quinta-feira, 5 de abril de 2018

LUIS ALBERTO BRACHO O. | Miguel Márquez y la transfiguración por la palabra




La vida hoy tiene ritmo
de ondas que pasan,
de olitas temblorosas
que fluyen y se alcanzan.
La vida tiene hoy el ritmo de los ríos,
la risa de las aguas
que entre los verdes junquerales corren
y entre las verdes cañas.

Antonio Machado

La poesía de Miguel Márquez conjuga elementos que forman parte de la vida cotidiana y de la naturaleza, hace de ellos la vía de expresión que le permite establecer un diálogo nutrido de imágenes. Es una obra dialogante que nos interpela sobre aquellos asuntos de nuestro tiempo y de lo que constituye nuestra experiencia de vida, nuestro día a día; nos conduce por recovecos y senderos cuya simbología plasma paisajes y rostros familiares cargados de historia. En efecto, él es un celoso del lenguaje y lo cultiva con esmero y paciencia, y lo trabaja con la delicadeza y precisión de un orfebre. Se trata de una poética donde las palabras se deslizan y caen como catarata de emociones en el alma reflejando una sensibilidad que caracteriza su mundo interior.
En su producción poética la ciudad, con sus ruidos y caos, funge de telón de fondo, en el cual surgen “figuras recurrentes” que entretejen realidades, formas nostálgicas, intimidades compartidas, maneras de sentir que expresan la relación consigo mismo, con el otro y con las circunstancias. Estas “figuras recurrentes” como el mar, la madre, el padre, los pájaros, la habitación, la poesía, la casa, el silencio, la muerte, la mujer, el amor, entre otras, persisten conformando un magma de significaciones que nutren una realidad abierta y compleja, son mundos expandidos cargados de hollín, de violencia, de ritmo, de silencios, de pasiones, de melodías y disonancias. Estas formas recurrentes pintan situaciones donde las palabras se encuentran en diálogo con el “espíritu de la época” del poeta, es su manera de afirmar su vocación y compromiso con su tiempo y con los problemas que plantea: sociales, políticos, amorosos, existenciales.
Miguel Márquez es un poeta de su tiempo, vive al fragor del acontecimiento y de las circunstancias sin extraviarse ni perder su vocación, la cual forma parte de su esencia, y ello nos lo hace saber en cada una de sus creaciones. Esta actitud la percibimos claramente en su más reciente producción: Campana en el fondo del río (Mérida, Fundecem, 2015, con ilustración de portada del poeta, editor, y estudioso de la poesía y el arte, Floriano Martins; quien a su vez tradujo e hizo para Sol Negro Edições, Natal, Brasil, una pequeña y hermosa edición bilingüe, portugués-español, en una versión de treinta poemas –en su totalidad está compuesto por sesenta y dos– y acompañada de un “ensayo fotográfico” a colores del mismo Floriano); libro este que nos invita a descubrir un mundo íntimo colmado de insinuaciones que nos sumerge en una plástica vivencial, de la multiplicidad del acontecer, del sentir que a ratos nos murmura cosas en un lenguaje encriptado. Se trata de un poemario donde las imágenes se van tejiendo formando un entramado que nos atrapa, nos seduce, nos invita a conversar en un ambiente cargado de una seriedad no exenta de humor. En efecto, es un collage de sentimientos que fluyen, sin el dique del moralismo raquítico y mal habido, y suscita una atmósfera libre de barreras donde el poeta dialoga consigo mismo, con las “personas poéticas” y con el lector.
En Campana en el fondo del río, nos encontramos con algunas expresiones que despliegan una multiplicidad de significados. El río es un término interesante que evoca una diversidad de sentidos que expande el horizonte interpretativo. En el poema “16”, el río se erige como totalidad que permea los otros elementos cohesionándolos, lo cual suscita un paisaje multiforme, elocuente y desgarrador.

