segunda-feira, 7 de setembro de 2015

GABRIEL JIMÉNEZ EMÁN | La filosofia venezolana y su lugar en la América Latina


I | El centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos acaba de reeditar una obra importante para la consideración del hacer filosófico en América Latina. