terça-feira, 4 de julho de 2017

RIMA DE VALLBONA | Indicios matriarcales en las comunidades chorotegas


No cabe duda de que la mayoría de las sociedades prehispánicas mantuvieron un predominio de estructuras de carácter patriarcal. Esto se puede apreciar en especial entre los incas, aztecas, mayas y caribes y otros grupos que sustentaron estructuras de poder que propiciaban la supremacía de los hombres. Así fue como se excluyó a la mujer del ámbito del trabajo, la política, la religión, la economía, la cultura, la religión y las instituciones militares; para sustentar dicha exclusión, se le imputaron a la mujer defectos imaginarios que la devaluaban a ella y a lo femenino, con el fin de sobrevalorar a los hombres y lo masculino.
Los chorotegas, que ocuparon la Gran Nicoya, en muchos aspectos se destacaron por transgredir dichas estructuras de poder. Esta ruptura se presta a conjeturar que en esas comunidades indígenas quedaron marcadas secuelas de un sistema matriarcal, en el cual, al ir cambiando las organizaciones políticas de la región, el signo mujer fue perdiendo fuerza y dominio hasta el punto de que sus derechos y campos de acción independientes o no subordinados a los hombres quedaron reducidos a lo que los cronistas de la conquista dejaron consignados en sus escritos. En especial, y en relación con los chorotegas, Gonzalo Fernández de Oviedo reprodujo en su Historia general y natural de las indias la entrevista que Fray Francisco de Bobadilla hizo a los nativos durante el tiempo que él pasó endoctrinándolos en esa región.
Antes de entrar en materia se hace preciso aclarar que aún no se sabe si el matriarcado existió como un ciclo independiente de cultura, o sea que hubiese habido una etapa de la historia que se caracterizara por un absoluto predominio de la mujer. Sin embargo, existen ciertas estructuras ─el matrilocalismo, la ginecocracia─ que realzan la importancia social, jurídica y religiosa de las mujeres, pero Mircea Eliade explica que importancia no significa supremacía de ellas. Además, hay que tomar en cuenta que según los etnólogos, el matriarcado no fue un fenómeno primordial, pues ocurrió después del cultivo de las plantas y de la propiedad en tierra laborable.
Esa conducta matrilineal en el continente americano se puede observar en el hecho de que en las crónicas hay muchos pasajes referentes a regiones gobernadas por mujeres; se encuentran en las páginas de Fernández de Oviedo, en las de Mártir de Anglería, fray Bartolomé de las Casas y las de otros cronistas. Aquí sólo expongo unos pocos casos: según Fernández de Oviedo, por ejemplo, unos conquistadores bajo el mando de Jerónimo Dortal hallaron en Tierra Firme “pueblos donde las mujeres […eran] reinas o cacicas e señoras absolutas, e manda[ba]n e goberna[ba]n, e no sus maridos, aunque los ten[ía]n”. El cronista menciona en especial a la cacica Orocomay, a quien obedecían numerosas comunidades a lo largo de treinta leguas; ella sólo se hacía servir de mujeres y en su pueblo no vivían hombres, salvo los que ella misma llamaba para realizar trabajos o enviarlos a la guerra. Asimismo, durante la conquista de Nueva Galicia (Jalisco) los españoles al mando del capitán Gonzalo López, llegaron al pueblo de Ciguatlam que significa Pueblo de Mujeres, el cual abarcaba mil casas. Las mujeres que lo habitaban les contaron que los hombres de la comarca las visitaban cada cuatro meses del año a dormir con ellas, sin ocuparse en más de servir e contentar en lo que ellas les mandan que hagan de día en el pueblo o en el campo. […] Y si quedan esas mujeres preñadas, después que han parido, envían los hijos a sus padres, para que los críen o hagan de ellos lo que quisieren; e si paren hijas, retiénenlas consigo y críanlas para aumentación de su república.
También se tuvieron noticias de que la cacica Conori gobernaba en Quito (entre el río Marañón y el Río de la Plata o Paraguanazú) un territorio de más de trescientas leguas “pobladas de mujeres, sin tener hombres consigo”. Fernández de Oviedo explicó que era tanto su poderío, que le rendían obediencia y tributo cinco grandes señores de las comarcas aledañas, de los cuales hasta suministró los respectivos nombres. Recordemos que en la región cercana a Cozumel, hoy en día existe la llamada Isla Mujeres, lo que nos lleva a preguntar si el nombre obedece a que esa isla había sido tal vez habitada sólo por mujeres. Aquí vale conjeturar que este encuentro con pueblos gobernados por mujeres haya dado pie a las noticias de que en el Nuevo Mundo había Amazonas.
En lo que toca a los mayas, Ferdinand Anton afirma que en lejanos tiempos se descubrieron vestigios de un antiguo matriarcado; en Yucatán; por ejemplo, se le asignaba el primer lugar al nombre del clan de la madre, mientras que al clan del padre se le dio ese privilegio poco antes de la llegada de los españoles.
