (1966), hubo un “Bachelard y el surrealismo” desarrollado tontamente por Marie-Louise Gouhier, que ya concitó oportunas matizaciones sobre Bachelard de Michel Guiomar y Pierre Prigioni, pero para mí el punto de vista definitivo sobre Bachelard, por lo que respecta al terreno surrealista, lo expuso Bernard Caburet en La civilisation surréaliste (1976), dentro de una invectiva, precisamente, contra el mundo de las máquinas y la “mecasodomización” del hombre contemporáneo (aún embrionaria si atendemos al actual tecnofascismo). Tras señalar que la Razón se ha convertido en “la prostituta del poder y del complejo científico-técnico”, pone a Bachelard como ejemplo de una “doble vida” que favorece “la duplicidad y la mistificación”: “Bachelard supo muy bien entregarse alternativamente al día de la razón que reina en la ciencia contemporánea y a la noche de la imaginación que inspira la poesía, ofreciéndose muy naturalmente como el refugio ideal de la buena conciencia, como la coartada de un dualismo plenario, como el triunfo ejemplar y viviente de una doble conciencia feliz. Su desdoblamiento tan bien logrado y equilibrado, su doble vida no son felices más que para él y para quienes se complacen en identificarse con él. Hay ahí sin embargo un drama apacible, un conflicto latente en apariencia bien resuelto por Bachelard, enmascarando un problema que bajo el imperio de la razón fue siempre reprimido, no fue nunca planteado. La razón no es lo que se dice, no es aquello de que hace Bachelard la apología. Objetiva e históricamente, el superracionalismo bachelardiano funciona y funcionará como una garantía humanista, siempre solicitada para justificar la hegemonía técnico-racionalista de nuestra época. Pues si Bachelard nos hace comprender los medios renovados de la razón, no nos invita a interrogarnos sobre las finalidades reales de la actividad racional en los sabios. (...) La utopía bachelardiana es una utopía escolar, la de una escolaridad que se prolonga hasta extenderse sobre toda la existencia, o una utopía científica, la de la república de los sabios realizando «la unión de los trabajadores de la prueba», imponiendo una moral salida de la deontología del trabajo científico. ¡La sociedad futura será escuela o laboratorio! Si para la edificación de los jóvenes espíritus se gusta repetir que Bachelard llamaba a su mesa de trabajo su mesa de existencia, yo por mi parte encuentro inquietante esa virtud que nos promete como utopía la transformación de la mesa de la existencia en una inmensa mesa de trabajo”. Caburet cita entonces la reseña que Michel Serres ha hecho del tomo de las citadas jornadas de Cerisy, donde este dice con contundencia, al referirse a la intervención de Marie-Louise Gouhier: “Lo que Bachelard quiere edificar es un lugar científico donde la característica central será el control de todos por todos” –música que a mí me recuerda algo... Como Gavin Parkinson se limita a la era Breton, no hay referencia en su libro a este tan significativo texto de Bernard Caburet, que me ha parecido oportuno traer aquí a colación.
Este capítulo tercero estudia dos obras tan raras como valiosas: Le temps et le rêve, de John W. Dunne, y Imagination et réalisation, de Armand Petitjean, publicadas respectivamente en 1927 y 1936. La primera, traducida parcialmente por Queneau en 1932, la aproxima Gavin Parkinson a El amor loco, pero se trata de un libro con efecto de larga distancia, ya que Breton volvería a él en los años 50.