Que la madrugada sea testigo, con su letra menuda,
De lo poco que pude hacer contra el destino,
Lejos, lejos, lejos como una campana en el fondo del río

El hombre desolado en su vigilia, sumergido en la espesura de la inquietud se mira frente al destino, y se percibe sin “potencia de ser” para transformarlo, incapaz de cambiar el curso del acontecer se precipita a lo inevitable. El río corre la misma suerte sin importar su fortaleza, sus dimensiones, su ferocidad, su poder, él fluye sin mediaciones, sin detener la marcha. Su existencia radica en el permanente movimiento, el cual le permite, corriente abajo, cumplir su meta, alcanzar su destino: encontrarse con el mar y disiparse, integrarse a otra totalidad que lo despoja de toda su naturaleza. En otras palabras, el río se asemeja a la vida, en su transcurrir no puede eludir su destino que se considera una realidad más vasta y trascendente. El río al simbolizar la vida adquiere un sentido metafísico en tanto principio activo, movimiento perpetuo, el cual se percibe en el permanente fluir. La relación vida- río implica un proceso, y este comprende el plano temporal (todo proceso implica tiempo); el “tiempo como primera esencia corpórea” (Heráclito) posibilita intuir el proceso como “concepto puro”, es decir, el tiempo es concebido como la primera forma del devenir (Hegel), en el sentido que el tiempo adquiere la “forma del ser”; esto implica que el ser deviene, y ello en su necesidad comprende la unidad lograda en la oposición. Entonces, la armonía alcanzada en la contraposición del ser y no- ser en la unidad se convierte en lo característico del devenir. Pero aún más, la unidad que se alcanza en el movimiento permanente que genera la oposición entre el ser y el no- ser, es lo que Heráclito llamó destino: “la unidad en la contraposición”. Ante este panorama es muy poco lo que el hombre puede hacer contra el destino, porque el ser es presente desprovisto de pasado y futuro (el ser no fue ni será), en el sentido que lo esencial “es ser y no- ser en la unidad, sin otra determinación que esta” (Hegel). Desde esta perspectiva, el hombre, como unidad que contiene el movimiento entre el ser y el no-ser, se encuentra inevitablemente condicionado por el destino; este en su abstracción es una necesidad que se satisface permanentemente en el presente perpetuo.
Estas consideraciones filosóficas no significan que el poeta haya humanizado el río, pues no le atribuye características humanas ni lo dota de sentidos físicos. En efecto, el vínculo río-vida abre un compás de interpretaciones que posibilita expandir el horizonte de sentido. Por ejemplo, el río es un símbolo muy significativo en la obra poética de Antonio Machado; este poeta se vale de esta figura simbólica para adentrarse en la esencia de la vida, es por ello que “el río como símbolo de vida” alcanza un carácter humano, pues, según Machado, el río tiene vida, es humanizado. Asimismo, en la poesía de Machado la vida se vuelve río, se establece una identificación plena entre estas dos figuras, lo cual permite reflejar el sentir del poeta. Sin embargo, en la poesía de Miguel Márquez no se establece este tipo de identificación como en Antonio Machado, en el primero la relación vida-río es más matizada, pero significativa, porque pretende penetrar en la esencia de la existencia. Por el contrario, en Machado este vínculo es determinante en su poesía.
Ahora bien, en el Poema “16”, el nexo río-vida adquiere una dimensión abarcante cuyo centro cambiante es la figura de la “campana”; esta se dilata en el espacio-tiempo, se trata de un distanciamiento: “Lejos, lejos, lejos…”. De un alejamiento sentido, doloroso, cargado de dramatismo y teatralidad. Esta impresión de movilidad se transfigura en abandono, en un dejarte marchar:

Fui vencido a pesar del amor, a pesar del cariño,
El tiempo tiene su agenda, su gente, sus preferidos,
Lejos, lejos, lejos como una campana en el fondo del río,

Se acentúa lo inevitable, la imposibilidad de poder transformar el destino que acompañado del tiempo deja al hombre vencido, abatido sin contemplaciones, sin importar su sentir. El tiempo en su proceso elige a los suyos en un vaivén serpentino, marcando el tono y el ritmo del baile triunfante. La música de la campana se propaga en el fondo, se confunde con el ruido y el hollín y se hace imperceptible en el silencio espeso de la noche. Sin embargo, ante tanta tensión y dramatismo hay un giro poético que transfigura el estado de las cosas, el ánimo se hincha e irrumpe danzante fracturando la agonía y el desespero:

Que vengan los versos, que vengan los cantos,
Que venga la muerte, que vengan los tragos,
Lejos, lejos, lejos como una campana en el fondo del río.


