terça-feira, 6 de março de 2018

MANUEL OVALLES | Mi padre, Caupolicán Ovalles



Cuando pienso en nuestra relación siento que, más allá del ejercicio del querer paterno-filial que hubo entre nosotros, entre Caupo y yo, existió un gran amor, un bello entendimiento que trascendía los linderos familiares, configurándose en una complicidad que se irradiaba en nuestras miradas.
Mi padre, el Poeta-Hostias, por juegos fatales del destino, quedaría huérfano de padre a la edad de ocho años, por más que haya querido y fingido reinventarse su imagen paterna en la figura de su augusto y distante abuelo, el doctor Víctor Manuel Ovalles, el Sabio Ovalles, como él le decía, incluso muriendo ellos –coincidencia– un mismo día de febrero. Pretensión que no distó de ser uno más de sus imaginarios artificios literarios, a los cuales nos acostumbró cuando narraba y almidonaba sus odiseas. Con el paso del tiempo, en muchas de nuestras largas conversaciones, se develaría la verdadera historia. Por dichas causas, Caupo, en las lides de padre, fue un constante aprendiz y un profundo manipulador del cariño de sus hijos.
Pero mi padre logró siempre explayarse, extralimitándose y extendiéndose, en el amor y la ternura con la que arropaba celosamente a los suyos. Con ese mismo carisma incandescente con que animaba y conmovía las barras de los bares, con su verbo encendido y mágico, enloqueciendo mujeres y amigos, deslumbró a su familia. Él, tanto en casa como en su República del Este, fue el Padre de la Patria, El Tirano Ovalles, así fue tratado y reverenciado desde mi más corta infancia hasta su último día, por propios y ajenos.
Su imagen irrumpe con furia en mis primeros años: en casa, mi padre-poeta era ya un ser enigmático para los tiernos y blandos ojos de cualquier niño. No era como los demás padres, distaba mucho en serlo, era un poeta en constante uso de la razón. Sus horarios y costumbres de matices surrealistas distaban de lo convencional: despertar tarde y acostarse en la madrugada, pasaba días enteros con una atención escrupulosa leyendo y esculpiendo en su máquina eléctrica. Su andar tenía un aire completamente irreverente, no solía vestirse, pasando el día deambulando por los confines del apartamento, cubriendo su humanidad únicamente con sus famosos interiores de colores, recuerdos de viajes a España.
Acostado, descansando en su cama, en silencio, prolongábamos la contemplación observando cómo se enrollaba las sábanas en la cara, apretando las almohadas entre sus piernas. Dormía dejando su inmenso cuerpo a la intemperie, nunca se cubrió, nunca se arropó, tampoco conocería el frío, su sueño era intenso y profundo como su prosa.
Caupo no era precisamente el padre que jugaba contigo a indios y vaqueros, o te llevaba el domingo al Parque del Este, pero lograba hipnotizarte con esos ojos vivaces y sonrientes, impresionándote con su inmensa y rebelde mancha-lunar que surcaba la mitad de su pecho y escalaba suavemente subiendo hasta posesionarse en su mentón. Permitía que jugásemos con sus grandes y panchovillescos bigotes negros, además nos entreteníamos contándole la extensa galaxia de lunares que poblaban su cuerpo. No era el Parque, era más divertido.
Tarde por las noches, su arribo a casa se convertía en un gran acontecimiento, transformándose en una procesión pagana. Aunque parezca raro, y tal vez yo mismo desconozca los intrincados y ocultos caminos de cómo lo logró, pero su llegada era precedida por desbordantes manifestaciones de cariño: abrazos, amapuches y besos. Junto a Gustavo, con edades oscilantes entre los 4 y los 8 años, lo conducíamos lentamente a su habitación, y procedíamos a desvestirlo con gran protocolo ceremonial, como quien recibe a un faraón. Él, como un gran actor, estiraba sus brazos, cual Cristo en la Cruz, mientras le quitábamos las prendas de vestir, lo acostábamos en su cama y finalizábamos la mayoría de las veces en una disputa infantil, a ver quién dormía finalmente con el Jefe Indio, nuestro Caupolicán.
Muchos años después discutí eso con Gustavo, sospechábamos quién y cómo nos habían introducido a ese culto intenso y apasionado del cual nunca pudimos salir ni escapar: si nuestra abnegada madre, Josefa, enamorada perdida de su loco Poeta-Hostias de 25 años, o nuestro egocéntrico padre, quien disfrutaba recreando fantásticos mitos en torno a su figura e imagen.