El capítulo cuarto lleva por título “Astrofísica y misticismo. Georges Bataille y Arthur Eddington”. Aquí y en el capítulo sexto, Parkinson se ocupa de las superficies litocrónicas, del influjo de Eddington en Sábato y Domínguez. Hay una referencia también, a Robert Benayoun, doble: por su descubrimiento de Charles H. Fort y ese asombroso libro que es Le livre des damnés, y por su pieza “La science met bas”. Le livre des damnés fue editado por Losfeld en 1955, con traducción y prólogo de Robert Benayoun, quien la presenta como un “catálogo vivo y poético de los prodigios inexplicables” (de ese personaje genial que era Fort es esta cita: “Me he cerrado a la sabiduría de los siglos, y este aislamiento me ha llevado a las hospitalidades bizarras: cierro la puerta de entrada a Cristo y a Einstein, y por la de servicio le tiendo la mano a las pequeñas ranas y a las hierbas locas”, que yo uno a esta de Albert Camus: “Cambiaría diez conversaciones con Einstein por una primera cita con una bella corista”, y esta de René-Guy Cadou: “La intuición poética sabe, sobre este mundo, algo diferente que Einstein”). En cuanto a la hilarante pieza “La science met bas” (que cierra el título homónimo, publicado en 1959, su personaje principal, el profesor Gottlieb, es caracterizado como “una mezcla poco probable de Einstein, de Gurdjieff y de Groucho Marx”; las réplicas de los sabios de esta farsa en que la ciencia es vista como una farsa son “intercambiables”, ya que “en era científica, no tiene el profano por qué considerar al hombre de ciencia con más respeto que el que le concede a los campeones de bicicleta, a las vedetes del music-hall o a las bailarinas de strip-tease”.
Mientras tanto, Bataille seguía con su Critique (donde le abriría las puertas a los Foucault, Derrida, Barthes, Blanchot) y su amistad con el físico George Ambrosino, empleado de De Gaulle en el Comisariado de la Energía Atómica a la vez que colaborador suyo desde Acéphale a Critique. En este aspecto, transitamos ya con el capítulo quinto a materia menos enrarecida, ya que trata de la inspiración de la mecánica cuántica en los cuadros de Matta, Paalen y Max Ernst. El sexto se titula “La relatividad y la cuarta dimensión”, y es ahora la vez de Dalí, con su “espectacular mezcla de Relatividad y psicoanálisis”, que Gavin Parkinson estudia en su asociación a la paranoia. Pero también es el turno de Caillois y su cargante “rigor científico”, otro de los no pocos equívocos que jalonan la trayectoria del surrealismo (no pocos, pero tampoco muchos, si se piensa en lo larga y accidentada que ha sido esa trayectoria). Un equívoco que, como advierte muy bien Gavin Parkinson, se arrastró desde su primera intervención en el surrealismo, o sea desde su artículo en el n. 5 de La Révolution Surréaliste.
Y así llegamos al verdadero meollo de la cuestión, aquí situado en la “coda” del libro: “Física nuclear y Guerra Fría. Surrealismo y Salvador Dalí”. La oposición sería entre el “escepticismo” del surrealismo y el “misticismo” de Dalí, pero ya las derivas dalinianas no carecen de sentido alguno para el surrealismo, y el capítulo solo interesa por lo que respecta al rechazo terminante que los surrealistas hacen de la física nuclear en los años de la llamada Guerra Fría, no dejando de ser un dato capital que París había sido un lugar decisivo en la física nuclear de los años 30 y que Francia no se adelantó en crear la primera bomba atómica tan solo a causa de la invasión nazi. En 1945, es muy curioso saber, gracias a Parkinson, que, cuando Breton visita las reservas de los hopis y los zunis, acababa de tener lugar muy cerca de aquel territorio la primera explosión nuclear, dato que Breton desconocía.