En cuanto a los chorotegas o mangues, sabemos que vivían en comunidades bastante grandes en la península de Nicoya, y en la mayor parte de las islas del golfo. Los arqueólogos de hoy llaman a esta región geográfica, la “Gran Nicoya”. [1] Los chorotegas eran descendientes de los habitantes de Chiapas, México, los cuales, hacia el siglo XIV D. C., se establecieron en esa reducida región. Ésta constituía un puente entre el norte y el sur y por tanto, el entrecruce de varias culturas, además de la chorotega: una, derivada de Colombia, en el año 1000 D. C.; otra, de México, cincuenta años después de los chorotegas; y la de los caribes de Venezuela, en 1400 D. C.. La influencia de todas ellas sobre los chorotegas se puede apreciar en algunas de sus costumbres, en especial la de los aztecas porque practicaban, como ellos, la antropofagia ritual.
A continuación trataré de exponer cómo las costumbres de los chorotegas apuntan a una tendencia matriarcal. Esto se puede apreciar sobre todo en que los hombres, aunque feroces y valerosos guerreros, eran “mandados e subjetos a la voluntad e querer de sus mujeres”, explica Fernández de Oviedo. En contraste, los nicaraos, que compartían con ellos la Gran Nicoya, “son muy señores de sus mujeres e las mandan e tienen subjetas”. La antropóloga Séjouné afirma que en esos “matriarcados el hombre no se avergüenza de hacer las tareas juzgadas en otras partes como indignas del sexo fuerte”; esta antropóloga lo prueba trayendo a colación lo que, según Cieza de León, ocurría en Ecuador y en los alrededores del Cuzco, donde las mujeres labraban los campos y beneficiaban las tierras y las mieses, y los maridos hilaban, tejían y se ocupaban en hacer ropas. Además, Fray Bartolomé cuenta que en esas regiones, cuando los hombres no eran “para mujeres” o habían perdido su capacidad sexual, era costumbre que “tomasen vestidos femíneos, para dar noticia de su defecto, pues se habían de ocupar en hacer las haciendas y ejercicios de mujeres”.
En la sociedad chorotega era costumbre que algunos padres llevaran a sus hijas vírgenes al cacique y hasta le suplicaran que las desflorara. Esto lo hacían para “las honrar a ellas e a sus parientes, e luego se casaban con ellas de mejor voluntad los otros indios”. Nuestra primera reacción ante tal costumbre es calificar a los chorotegas de salvajes o hijos del demonio, como los llamaron los españoles, quienes, en su calidad de colonizadores sobrevaloraron la virginidad que respondía al modelo de la Virgen María; ellos, obcecados en los principios cristianos, no podían reconocer que para el “Otro” colonizado las prácticas sexuales obedecían a un sistema de conducta de carácter hedónico o lúdico, como lo interpreta Ricardo Herren. Antes de juzgar, recordemos de nuevo cómo en la Europa medieval ya cristianizada existía también tal costumbre ─el llamado derecho de pernada─ de entregar al señor feudal la novia casta antes de ser poseída por el marido. ¿Y acaso se han preguntado los lectores por qué en la novela Cien Años de Soledad de García Márquez, el narrador de ese micromundo latinoamericano cuenta que durante los días gloriosos del coronel Aureliano Buendía, las madres le entregaban sus hijas a fin de mejorar la raza trayendo al mundo hijos ilegítimos del caudillo?
En general, entre esos chorotegas predominaba la monogamia; la excepción eran los caciques, señores principales y los que podían mantener a más de una mujer, lo cual representaba una continuación del sistema azteca. Si un hombre casado cometía bigamia, les quitaban a ambos amantes la hacienda y los desterraban. El incesto con madres, hijas o esposas no se permitía en esa sociedad, pero sí con las otras mujeres de la familia. Al que violaba a una mujer, lo llevaban a casa del padre de ella, donde permanecía por cinco o seis días atado hasta que se pagara por él un rescate; si no lo cumplía, “queda[ba] el forzador por esclavo de los padres della, si los ha[bía], e si no, queda[ba] por esclavo de la mujer forzada”.
En los “areitos” (así llamaban los cronistas los bailes y cantos indígenas) participaban igualmente hombres y mujeres chorotegas delante de los templos en la plaza principal, alrededor del montículo del sacrificio; ellas, “asidas de las manos, e otras de los brazos, e los hombres en torno dellas, más afuera”; en el espacio entre ellos y ellas andaban otros repartiendo bebidas a los danzantes; éstos tomaban su “vino” (la chicha) sin perder el ritmo. Aquel día las mujeres estrenaban un par de gutaras o sandalias; recordar que los incas, en el momento en el que el novio le ponía a su prometida el calzado u ojeta en el pie, la boda quedaba consagrada. El zapato en las danzas chorotegas es muy significativo si se interpreta con Cirlot como símbolo del sexo femenino y de las bajas, humildes y ruines cosas naturales; en este caso, obsérvese que mientras la ojeta es un objeto pasivo en la cultura incaica porque la mujer se somete al hombre por