Sé, por la literatura oral del Caupo, que en mi precoz infancia me enamoré perdidamente de mi madre, supe que suspiraba por ella como todo un Edipo Rey. Una amiga psicóloga diagnosticó que debía pasar más tiempo con mi padre para conjurar el maleficio. A lo que mis padres resolverían con un “que el niño ahora duerma con su papá”, como santo remedio. Resultando que, hasta más allá de los quince años, me acostumbré a dormir casi todos los días con él, día a día, me cargó de madrugada hasta mi habitación. Con los años, vencido por mi crecimiento exponencial, desistió de tal proeza y resolvió dejarme en su cama y dormir él en la mía, creándose entre nosotros una entente que sacaba de quicio a cualquier miembro de la familia. Pasé a ser “el niño de su papa”, por lo cual cualquier decisión sobre mí terminaba bajo el visto bueno de su caprichosa opinión. Era ya parte de su prosa, engrosaría su literatura oral. Nuestra armazón cómplice se consolidó en esos años. Era yo el séptimo de su camada particular, o su “cachorro” como le gustaba decirme, con la mirada erguida de patriarca orgulloso.
De niño, a diferencia de mis amiguitos, nunca busqué héroes de comiquitas, ni bomberos apagafuegos o guerrilleros heroicos –como debiera ser en mi familia izquierdosa–, yo siempre quise ser como mi papá. ¿Y cómo era eso? “Divorciado y periodista”, contestaba ante la mirada atónita de los incrédulos. Mucha claridad para tan escasa edad. Nunca sería periodista, y aún no me he casado la primera vez, pero mi héroe sigue siendo mi “papa”, como yo lo llamaba con mi fuerte y ronca voz.
No nos engañemos, Caupo-mi-poeta-hostias necesitaba baños de amor y admiración y era yo un infante que él formaba bajo su imagen y caprichos, heredando fragmentos esparcidos de su locura y porciones de su entrega por la vida. Era su séptimo hijo, el último de dos matrimonios, el inquieto en casa, el dado a los problemas. Pero a él solo lo divertía, era una de sus alegrías, convirtiéndose para mí en el bueno de mi película, mi Superman particular. Un día, mi abuela Jacinta dijo, con el entrecejo fruncido, racionalmente sentenciaría con uno de sus refranes canarios: “el niño que llora y el padre que lo pellizca”.
A lo largo de la infancia, la de Gustavo, la mía y un poco la de él mismo –que no pudo completar por la muerte del Guati–, solíamos acudir los domingos de familia a su famoso “Triángulo de las Bermudas”, ese trípode mágico de bares de la Avenida Solano López, invento de su prosa arbitraria y caprichosa. Ahí era donde papá acudía diariamente a regocijarse con sus amigos, antiguos miembros exiliados de cofradías como El Techo de la Ballena y La Pandilla de Lautréamont, y la más reciente y abierta República del Este, donde fungía de sumo sacerdote, Padre de la Patria. Nuestra madre nos llevaría acuciosamente los fines de semana, en los años setenta, para que compartiéramos con nuestro padre, en familia, con nuestra familia, sus amigos, sus poetas y esos prohombres y mujeres de la República del Este, como Manuel Alfredo Rodríguez, Rubén Osorio Canales, Luis Salazar, Paco Benmamán, Héctor Myerston, Salvador Garmendia, Argimiro Briceño León, Adriano González León, Mary Ferrero, Elías Vallés, Miyó Vestrini, Mateo Manaure, Pepe Luis Garrido, David Alizo, mi padrino Manuel Matute, Luis Correa, Luis Camilo Guevara, Denzil Romero, Elí Galindo, Luis Sutherland, la Negra Maggi, Mateo Manaure, Daniel González, El Catire Henández D’Jesus, Andrés Aguilar, Orlando Araujo, el Chino Valera Mora y tantos otros, unos vivos otros muertos ya, a los cuales nos enseñó a besar y solicitarles la respectiva bendición, y a quienes hemos sentido, en el devenir de los años, más próximos que nuestra propia sangre.
Siempre pienso en aquel viernes de abril por la tarde, cobijándonos del crepúsculo, esquinados solos en una barra de Sabana Grande. Esperando que se disipara el humo del cigarrillo, mi padre murmuraría, haciendo un ademán típico suyo, una verdad que he asumido toda mi vida: “en la vida, Manuelito, tenemos dos familias, una con la cual naces y la tienes que soportar, y la otra, la de la calle, la que escoges, que es la tuya, y es la que quieres y amas.” Esa segunda fue verdaderamente la suya, siempre se la celamos, amamos y odiamos. Cosas de familia.
Recuerdo al cumplir mis diez años, cómo los celebró un medio día en el bar asturiano La Bajada, hoy día ya inexistente. Estando en la barra, me dijo: “ya tienes edad de tomarte una cerveza, ven y toma tu cerveza”.
Hoy, le hubiera contestado:

“Yo sé Guatimocín que estamos en un pueblo Yo sé
Salvaje yo (yo sé)”

Pero, ya no puedo. Mi padre tampoco está.
Con mis mismos diez años nos raptaría, a Gustavo y a mí, una madrugada de Semana Santa en un Ford negro, con la única presencia de Elías Vallés, nuestro anfitrión, destino a Puerto La Cruz a unas vacaciones inolvidables. Las únicas en nuestra infancia exclusivamente solos con él. Un viaje no falto de Surrealismo.
Apenas el alba se difumó, hicieron entrada triunfal al Ford negro dos morenas que nos acompañarían. En la carretera a la altura de Aguas Calientes, con las curvas y el verde intenso soslayado a la ventana, sonaba “Pedro Navaja” en la radio y ya la primera botella de whisky había hecho acto de presencia. Caupo y Elías, locos fantásticos entregados a su tertulia, mientras nosotros, niños, embelesados, disfrutábamos de nuestros mayores. En un instante, Elías me increpa señalando las chicas: “¿Te gustan, Manuelito?” No pasarían escasos segundos cuando súbitamente una de ellas me daría un apasionado beso, que tendría que esperar años posteriores para poder repetir y sentir. Ese viaje nos marcaría, el encanto de Caupo y Elías no conocieron límites.
Nos alojamos en la suite del Meliá Puerto La Cruz. Loqueábamos a nuestras anchas de menores emancipados y rebeldes, hacíamos en la habitación concursos de helados y comidas en la madrugada. En el día, algunas mañanas paseábamos en el yate de Elías, el Cari-Caro. Otras, paseábamos por tierra, en el mismo Ford negro, visitábamos la extensa red de funerarias que Elías poseía en la zona –el “Emperador de la Muerte”, como mi padre se mofaba de él, debía vigilar sus intereses. Luego, al arribo de Héctor Myerston, los cinco compartimos habitación con camas conjuntas. El último día, Paco Benmamán haría presencia con un helicóptero de procedencia gubernamental, en el cual nos pasearían por las ruinas de Cubagua. Fueron doce días prematuramente inmersos en el mundo de los adultos, ahí decidí que, con el tiempo, sería uno más, un amigo de ellos.

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Cuando Josefa y él, en un febrero del 81 en vísperas de carnaval (igual al febrero de 1963 cuando se conocieron y se enamoraron, igual al febrero de 2001 que se murió, los tres coinciden), parten a París de Francia, como le gustaba decir al Caupo, nuestras vidas tomarían otro rumbo. Él rebosaba con la belleza y vigor de sus 45 años, en París de Francia, solo, sin amigos, sin tertulias y sin ejercer ninguna dictadura en repúblicas poéticas. Solo, sin más nadie que nosotros y la perrita Mandarina, se dedicó día a día a un ejercicio de la paternidad y la vida familiar desconocido hasta ese momento para él mismo y para nosotros.
Recuerdo su empeño diario en llevarme y buscarme a la puerta del colegio Antoine de Saint-Exupery. También recuerdo el tiempo que disfrutábamos los cuatro: nos cocinaba, veía televisión y acudíamos a los parques por primera vez juntos. Cuando, en mis ratos libres, le manifestaba mis deseos adolescentes de salir a dar un paseo, él respondía, inmerso en la creación poética, envuelto en sus papeles y ante su máquina de escribir –una portátil amarilla y negra: “termino esta estrofa y te acompaño.” Escribía su novela Yo, Bolívar Rey. No se le podía llevar la contraria. Eran las tardes de grandes paseos por los bulevares Montparnasse y Raspail, los cuales terminaban en cualquier café, Gustavo y yo jugando pin-ball, él leyendo Le Monde frente a une demie.
Meses después, no entendería por qué carajo no me dejaba salir con mis amigos franceses. Total, tenía 14 años. Pero el poeta necesita de sus baños de amor y admiración, y solo su pequeño podía dárselos. Josefa estaba dedicada, como siempre, a la realidad del hogar y a sus estudios en la Sorbone, y Gustavo era un buenmozo emancipado. De ahí en adelante, de tanto andar juntos, me acostumbre a hablar temas de “viejos”, como novias y amigos de mi edad me remarcarían años posteriores. ¿Pero de qué podíamos hablar el Caupo y yo? Si no sobre la historia del país, su vida, anécdotas y amores. “Soy escritor para escribir sobre mí”, solía decirme mientras se arreglaba su largo y negro bigote. Siempre se acariciaba el bigote cuando su ego se volatilizaba a su alrededor, era parte de su mundo mágico-real. Sus únicas flaquezas o concesiones a aquellas tertulias de Versalles (lugar sacrosanto escogido por él para pasar nuestros domingos, “solo para Reyes y Caciques”) sería manejar bicicleta. Un sábado de verano le riposté: “viejo, está bien que salgamos solos los dos, pero tengo 14 años y quiero manejar bicicleta.” Aceptó, eso sí, “sin correderas”, dijo mientras me seguía a lo lejos en su bicicleta.

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De estos días parisinos pasaron los años en nuestra Tierra de Gracia, el regreso a Caracas desencadenaría el divorcio con Josefa, el dolor familiar por la separación, más no la ruptura. Nunca dejamos de hablarnos y vernos diariamente. Nunca dejó de ejercer su paternidad y ese encantamiento sobre mí, aunado a sus funciones de Cacique, porque como él decía: “¿para qué carajo me llamo Caupolicán Ovalles?” Siempre, mientras pudo, mandó a los suyos, pero esa es otra historia.
Mi crecimiento emocional, hasta devenir en hombre adulto, se convertiría para él en la intromisión, en la entronización y aceptación del amigo, del compañero y confidente que fuimos hasta nuestra despedida física un 4 de octubre de 2000, día que marché a España. Lo escogí arbitrariamente, por ser el aniversario de mi hermano Gustavo. Supe muy temeroso en el silencio de mi alma, que tal vez sería nuestra última vez, como efectivamente fue, físicamente.
Lo busqué esa mañana, acompañado de una melancolía abrumadora y, como siempre, no estaba listo (nunca lo estuvo, para él mi premura no existía). Me recibió con sus infaltables interiores de colores y sin gafas. No se inmutó con mi histeria emocional. Recuerdo que luego, en casa de mi madre, en medio de mi última disputa con Gustavo y Josefa, ante los impávidos y silenciosos ojos de mi tía Tita, Caupo fue el único en poder detener esa insulsa escaramuza. Peleas de canarios, se diría internamente mientras se peinaba su largo bigote ya canoso.
Me acompañó hasta el aeropuerto a despedirme. Nos sentamos los dos atrás en el carro, hablábamos. Cómo iba a saber que sería nuestro último viaje, después de tantas comparsas juntos, tantos momentos cómplices. Cómo ese simple viaje iba a ser el último encuentro, ese recuerdo metamorfoseado en imagen lacerante aún me persigue por las noches, me acecha ante su ausencia
En Maiquetía las diferencias familiares cesaron, allí nos reunimos por última vez Caupolicán, Josefa, Gustavo y yo. No miento si reconozco que me sentí raro, algo volátil. Mientras tanto, mi hermano y yo nos emborrachábamos en el bar del aeropuerto por su cumpleaños, por mi despedida o tal vez por el último encuentro familiar. Caupo tomaba sus cafés con agua mineral. Mientras, la mirada penetrante y silenciosa de Josefa, mi madre, su esposa de siempre, nos observaba en silencio a los tres, pensando alegre y resignada, diciéndose tal vez: “estos tres hombres me han enamorado y jodido mi vida entera.”
Pero aún mucho he de contar, antes de llegar hasta un 23 de febrero de 2001.

