quinta-feira, 5 de abril de 2018

JONATAN ALZURU | Fábula de Miguel Márquez y el titiritero en el fondo del mar



El mar es el cuerpo en su andar. Recorre cada fibra de su historia, la de él y la de todos. Su poesía es la narración del mar. En él no es una imagen sino el resumen biográfico de la noción del cuerpo, es razón sangrienta, intuición racional, psiquismo corporal, racionalidad estética, argumentos ideográficos; es un clima que anuncia, tiene vocación… el mar es un suelo antropófago donde reside como resistiendo, dice Miguel: “Con imágenes que nacen y mueren en la lengua,/ en el conflicto”. El mar es una línea transversal en su poética, porque es parte de su razón sensible, de su alquimia interior, la ofrece… hasta que el loco, finalmente/ Se lanzó desde muy alto. El mar tiene vocación de muerte en su retorno; su vocablo, suena… tiene música, configura a la ciudad, esa, la que habitamos desde la infancia. La de él, la de todos… nos nutre en ese océano que tiene orilla.
El mar es una radiografía perfecta del movimiento interno de nuestras casas. De los hombres que nos habitan. Él está narrando el mar desde siempre, desde que tiene Cosas por decir (su primer libro, Premio Fernando Paz Castillo, 1981). El mar es un fractal poroso, polifónico que se cuece entre las ramas de las metáforas para dar cuenta del oficio de vivir. Desde distintas ópticas lo narra; desde lugares diversos lo expresa; es el mismo, no es otro, pero en cada fotografía se observa otro ángulo, otra historia de las olas; el mar es una colección de mares, una exposición fotográfica de las situaciones y acontecimientos del cuerpo. Es el vértigo de la sangre que retumba como terremotos en cada palabra que enmascara la memoria, el sufrimiento, el deseo y el olvido. Es el movimiento mismo del acontecer. Las cosas por decir, aluden al mar, porque la transgresión de sus metáforas va dejando arena, un poco de sal… El mar como la existencia:

Mar Caribe

El Caribe es peligroso como los escorpiones,
como el arcoíris gramatical del desamparo.
Los blancos están despiertos esta noche.

Una casa de tablas vacía junto al mar.
Escupo en los espejos azules de los alacranes
y pienso en las burlas,
en el rosario esparcidos de las moscas.

Esta mañana el mar despertó envenenado
y prolijo sobre las inscripciones del abandono,
en la sal feroz de la rumia, la que inunda
la voluntad con hongos, pulpos, preguntas.
El mar es un esclavo quejumbroso.

Pregunto por las canciones, por la acabada
sombra de los plátanos bajo el techo del mundo,
por la vieja alegría enamorada que hoy rueda
quemada por el sol salvaje.

Soy negro y odio las plantaciones.
Amo la limpia caída del asombro
pero las quemaduras avergüenzan.

Un rincón para dormir, ventilador de aspas,
una radio. Tal vez bastaría el cuarto
para dar por terminada la vigilia,
el sobresalto de las voces, allá afuera.
Razones y chillidos y vísceras oceánicas
que desvarían, plenas de grasa y hediondez,
en las naves que naufragan.

La noche odia Las Antillas. Pronto
es pedir demasiado. Pero cuándo
los barcos dejarán de andar con los ojos
pegados en las paredes, en el techo,
en las escamas que hablan lento y en voz baja.

La maldad tiene los ojos grandes, y las uñas
de los pies son largas como agujas.
La mar está pálida y sin gente.
Escucho los nombres de los náufragos,
las navajas que le dieron muerte implacable
al mediodía. La locura anda con un paño en la cabeza
y se ríe como una autista por las calles
empolvadas de luciérnagas.

El agua finge, simula cautelosamente ser algo
adherido a los cristales. El agua que opaca, ofusca
y perpetúa el fuego. Las lenguas donde hierven
las almejas y revientan caras ilusiones invertebradas.

Rezo en un hospital de la costa:
caliente, sudoroso, mezquino.
Rezo y pregunto por los huecos en el sueño.
Por qué todo es tan oscuro bajo las estrellas.
Las palabras son terribles.
Pierden sentido, luz, y el precipicio de la abundancia.
Está desconchado el pueblo,
los perros no volverán ni el alma que sonaba
en la dulzura del aire.

El mar está enfermo de escoriaciones. Jamaica
es alérgica como Martinica, y en sus ojos
las serpientes se enroscan como los castigos.
Es un lugar extraño este mar, donde pocos
hablan de la fiebre de la fatiga,
de las cuevas podridas de las flores.

Este mar pertenece al disimulo,
al paludismo y al ron blanco.
Lleno mi vaso y bebo en inglés
el dulce ron de los abismos.
Canto detrás de la piel fresca
de los cangrejos, intento
escaramuzas consoladoras:
privilegios de pobre.
El mar amaneció indiferente
y sin respeto por la risa;
el mar de sangre en el tintero,
más blanco que el asco.

Una oleada me marea junto al sueño.
Una ancha irritación en los ojos.
Una vigilia hostil, desconcertante.

Ya no puedo dormir.
Las manos heladas
no son buena señal.
Me apoyo en la pared
y pienso.
Pienso en no comer
y en las islas.

Antes me bastaba
el agua fresca
para despertar.
Pero ahora pienso y me rindo.
Y no quiero saber más de estas
aguas coloradas, negras,
donde nadie espera por mí.

Escribe el poeta:

“Me gustaría contar una historia verídica. Detenerme en las preguntas que siempre me han recordado. Las espadas en la boca. Esa bifurcación vivida como falta, confusión, vergüenza, desasosiego y confesar la impotencia del asombrado, del que permanece bajo la tutela de una respuesta inconcebible. En definitiva, algo se impuso inesperado como huele grueso en los bronquios, algo lento que nos hunde con parsimonia y tapa los alvéolos, los ojos, la boca, para dejarnos con el llanto y el pecho contaminado. Algo se avecina y no deja espacio para la verdad ni la belleza. Esa verdad sumergida que debería renacer al aceptar la ausencia, los retazos; esa belleza probablemente perdida al manifestarse una totalidad inmunda, informe, que castra y absorbe, chupa y disminuye. Salir de la oscuridad, del círculo, del ego considerado como bellas artes. Salir desnudo a observar la luz cruda de los nervios y enfermarse de veras por el imperio de los fragmentos, de los puntos suspensivos, del colchón agrietado por las uñas”. (Miguel Márquez, La memoria y el anzuelo)
“Me gustaría contar una historia verídica…”
Estaba en la orilla, “En la arena, el espasmo/ violento de los peces”. Escuchó la voz del filósofo que afanosamente se quitaba el muerto de su espalda, no era el titiritero quien seguía afanado con su función en medio de las dos torres, cruzando una y otra vez, aquella cuerda tensada por la seriedad del escenario. Tal vez era el anciano, la madre o quizás el pastor que no quiso saber de ocasos. ¡Ay! Era un rostro humano, eso parecía. Habló con voz de águila como serpiente:

El mar de pronto nace a nuestro lado
con imprevisibles barcos,
con ruegos que vienen de fervorosas costas
y las nubes lo llevan.

Todo quedó en silencio porque él ya había proclamado la disposición exacta de su voluntad, había dejado al muerto salado en la orilla como una historia asfixiante que gotea lo que nadie recuerda, lo que todos olvidan, lo minúsculo, lo pequeño… Lo había dejado en el lugar preciso, no bajo el árbol porque él crea una sombra aún sin desear y las sombras se aman cuando son fruto de una excitación profunda de la sangre (“Una cortina espesa, gruesa, sumergida/ está detrás y encima de lo que estoy diciendo…”). Tal vez por ello no se escuchan la voz ni los presagios…
Una mujer que estaba allí, a mitad del canto del sepulturero, se quitó la blusa y le dijo al Cristo negro, al poeta, al filósofo con palabras de Miguel:

… Bajemos a la playa,
regala tus prendas por la vía,
abandona tu blusa bajo la noche clara,
lanza con fuerza tus sandalias hasta Roma,
permite a tus pezones enjabonarse
dichosos con las olas…

Fue una interrupción sin importancia, pensó, aunque aquella voz salía de los mismos caracoles que había recogido en el ocaso de las aguas. Se había hecho mujer al pasar de los días, siguiendo el ritmo del linaje.  Pero él estaba más allá de toda posibilidad de interrupción, todo lo integraba. Hizo el gesto de la paz y habló su estómago con salud:

Ese muchacho yerto, frío
que esta mañana
entrega el mar a los bomberos,
no será más que un titular, pensé,
una noticia al vuelo.

El periódico corrió como un avestruz entre los limones y los perros, entre los becerros y los corderos. Todos ansiaban la palabra del filósofo después que había enterrado el cuerpo (algunos susurraban que se trataba de su cuerpo, pero esa noticia al parecer era inverosímil; otros decían que desde un tiempo inmemorial era el poeta y había dejado su camisa sudada con la filosofía de un tal Descartes, anudada a punto de caramelo).
¿Lo cierto? Que algunos preguntaban si acaso era el mar el responsable o acaso la furia del cielo se había apoderado de sus rocas o quizás los caminos se habían sobrevenido. Nadie pudo saberlo.
Como dijo el Friederich: “Enfermos y moribundos fueron los que despreciaron el cuerpo y la tierra”.  Cuando escuchó aquellas palabras oyó a sus entrañas que se devolvían del encierro uterino, proclamando la noticia:

Claras están las aguas,
sin hacerse sentir:
pasan las nubes.