los vínculos del matrimonio, en la cultura chorotega, es un objeto activo en los pies de las mujeres que pisotean con ritmo ritual la tierra como un acto de protesta subversiva. Subraya esta interpretación lo que sigue: después de cuatro horas o más de seguir ese compás, sacaban a uno de ellos, mujer u hombre, para sacrificarlo al sol arrancándole el corazón y cortándole la cabeza; a otros cuatro o cinco los sacrificaban también, pero su sangre no la ofrecían al sol, sino a los ídolos. Los cadáveres los echaban a rodar por el montículo, para ser “recogidos e después comidos por manjar sancto e muy presciado”. Terminado el sacrificio, todas las mujeres dan una grita muy grande e se van huyendo al monte e por los boscajes e sierras, cada una por su parte o con compañía de otra, contra la voluntad de sus maridos e parientes, de donde las tornan a unas con ruegos, e a otras con promesas e dádivas, e a otras que han menester más duro freno, a palos e atándolas por algún día hasta que se les ha pasado la beodez; e la que más lejos toman, aquélla es más alabada e tenida en más.
Bien podría interpretarse con Lévi-Strauss que esta algazara o “guirigay” en todas las latitudes es signo y complot de una ruptura del orden, ruptura entendida como matrimonio desavenido, eclipses etc. De acuerdo con esto, se podría descifrar la gritería y huida de las mujeres chorotegas como una ruptura o protesta contra el régimen patriarcal que imponía horrendos sacrificios humanos.
El prostíbulo ocupaba un lugar muy especial en el mercado y las mujeres ejercían su "profesión" por la suma de diez granos de cacao por cliente ─recordar que el cacao fue una de las primeras monedas de Mesoamérica. [2] Cuenta Fernández de Oviedo que esas mancebías tenían sus “madres” o alcahuetas, las cuales “les alquila[ba]n la botica e les da[ba]n de comer por un tanto. E […tenían] sus rufianes, no para darles ellas nada, sino para que las acompañen e sirvan”. Para los chorotegas era tan importante la dote que las mujeres llevaban al matrimonio, que para obtenerla, algunas se dedicaban a la prostitución, oficio respetable en esa sociedad. Cuando estas prostitutas querían retirarse de esa ocupación, u optaban por casarse, su padre les obsequiaba una parcela de sus tierras; entonces la joven reunía a sus clientes o enamorados para anunciarles que quería contraer nupcias con uno de ellos; a continuación les pedía a cada uno que le construyeran una casa en el terreno que le había obsequiado su padre, para lo que les encargaba aportar los materiales de construcción y los manjares que se iban a servir para celebrar la boda. ¡Cuánto se excedía cada uno de ellos en dádivas! Le ofrendaba éste los más finos troncos; aquél, las cañas más flexibles; ése, hojas de palma de las mejores; y el otro, barro escogido; y para los festejos le brindaban pescado, ciervos, puercos y maíz. ¡Ni qué decir del primor y esmero que todos y cada uno ponían en la construcción para demostrarle a la mujer lo que ella significaba para ellos! Ella los miraba hacer y muy zorrita, no soltaba prenda acerca del preferido de su corazón. Una vez terminado el palenque, la joven anunciaba en ceremonia pública quién era el escogido. En sus crónicas de Tierra Firme, Fernández de Oviedo, quien participó en la colonización de esos pueblos, cuenta que los pretendientes “tienen por mucha honra quedar con la mujer habida de esta manera, e que él sea escogido e los competidores desechados”.
El día de la boda o “sentencia libidinosa” ─como la llamó Fernández de Oviedo─ parientes y amigos la celebraban con una abundante cena. Terminada ésta, la novia se levantaba para anunciar que ya era hora de irse a dormir con su marido; en seguida agradecía a los pretendientes el esmero con el que construyeron su palenque y agregaba “que ella se quisiera hacer tantas mujeres, que a cada uno dellos pudiera dar la suya, e que en el tiempo pasado ya habían visto su buena voluntad e obra con que los había contentado, e que ya no había de ser sino de un hombre, ‘e quiero que sea aqueste’; e diciendo aquesto, tómale de la mano y éntrase con él donde han de dormir”. Los que quedaban, bailaban, cantaban y bebían hasta caer borrachos. A partir de ese momento, ella cumplía como muy buena y fiel esposa.
Algunos de esos pretendientes aceptaban la derrota, pero ocurría a veces que uno o varios de ellos amanecían ahorcados. Lo interesante es que el cronista general de Indias comenta irónicamente que “aunque las ánimas de tales ahorcados se pierden, […] el cuerpo no lo dejan perder, si no que renuevan con la carne de él su boda y convites”.