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Solo recordaré su último cumpleaños, el 24 de abril de 2000, día en el cual conjuramos todo nuestro amor y entendimiento, en medio de un frenesí desbordado y alucinante, como a él le gustaba.
Por acto tal vez divino, posiblemente temiendo su ausencia presente, nos adentramos en una noche dionisíaca que se extendería por un día adicional. Personalmente, la realidad me impelía tal exabrupto, pero la irreverencia obstinada cedió ante la confusión reinante. Yo no sabía que eran los primeros albores de su despedida terrenal. Indicios había.
Esa noche, arropados en un bar infame, con la compañía de pocos amigos, entre quienes recuerdo a mi hermano Gustavo, Eduardo Semtei, Rubén Osario Canales, el Chino Chang, Alfredo Quintero, Néstor Sánchez… fuimos su exclusivo e incauto público. Ante un par de botellas de whisky, Caupo daría un controvertido discurso poético en conmemoración de sus 64 años. Digo controvertido porque cuestionó su propia existencia y avizoró entre gagueas y dudas sus años por venir.
Por razones no comprensibles biológicamente, su padrino, el verdadero según él, un apacible y bebedor octogenario, estaba ahí, presente en la barra contigua frente a nosotros. Nos observaba maravillado en silencio, pero la casuística era aún más grave: nadie había invitado a aquel anciano. Ahora que le visualizo y recuerdo sus ojos, tenía en la mirada un poema de Cesare Pavese: “vendrá la muerte y tendrá tus ojos.”
Esa noche, penetrando en la madrugada caraqueña, al cierre del bar –o al ser expulsados, mejor dicho–, por un impulso inimaginable e irresponsable me llevé a mi casa al cumpleañero y a los escasos comensales sobrevivientes, en resumidas cuentas: mi padre –el cumpleañero–, Gustavo y Néstor Sánchez. La emoción se excedería más allá de nuestras fuerzas, las sobrepasaríamos, olvidando el transcurrir del horario, extraviando el sentido del mismo tiempo con la traslación y rotación de la tierra. Repentinamente, sin darnos cuenta y ante nuestros ojos, explotaba en mi balcón la hermosura del alba frente a un imponente Ávila, además de las llamadas sucesivas de la oficina por citas pendientes, con los recriminamientos de Semtei por tal actitud suicida –desde el punto de vista laboral–, nos recordaba la existencia tangible del mundo real, y no el nirvana donde nos encontrábamos. Nada importó.
Nosotros confusamente seguimos. Mi padre-poeta, mi padre-irresponsable, continuó animando y nosotros embelesados encajamos en su juego, quedando rendidos bajo su anecdótica oral, y ante el fuego roji-verde que emanaban sus iracundos ojos.
Esa noche, o más bien ese otro día siguiente, quedamos solos. Hablamos de nuestras cosas: de mis amores, de mis esperanzas y temores, igualmente discutimos por su apocalíptica vida, las razones de su autodestrucción y los temores que aquejaban a un viejo poeta. Sería la conversación que más me ha marcado, por la crudeza y realidad con la cual los dos mostramos y revelamos nuestros temores, por la sinceridad palpable. El miedo al fracaso nos unió.
Ahí en la imponderable barra de mi casa –siempre con una barra de por medio– lloramos por la vida, por las miserias y devociones que surcaban nuestras existencias, nos abrazamos ante un sol inclemente como único confesor. Me sostendría la mano con un gesto de cariño, como solía hacer cuando era niño: En ese momento no podía haber mentiras o escasas verdades de por medio entre nosotros. Caupo confesó sus errores, por primera vez en su vida ante mí, se arrepintió, exculpó sus penas, reconoció sus fallas y por sobre todo aceptó estar inmerso en una maldita autodestrucción que no podía parar, que no sabía detener. Igualmente, hablamos de la soledad que le acongojaba y que escondía a toda prueba, y de su temor a envejecer. Yo no tendría mucho que confesar, ya que mi padre-poeta-hostia sabía mejor que nadie mis secretos, siempre estuvo ahí cuando quise confesarme o llorar con alguien, siempre me escuchó, siempre fue un padre en constante uso de la razón.