Este giro cambia el ritmo del poema, le imprime “potencia de ser” que enciende el deseo, el goce y la vida. Este quiebre de cadencia en su teatralidad permite superar la melancolía, la desdicha y la derrota. El asumir el destino es una fiesta que nos libera de las ataduras de una determinación unidimensional y autoritaria. Es por esto que nos dejamos llevar por el impulso festivo y decimos: que venga la vida con su destino a cuestas; que el repique de la campana viaje sin demora y nos bañe de sonoridades. Este tono festivo al final del poema deja entrever que más allá del destino manifiesto existe la posibilidad de afirmar la vida, y de vivirla con goce y plenitud.
En este poemario lo interesante de la figura del río es que aparece solo una vez, pero su presencia es marcada y significativa. Pero como esta expresión también encontramos otras con la misma o con mayor fuerza evocativa y simbólica. Por ejemplo, en Campana en el fondo del río, el mar es una “figura recurrente” cargada de sentido, su presencia, en algunos casos, es sugerida a través de elementos asociados al mar. La figura marina se encuentra vinculada a ciertas realidades y estados íntimos, pero también, en algunas ocasiones le atribuye características humanas, este proceso del nexo simbólico del mar con el hombre y con algunas situaciones de la realidad se percibe en distintos poemarios de Miguel Márquez como, por ejemplo: A Salvo en la Penumbra (1998), Linaje de Ofrenda (2007), Campana en el fondo del río (2015) y Creyones en el asfalto (2016). En efecto, en la poesía de Miguel Márquez el mar se muestra en su multiplicidad de sentidos, se encuentra relacionado a distintas situaciones afectivas, sociales, artísticas, del yo, pero en cada realidad que describe cumple una función particular. Por ejemplo, en el poema “Sí” del poemario Creyones en el asfalto (2016): “También ha sido un privilegio/ estar aquí/ en el reino entrañable/ de la intimidad, / en el mar, / en la desnudez del aire.” (p.49). La figura del mar está referida al sentir del poeta. El diálogo con el mar se convierte en un privilegio entre dos naturalezas diferentes, pero conectadas; así como el goce que suscita la intimidad de estar consigo mismo en el reino de los afectos. Se trata de los sentires que genera estar en presencia del mar.
En Linaje de Ofrenda (2007), las referencias al mar son diversas y elocuentes; el poema “Macuto” describe distintas facetas y cualidades de esta figura simbólica: “El mar que a cada rato reza/ por el destino de remotos faros que en noches/ tempestuosas/ se mantienen erguidos día tras día”. Esta imagen humanizada del mar que se preocupa y le pide a algún dios por los faros para que resistan las fuertes arremetidas de la naturaleza, y reza para que permanezcan erguidos y puedan proteger a los navegantes, a los barcos para que no sufran ninguna tragedia. En los diferentes roles que desempeña el mar, en oportunidades se presenta con rasgos divinos para brindar redención, bondad y esperanzas al desdichado: “El mar que resucita a la piedad/ entre los peces plateados a los que un milagro anima”; en ocasiones se muestra con la sabiduría del maestro, la cual le permite proporcionar orientación y buenos consejos para alejar y disipar las preocupaciones, las penas para poder comulgar con el amor: “El mar que le da a la inquietud un norte/ donde perderse y explayar la conjunción copulativa”; “El mar que le da lecho a la desdicha/ y frutas para el desayuno… El mar de los limones y el día blanco/ el mar de los poemas sin comienzo ni fin/ el mar de siempre de continuo reinventándose/ para que el sueño prevalezca” (pp.43- 44). En estas distintas facetas la imagen del mar caracteriza un conjunto de situaciones donde se establecen lazos con el sentir con y el vivir del hombre.
En Campana en el fondo del río (2015), el mar se presenta, a ratos, humanizado y presto al diálogo en un contexto íntimo, afable y lúdico. Esta interacción abre las puertas a realidades abiertas que por su fuerza evocativa e imaginativa nos sorprenden y seducen, porque pareciera penetrar en nuestra psique generando estados de ensoñación. En el poema “1”, la figura del mar se humaniza y se convierte en un anfitrión sutil, delicado y generoso:

El mar va dejando arena, un poco de sal,
Insinuaciones de la luna en un cuaderno,
Palmeras donde la memoria va desnuda,
Blanca lujuria que nos tranquiliza, olas
Del porvenir y del pasado van y vienen