El matrimonio de las doncellas que no practicaban la prostitución en estas comunidades se realizaba así: el padre del pretendiente iba a rogarle al padre de la joven que se la diera por nuera. Si la gestión los contentaba a ambos, mataban gallinas y xulos (perros que servían de gran manjar) para festejarlo con amigos y vecinos. Durante la ceremonia, preguntaban al padre o la madre de la novia si ella era virgen; “si dicen que sí y el marido no la halla tal, se la torna, y el marido queda libre, y ella por mala mujer conoscida; pero si no es virgen […] pasa el matrimonio cuando antes de consumar la cópula avisaron que no era virgen, porque muchos hay que quieren más las corrompidas que no las vírgenes”.
La boda se llevaba a cabo de esta manera: el cacique tomaba al novio y a la novia de los dedos meñiques o auriculares, los metía a ambos en una pequeña casa dedicada sólo a tal ceremonia y les decía: “Mirad que seáis bien casados, e que miréis bien por vuestra hacienda, e que siempre la aumentéis y no la dejéis perder”. Los dejaba solos, iluminados por unas brasas; los novios se quedaban quietos y mirando cómo aquella poca lumbre se extinguía; una vez acabada, quedaban casados. Al día siguiente celebraban la boda con gran algarabía de parientes y amigos si el novio halló a la novia tal como lo habían declarado los padres de ella. Si no, ella era públicamente repudiada y ahí acababa la fiesta.
Una vez casadas, las mujeres chorotegas no querían tener hijos para no estropear su belleza. Y contrariamente a la costumbre de los aztecas, el aborto era muy corriente entre las chorotegas, pero requería la aprobación del marido. Además, llama la atención saber que una vez al año se celebraba una fiesta especial durante la cual las mujeres casadas o solteras, plebeyas o principales, tenían libertad de juntarse con quien se lo pagaba o por simple placer personal. “E pasada aquella noche, no hay de ahí adelante sospecha ni obra de tal cosa, ni se hace más de una vez en el año, a lo menos con voluntad y licencia de los maridos; ni se sigue castigo ni celos ni otra pena por ello”.
En lo que respecta a los oficios, tanto hombres como mujeres de esa cultura podían ejercer en calidad de sukias (hechiceros, chamanes o curanderos). Ambos también se horadaban las orejas con grandes agujeros y se tatuaban practicándose sajaduras de pedernal y echándose en la herida polvos de un carbón negro llamado tile, lo cual duraba el resto de sus días y era practicado por muy diestros maestros que vivían de eso. Así, cada cacique o señor tenía su marca con la que sus súbditos eran reconocidos. Según Mircea Eliade, el tatuaje en las jóvenes de sociedades arcaicas era señal de que habían completado su iniciación. Esto bien podría aplicarse a la práctica chorotega.
Lo curioso es que los tianguez o tiangüez (mercados) chorotegas, eran atendidos sólo por mujeres bajo la vigilancia de un oficial que regulaba los trueques. A ningún hombre de la tribu se le permitía la entrada, excepto a los mancebos que no habían conocido mujer y a los hombres de otros pueblos, o forasteros aliados o confederados amigos. Si alguno de la tribu entraba, le daban de palos y lo llamaban bellaco. Allí se vendían “esclavos, oro, mantas, maíz, pescado, conejo e caza de muchas aves, e todo lo demás”. La antropóloga Séjourné relata que hoy en día han quedado supervivencias de esto en otros grupos indígenas, las cuales pueden apreciarse en Tehuantepec; en 1978 ella explica que en San Mateo del Mar, pueblo donde ella se hospedó, todavía “es evidente que sólo las mujeres venden en los mercados; los hombres que allí se ven provienen de afuera”. La antropóloga continúa diciendo que ningún lugareño se hubiese atrevido a instalar un puesto en esos mercados, pues las mujeres lo habrían echado en seguida con burlas y desprecios. En ese pueblo de Tehuantepec “los hombres no entran nunca al mercado y, pacientes, esperan en el exterior de la cerca que lo rodea que alguna mujer quiera llevarles lo que piden”. Asimismo, agrega la autora que en la casa donde se alojó, mientras la mujer reinaba en el mercado, el marido “lavaba la hamaca, […] cuidaba del fuego del hogar y cosía alegremente a máquina los huipiles”.
Puesto que las mujeres chorotegas se cuidaban del trueque y trato de las mercancías, los hombres debían proveer los productos de su quehacer cotidiano, a saber, labranza, caza o pesca; pero antes que el marido saliera a cumplir con sus actividades, tenía que dejar barrida la casa y encendido el fuego. Dicha obligación masculina bien puede interpretarse como una manifestación más propia del sistema matriarcal transgresor del sistema patriarcal, el cual asigna esas tareas tradicionalmente a las mujeres.