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Mi padre no aceptó el pasar de los años, a él la vejez no le llegaba, a él los años no le hacían mella, siempre fue “un poeta hostia de 25 años de edad, sin ejercicio y andado en su caballo rojo temido y elegante...”
Con los años, relegaría las relaciones amorosas a otro plano para convertirse exclusivamente en un “animal social”. Primaban más los amigos y el disfrute con ellos que la vida normal, a la cual, por cierto, había dejado tiempo atrás, pues vivía solo cobijado entre sus grandes lecturas, sus locuras mágicas, sus descubrimientos eruditos en sus libros antiguos de la Gran Papelería del Mundo, y las tardes en los bares hablando con quien disfrutase de su compañía. Sin mezquindades ni egoísmo trasmitía su sabiduría. Democratizaba el conocimiento, no era una vaca sagrada como abunda en nuestro país, sino un hombre de a pie.
Sospecho que no quiso enfrentar las transiciones de su vida, o tal vez se montó en su “caballo rojo temido y elegante” para apartarse de ella, la vanidad del poeta lo alejaba del mundo cotidiano. Pero, inconscientemente, necesitaba cascadas de admiración para su ego resplandeciente. La fama que aspiró no le sonrió en el final del camino y, por no conquistarla y cotejarla, prefirió seguir el declive que la vida le marcaba paso a paso. Contó con la suerte de tener unos hijos y amigos –como Gonzalo Rodríguez Landín– que se desvivían por él y no permitieron que su magia-gracia se desluciera jamás. Tampoco dejó que extraños nadaran por los mares de sus secretos. Celoso, guapo y vanidoso hasta el final.

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Hoy, 24 de abril de 2001, a un año de nuestra última gran conversación, día aniversario de sus 65 años, me siento algo extraño, bajo la aureola que me cierne y me persigue. Además de estar solo en Madrid esta madrugada. Confesaré que, hace un año, encontramos una solución-mágica-utópica a los males que nos acechaban. Mi padre tenía, ante todo, una virtud: podía estar inmerso en otro mundo, siendo un surrealista, pero su inteligencia y agudo olfato intelectual lo conectaban mejor que a nadie con la realidad que vivíamos los simples mortales. Sabía y supo las causas de su desgracia, vio venir lentamente a la muerte, olió los azufres infernales e intentó tarde zafarse de ellos y, como solución, nos trazamos un plan inconfesable.
Padre: abandoné todo y me vine a Madrid, te esperé por meses, recorrí sus calles buscándote, te llamé todas las semanas, mandé libros como a ti te gustaban, pero desgraciadamente asistí a tu funeral en Caracas. Lloré mucho en él, abracé a todos tus amigos y amores, en sus hombros dejé una lágrima, legado de tu amor a esta vida.
Ahora, mi Poeta-Hostia, con el alma destrozada, te diré, “con la palabra escrita” que siempre quisiste que ejerciera: estoy bien, tuve razón aquella madrugada en amanecer contigo, pude redimir mi vida. A la tuya no le hacía falta, no tenías nada de qué arrepentirte.
Descansa eternamente
Tu séptimo hijo
Manuel


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Agradecimentos especiais a Manuel Ovalles, filho do poeta, que generosamente nos encaminhou todos os textos. Página ilustrada com obras de Nicolau Saião (Portugal), artista convidado desta edição.

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Agulha Revista de Cultura
Número 108 | Março de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design | FLORIANO MARTINS
revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
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os artigos assinados não refletem necessariamente o pensamento da revista
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todos os direitos reservados © triunfo produções ltda.
CNPJ 02.081.443/0001-80


• ÍNDICE DESTA EDIÇÃO

ADRIANO GONZÁLEZ LEÓN |Investigación a las basuras. Prólogo de ¿Duerme usted, señor presidente?

DAVID TORTOSA | La posibilidad fulminante de escribir de Caupolicán Ovalles

ESTHER COVIELLA Y NELSON DÁVILA | Entrevista a Caupolicán Ovalles

FRANCISCO ARDILES | Caupolicán y la gente del Techo de la Ballena

GABRIEL JIMÉNEZ EMÁN | Vanguardia y exaltación vital en Caupolicán Ovalles

J. J. ARMAS MARCELO |¡Qué grande eres, Caupolicán!

JUAN CARLOS SANTAELLA | Caupolican Ovalles y la rebelión silenciosa

LUIS LAYA | Rayar los muebles en (des) uso de razón

MANUEL OVALLES | Mi padre, Caupolicán Ovalles

MIYO VESTRINI | El acertijo de las dos máscaras





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