Los surrealistas, en un primer momento, no condenan la barbarie nuclear, según Gavin Parkinson, por dos causas: su utopismo (que los ha llevado en no pocas ocasiones a evitables credulidades) y el temor a ser confundidos con las fuerzas religiosas que esgrimían esa condena. Así, en el catálogo de la exposición de 1947, hay una serie de textos sobre la ciencia, pero ninguno va en esa dirección: “ni un solo texto aprovecha la oportunidad para condenar la bomba, el poder de los físicos modernos, la irresponsabilidad de la física, la industrialización y militarización de la Gran Ciencia”. ¿Pero no se debería ver lo que había de repudio de todo ello en el giro que esta exposición daba hacia las ciencias tradicionales? Sea como sea, el año clave va a ser el siguiente, cuando André Breton publica La lámpara en el reloj, manifiesto cuya publicación llevó en portada un fotomontaje de Toyen (una lámpara de petróleo incandescente brillando en el interior del reloj de Praga) y que Gavin Parkinson estudia como un ensayo “transicional” en la interpretación surrealista de la física moderna, como el principio del fin en la historia de estos amoríos del surrealismo. Se había fundado entonces el Movimiento para la Paz, apoyado por Picasso y su paloma, Éluard, Aragon... pese a que el Partido Comunista Francés le había dado la bienvenida a la bomba de Hiroshima en L’Humanité y a que la prensa comunista francesa saludaría con entusiasmo la primera explosión nuclear soviética, que tiene lugar en 1949. Gavin Parkinson cita estas palabras de Breton: “Por más que nos interrogamos sobre lo que puede incubarse bajo los rizos del profesor Einstein o proliferar tras el duro cepillo del extraño camarada Stalin, no: no era en realidad de tan suprema escena de cacería de lo que se trataba”. Pero este admirable texto, que acababa con la celebración de Malcolm de Chazal, merecería citarse en su integridad.
Ya en los años 50, con la expansión de la política nuclear francesa (y hoy Francia se ha convertido en un polvorín de centrales nucleares que hace aconsejable evitar su visita cuidadosamente), menudean las reacciones surrealistas a todo ello, en Médium como en los textos de Breton. Capital al respecto es la entrevista sobre arte y ciencia que Breton da a la revista Arts en 1952 y que cierra el volumen de entrevistas de Parinaud, por no hablar del tract del grupo “Desenmascarad a los físicos, vaciad los laboratorios”, publicado en 1958. Ambos textos señalan el carácter destructivo de la ciencia y la tecnología, y no hay nada que a mí en particular me haya hecho cambiar un ápice la visión que en ellos se expresa, dejando de lado que aún estoy esperando se me muestre que la ciencia occidental, incluida su tan relativa (a pesar de sus pretensiones absolutas) “teoría de la relatividad”, haya respondido jamás a ninguna cuestión esencial.
Y ello me hace pensar en un gran ausente del libro de Gavin Parkinson, lo que era inevitable: Antonin Artaud, cuyo nombre nunca aparece nombrado en el largo ensayo y solo una vez, y sin significación alguna, en sus casi mil notas. Antonin Artaud, cuya grandeza de espíritu lo llevó a no participar en Un cadavre ni a definirse jamás como un “enemigo” del surrealismo, como sí hizo Georges Bataille (enemigo, para colmo, “del interior”). Y es que Artaud lo que pretendía era acabar con el tinglado occidental, no contentándose, como algunos surrealistas, con la sustitución del sistema capitalista por otro socialista, en el peor de los casos ni siquiera contemplando la liquidación del Estado. Así, la cuestión de la física moderna no podía ni planteársele, ya que su rechazo de la ciencia occidental era radical. En el surrealismo, en cambio, resurge de vez en cuando el remozamiento de la ciencia, que más allá de ser un motivo de curiosidad resulta que ya sería otra, como, pasándonos a la política, se intenta dar nuevos créditos a consignas tan obsoletas como la de “¡Todo el poder a los soviets!”
Pero nos alejamos ya, con estas digresiones, del objetivo trazado por el libro de Gavin Parkinson, una obra extraordinaria, que ilumina plenamente la cuestión tratada y que está llena de aportaciones valiosísimas para comprender mejor una gran parte del arte surrealista de los años 30 y 40.


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Página ilustrada com obras de Singwan Chong li (Chile), artista convidada desta edição.

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Agulha Revista de Cultura
Número 107 | Fevereiro de 2018
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