Pese a las prerrogativas y libertades que tenían las mujeres en esas comunidades chorotegas, también se les aplicaban las siguientes prohibiciones y restricciones: a los hombres se les prohibía tener contacto con ellas los días de sacrificios y ayunos. Durante los once festejos religiosos que celebraban cada año esos indígenas, las mujeres no participaban si estaban embarazadas o menstruaban, pues se les creía contaminadas. Además, en tiempos de ayuno y purificación, lo cual duraba muchos días, los hombres no trabajaban pues sólo se dedicaban a emborracharse; tampoco entraban a su casa a acostarse con sus esposas: mientras ellas dormían bajo techo, ellos dormían afuera. Asimismo, las mujeres no eran admitidas en los templos. Además, la leña para calentar a los sacerdotes era acarreada al templo sólo por niños y mancebos, pues no permitían a las mujeres ni tocarla.
En conclusión, en el mundo prehispánico predominaba un fuerte sistema patriarcal en el cual la mujer era sólo un instrumento al servicio del estado o de la comunidad, sobre todo entre incas, aztecas y caribes. Sin embargo, hubo algunos grupos etnohistóricos que representaban una subversión de ese sistema patriarcal, al considerar a la mujer como sujeto y no como objeto; entre éstos, los chorotegas de la Gran Nicoya en la vertiente del Pacífico, daban a las mujeres algunos espacios libres (ellas eran dueñas de sus cuerpos, libres de escoger marido, reinas y señoras en el mercado, etcétera). Por lo mismo, al considerar los vestigios que la antropóloga Séjourné halló en Tehuantepec y que ella interpreta como indicios de un antiguo matriarcado, bien podemos conjeturar que los chorotegas de la Gran Nicoya representan ser un modelo de ascendencia matriarcal que perduró hasta poco antes de la llegada de los españoles a este continente. Séjourné explica que “la supervivencia del conjunto cultural centrado en la filiación femenina no se observa más que en los países colindantes con el Pacífico, por lo que se puede pensar que su lugar de origen sea la región del actual Perú”, donde se mantuvo la filiación matrilineal en la sucesión del trono y en las herencias. [3]
En la región de la Gran Nicoya, durante las festividades con las que celebraban algún evento importante con bailes y cantos, a veces, irrumpían unos hombres armados, los cuales daban alaridos “y arrebataban las mujeres que mejores les parecían en el corro y salidos fuera estaban con ellas el tiempo que querían, sin ser parte los maridos para estorballo estando presentes, aunque fuesen los proprios señores, por no quebrantar tan loable costumbre”. Fray Bartolomé concluye comparando este ritual con las bacanales de los romanos.
¿Por qué los granos de cacao tienen tanto valor? Porque “destas almendras, los señores e principales hacen cierto brebaje [el delicioso chocolate…] que ellos tienen en mucho”; su preparación requería tostar los granos, molerlos y mezclarlos con agua para hacer una pasta, la cual, después de diluirla en agua, beben uno o dos o tres tragos los señores y en seguida se la untan en la cara “e de rato en rato chúpanse aquel su aceite, tomándolo poco a poco con el dedo”. Según los indígenas, esta sustancia les quitaba la sed, el hambre, los protegía del sol, los curaba de las picaduras de serpiente y era bueno para “cualquier mal o dolor, o granos, o hinchazón, o postemas”, lo cual el cronista comprobó al aplicarlo a una honda herida en su pie. Otra de las monedas de Mesoamérica eran las plumas de quetzal. En el Reino de Perú usaban la coca como moneda. En las islas del Caribe, el tabaco.
Cuando pensamos en nuestros indígenas , no se nos ocurre asociar a ellos un acto tan romántico como suicidarse por amor. No obstante, hay en las crónicas prueba de otras instancias en las cuales se puede apreciar la calidad humana de ellos. Fernández de Oviedo, como capitán en Darién (Panamá), condenó a muerte al indio Gonzalo por el asesinato de varios españoles. Cuando estaban construyendo la horca, la mujer del sentenciado, llorando, le rogó “que la ahorcase a ella y perdonase a su marido”; pero con eso no logró nada, por lo que le suplicó que la ahorcase a ella ahí donde había expirado su esposo; al comprobar que no conseguía su cometido, le dijo: “Capitán, sábete que yo aconsejé a mi marido que hiciese rebelar al cacique y que matase a todos los cristianos y que yo tengo más culpa que todos, e mi marido en todo se aconsejaba conmigo e no hacía más de lo que yo le decía”. Estos episodios con muchos otros captados por los cronistas, rompen el código étnico-machista de calificar a los indígenas de salvajes desalmados. El revés de esa visión se puede apreciar en la Nueva Corónica de Guamán Poma de Ayala, quien presenta al lector un doloroso cuadro de abusos y crueldades cometidos por los españoles con los indios e indias; esta crónica es un largo lamento de que tales atropellos e injusticias están borrando a los indios de la superficie de la tierra.
Sin embargo, esta práctica puede verse también como un rito religioso, pues si el fuego se asocia al Sol, [4] se explicaría que las mujeres no ejecutaran esa tarea cotidiana, pues a ellas generalmente las asociaban con la Luna, como ocurría en la cultura incaica.
Ponerlo tal vez en una nota sobre la sexualidad indígena:
Ricardo Herren comenta que los españoles no entendían la sexualidad de los indígenas porque ellos procedían de “una sociedad donde la sexualidad era una actividad culpabilizadora, ‘sucia’ y llena de tabúes.
En los “areitos” (así llamaban los cronistas los bailes y cantos indígenas) participaban igualmente hombres y mujeres chorotegas delante de los templos en la plaza principal, alrededor del montículo del sacrificio; ellas, “asidas de las manos, e otras de los brazos, e los hombres en torno dellas, más afuera”; en el espacio entre ellos y ellas andaban otros repartiendo bebidas a los danzantes; éstos tomaban su “vino” (la chicha) sin perder el ritmo. Aquel día las mujeres estrenaban un par de gutaras o sandalias; recordar que los incas, en el momento en el que el novio le ponía a su prometida el calzado u ojeta en el pie, la boda quedaba consagrada. El zapato en las danzas chorotegas es muy significativo si se interpreta con Cirlot como símbolo del sexo femenino y de las bajas, humildes y ruines cosas naturales; en este caso, obsérvese que mientras la ojeta es un objeto pasivo en la cultura incaica porque la mujer se somete al hombre por los vínculos del matrimonio, en la cultura chorotega, es un objeto activo en los pies de las mujeres que pisotean con ritmo ritual la tierra como un acto de protesta subversiva. Subraya esta interpretación lo que sigue: después de cuatro horas o más de seguir ese compás, sacaban a uno de ellos, mujer u hombre, para sacrificarlo al sol arrancándole el corazón y cortándole la cabeza; a otros cuatro o cinco los sacrificaban también, pero su sangre no la ofrecían al sol, sino a los ídolos. Los cadáveres los echaban a rodar por el montículo, para ser “recogidos e después comidos por manjar sancto e muy presciado”.
El prostíbulo ocupaba un lugar muy especial en el mercado y las mujeres ejercían su "profesión" por la suma de diez granos de cacao por cliente ─recordar que el cacao fue una de las primeras monedas de Mesoamérica. [5] Cuenta Fernández de Oviedo que esas mancebías tenían sus “madres” o alcahuetas, las cuales “les alquila[ba]n la botica e les da[ba]n de comer por un tanto. E […tenían] sus rufianes, no para darles ellas nada, sino para que las acompañen e sirvan”. Para los chorotegas era tan importante la dote que las mujeres llevaban al matrimonio, que para obtenerla, algunas se dedicaban a la prostitución, oficio respetable en esa sociedad. Cuando estas prostitutas querían retirarse de esa ocupación, u optaban por casarse, su padre les obsequiaba una parcela de sus tierras; entonces la joven reunía a sus clientes o enamorados para anunciarles que quería contraer nupcias con uno de ellos; a continuación les pedía a cada uno que le construyeran una casa en el terreno que le había obsequiado su padre, para lo que les encargaba aportar los materiales de construcción y los manjares que se iban a servir para celebrar la boda. ¡Cuánto se excedía cada uno de ellos en dádivas! Le ofrendaba éste los más finos troncos; aquél, las cañas más flexibles; ése, hojas de palma de las mejores; y el otro, barro escogido; y para los festejos le brindaban pescado, ciervos, puercos y maíz. ¡Ni qué decir del primor y esmero que todos y cada uno ponían en la construcción para demostrarle a la mujer lo que ella significaba para ellos! Ella los miraba hacer y muy zorrita, no soltaba prenda acerca del preferido de su corazón. Una vez terminado el palenque, la joven anunciaba en ceremonia pública quién era el escogido. En sus crónicas de Tierra Firme, Fernández de Oviedo, quien participó en la colonización de esos pueblos, cuenta que los pretendientes “tienen por mucha honra quedar con la mujer habida de esta manera, e que él sea escogido e los competidores desechados”.
El día de la boda o “sentencia libidinosa” ─como la llamó Fernández de Oviedo─ parientes y amigos la celebraban con una abundante cena. Terminada ésta, la novia se levantaba para anunciar que ya era hora de irse a dormir con su marido; en seguida agradecía a los pretendientes el esmero con el que construyeron su palenque y agregaba “que ella se quisiera hacer tantas mujeres, que a cada uno dellos pudiera dar la suya, e que en el tiempo pasado ya habían visto su buena voluntad e obra con que los había contentado, e que ya no había de ser sino de un hombre, ‘e quiero que sea aqueste’; e diciendo aquesto, tómale de la mano y éntrase con él donde han de dormir”. Los que quedaban, bailaban, cantaban y bebían hasta caer borrachos. A partir de ese momento, ella cumplía como muy buena y fiel esposa.
Algunos de esos pretendientes aceptaban la derrota, pero ocurría a veces que uno o varios de ellos amanecían ahorcados. Lo interesante es que el cronista general de Indias comenta irónicamente que “aunque las ánimas de tales ahorcados se pierden, […] el cuerpo no lo dejan perder, si no que renuevan con la carne de él su boda y convites”.

NOTAS
1. Cuando llegaron los conquistadores y durante varios siglos después, la Península de Nicoya formaba parte del territorio de Nicaragua. El vocablo Nicaragua procede de “Nic-Anahuac”, el cual sugiere el sentido de “El Anahuac de aquí” (Ferrero). En 1824 los habitantes de los pueblos de Santa Cruz y Nicoya efectuaron un plebiscito por medio del cual decidieron la anexión del Partido de Nicoya a Costa Rica. Los indígenas de esta región geográfica, eran: corobicíes, borucas o bruncas, chorotegas, náhoas y caribes.
2. Fernández de Oviedo comentó que en estas comarcas había falsificadores de monedas; esto lo hacían horadándoles diminutos agujeros a las almendras de cacao, rellenándolas de tierra y cerrándoles los hoyitos con tal habilidad que no se notaba el fraude; no obstante, quienes las recibían, al contarlas, les pasaban el dedo índice por la superficie y con el tacto descubrían el engaño.
3. En el imperio incaico, en el que prevaleció un sistema patriarcal militarizado en el que la mujer bajo ese poderío era un objeto al servicio del estado, existió entre los principales señores la supremacía de la herencia materna, sobre todo en las costas del Pacífico, donde, según Cieza de León "los herederos de un señor son primero la esposa, después el hijo de la hermana". En Ecuador, dice Gómara que “es el hijo de la hermana el heredero” y los sobrinos de parte de ella. En las Islas de las Perlas frente a Panamá, en Colombia, Ecuador y otras regiones también se mantuvo la estructura matrilineal que se puede observar a lo largo de las crónicas de Cieza de León y Gómara.
4. Conviene recordar que la mayoría de las culturas indígenas idolatraban al sol como el centro y origen de todo, y además, asociado a vida y salud, a transformación y regeneración; según esas culturas, por proceder del sol, el fuego era su representación en la tierra; de ahí que el fuego tuviera, a su vez, una finalidad purificadora y destructora de las tinieblas y del mal (incendio) y con su calor vital, una función regeneradora y productora del bien.
5. Fernández de Oviedo comentó que en estas comarcas había falsificadores de monedas; esto lo hacían horadándoles diminutos agujeros a las almendras de cacao, rellenándolas de tierra y cerrándoles los hoyitos con tal habilidad que no se notaba el fraude; no obstante, quienes las recibían, al contarlas, les pasaban el dedo índice por la superficie y con el tacto descubrían el engaño.



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RIMA DE VALLBONA (Costa Rica, 1931). Ha publicado libros relacionados con el rescate de escritoras hispanas, entre los que cuentan Vida i sucesos de la Monja Alférez y La narrativa de Yolanda Oreamuno. Como narradora ha publicado tres novelas y ocho colecciones de cuentos; entre estos están Mujeres y agonías, Tejedoras de sueños vs. Realidad y A la deriva del tiempo y de la historia. Página ilustrada com obras de Tita do Rêgo Silva (Brasil), artista convidada desta edição.

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● ÍNDICE # 99

EDITORIAL | A pronúncia esquecida da realidade

ALICIA LLARENA | Agustín Espinosa: Lancelot 28º - 7º

CARLOS OLIVA MENDOZA | Erotismo, pornografía y felicidad

ESTER FRIDMAN | Quer a humanidade ser livre?

FLORIANO MARTINS | Valdir Rocha e o mito transfigurado

GABRIEL JIMÉNEZ EMÁN | Leonora Carrington y surrealismo novelado, por Elena Poniatowska

JORGE ANTHONIO E SILVA | A poética na esquizofrenia

MARIA LÚCIA DAL FARRA | Gilka Machado, a maldita

PEGGY VON MAYER | Volver la mirada a Ninfa Santos

RIMA DE VALLBONA | Indicios matriarcales en las comunidades chorotegas

SOFÍA RODRÍGUEZ FERNÁNDEZ | Homenaje a Max Rojas

VIVIANE DE SANTANA PAULO | Tita do Rêgo Silva e o mundo fantástico, faceiro e colorido da xilogravura

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Agulha Revista de Cultura
Número 99 | Junho de 2017
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design | FLORIANO MARTINS
revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
equipe de tradução
ALLAN VIDIGAL | ECLAIR ANTONIO ALMEIDA FILHO | FEDERICO RIVERO SCARANI | MILENE MORAES
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