Con “el agua jubilosa del paisaje” empezó una danza. La danza era el perfecto movimiento de la arquitectura de su psique que arropaba el misterio de un camino que emprendía en los sótanos de su infancia. Allí estaba encerrado un loco, en el subsuelo, por decirlo así, como un topo inmenso que corroe toda base, toda columna, la piedra angular. Él quería matarlo, como por instinto. Nadie supo cómo ni por qué ni de qué se trataba la historia que acontecía. Todo resbalaba, era húmedo, realizó el Conjuro de medianoche, con una camisa a rayas, un pantalón desdoblado de infancia, el bigote regordete que le retorcía las pestañas, tenía en sus manos un viejo diccionario; se tomó dos sorbos de aquel licor que un día dejó de pronunciar su nombre. “En esa distancia/ que va del rodeo,/ a la pronunciación/ de las sílabas”, dijo:

Algún día
No levantaré los párpados
Con miedo, ni asustado
Me volveré a ti
Para espantar tú sombra.
Serás pasado, olvido,
Sílabas de polvo
En el recuerdo.

El conjuro resultó, pero siempre a medias por desgracia, dijo el muerto, el titiritero que Zarathustra había dejado en aquel lecho, es que siempre el retorno es un nuevo encuentro de lo mismo pero distinto como el mar. ¡Vaya vaina! Dijo entre dientes, sin sonrisa como queriendo quitarse las telarañas de los ojos. Se volteó hacia él y dijo con voz de trueno:

el mar suena, no los caracoles
es agua truncada
turbia bajo el trueno
es el tumor, el tufo
los bultos al garete en un tumulto
de luto.
el mar suena sin pájaros
sin gente

El titiritero sabía que no era sobre él de quien hablaba, pero, ¿por qué lo precisa como “Un cuchillo al cordón/ de las arterias/ un momento antes/ de abrir la piel de los desagües”? Tal vez, pensó en discreto, como Miguel:

La envidia cría culebras,
serpientes que se envuelven con zábila,
multitud de ánimas en el purgatorio.

Se vistió de vida para esconder la muerte. Pero él, le aclaró el pensamiento en ese mismo instante: Ellos, los letrados, los zombis, los encargados, esos abogados del pensar entre páginas borrosas. Así lo dice el poeta:  “Nada más envidian el argumento exacto/ de la roca, como si un letargo largo/ las cubriera, ya por fin sordas”. Todo quedó en silencio en el paisaje; pero “el silencio no adviene de improviso,/ su mano estaba allí,/ desde el comienzo”.
No hay argumento, precisó al tiempo, “la palabra es un robo,/ como el fuego./ Esa palabra que ahora rasga el aire”
Es:

una suma de páginas de corrección
y de olvido;
cuando mi mano ya no exista,
cuando no pueda demorar el naufragio
de una estrofa en las mareas del ruido…
de esa mujer fragante
bañándose desnuda
en su inmanencia.

La mujer, aquella que había interrumpido, la que se ahogaba, la que siempre estaba, la madre, María Cristina, aquella, María Cristina, la otra, María Cristina, repetidas como en la danza del espejo, le dibujó una cicatriz exacta como su muerte, justo en el pórtico de su sexo. Buscó entre sus sueños algún norte que le hiciera volver, tal vez, para encontrar una salida. El titiritero ya enterrado le dejó la voz de Zarathustra como una sombra en su destierro: “Quien escribe sus sentencias con sangre, ese no quiere ser leído, sino más bien aprendido de memoria”.
Quien escribe con sangre sabe bailar. Ese es el mensaje. Quien baila se ve a sí mismo por debajo de sí y, más allá de las montañas, es una cumbre que se deshace en cada oleaje, está sediento siempre de estrellas danzarinas. Quien escribe con sangre huele la tierra y se embadurna de excremento. Hace la guerra y la paz, pero no en atención a la trascendencia; más bien porque sabe que es lo único propio de su ser en la inmanencia. No tiene pasado o lo imagina a cada instante; más bien, se entrega a plenitud al movimiento de las olas. Y él era eso. Simplemente mar.


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Página ilustrada com obras de Benito Mieses (Venezuela, 1958), artista convidado desta edição.
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Agulha Revista de Cultura
Número 110 | Abril de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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