Este anfitrión nos recibe con gran hospitalidad, con cierta familiaridad y cercanía brindando un paisaje que aleja la ansiedad, la preocupación, el bullicio, la muchedumbre, la violencia, el hastío y el hollín; su sola presencia nos libera de esa carga pesada que joroba la existencia. Los elementos simples que la figura marina ofrece: la arena y la sal, nos reconcilian con la naturaleza manifiesta del mar: su belleza y misterio; en este ambiente de fresca brisa nos entregamos a las insinuaciones de la dama noche para integrarnos a su calidez. Las “Insinuaciones de la luna” nos sumergen en una dimensión lúdica donde los recuerdos surgen desprovistos de ataduras y cabalgan desnudos sobre palmeras. La desnudez nos traslada a un encuentro con los dioses a través de un estado de ensoñación que enciende el espíritu y permite comulgar con la belleza que surge del mar. Este encuentro mítico con la “Blanca lujuria” que las olas traen se desvela, se muestra en las líneas onduladas que prefiguran su imagen de mujer, de la blanca espuma (afrodita) ondeante venida del mar y cargada de lujuria que tranquiliza el alma. Se establece una relación originaria e inseparable entre la mujer y el mar, entre el agua y la belleza. Se trata del vínculo pasado-presente y futuro –representado por el vaivén de las olas– que permite al artista, al poeta, explicitar un nexo con la belleza a través de la figura del mar, el cual inspira y enciende la imaginación y la creatividad artística. En efecto, en el Poema “1”, la figura del mar evoca referencias de carácter mítico donde la “Blanca lujuria”, más allá de sus múltiples sentidos, semeja la blanca espuma que envolvía a la diosa del amor y la belleza. Este referente mítico posibilita desplegar un horizonte de sentido centrado en el hecho de que el mar no solo nos va dejando arena y sal, sino también, la belleza que encarna la diosa.
En Campana en el fondo del río, el rio arrastra un ruido de fondo que se expande ondulante arrullando las barcas y acariciando las orillas. La luz de luna se posa en la cresta ondeante de la corriente iluminando el largo viaje. La vida se hace torrente de río que proyecta su marcha quebrando la dura y árida incertidumbre. En efecto, existe un giro poético que suscita una transfiguración del estado de sentir del poeta, lo cual le permite continuar su apuesta de vida (Que vengan los versos, que vengan los cantos, / Que venga la muerte, que vengan los tragos, / Lejos, lejos, lejos como una campana en el fondo del río”), pues tanto los versos como los cantos son una verdadera respuesta a la hora de enfrentar y ver qué hacer cada quien con su existencia, con el estado de cosas en la que nos encontramos todos. En el sentido de que los versos, los cantos y la estructura rítmica, musical de su arte; es decir, las formas de las que el autor se acompaña para vivir, implican, de suyo, la presencia inapelable e irreductible del arte verbal, de la creatividad, de la imaginación, ahora visualizados como partes esenciales de un rasgo singular de su estilo, como asuntos de una política del ser que encuentra en estas manifestaciones, en este destino elegido, su afirmación y redención. Es decir, una política de la palabra desde la cual la vida puede y debe efectivamente ser transformada, y donde el peso doliente se transfigura en ligereza física y metafísica; esto entendido como una apuesta, en tanto ética, en tanto estética, en tanto vía y destino. En efecto, estos últimos temas han sido para Miguel Márquez, desde hace bastante, muy caros y cercanos. Allí están los libros que ha escrito para confirmarlo. Así, también, este poema “57”:

Quiero este pequeño cuarto,
rodeado de cosas que amo y me aman,
especialmente libros, cuadernos
donde trato de dibujar imágenes,
líneas, trazos donde sea posible
escribir una palabra divisoria
que me permita darme cuenta
de todo aquello que está fuera del poema
o encima de nosotros o muy dentro
de alguien que respira y se escucha
en las largas madrugadas que ha pasado aquí,
concentrado, dándole vueltas a las palabras,
al tono, a las emociones, al timbre, al ritmo,
incluso los días en que la luz del sol entra
a esta casa como si fuera suya, y lo encuentra
despierto, prendido, libre, en su sitio,
él la recibe como una señal de que la trama va bien,
y siempre ha querido dar ese poco de cuenta
donde dibuja el paisaje que le permite vivir mejor,
y es como no querer salir nunca de allí,
conmovido, claro, agradecido.
   

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Página ilustrada com obras de Benito Mieses (Venezuela, 1958), artista convidado desta edição.

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Agulha Revista de Cultura
Número 110 | Abril de 2018
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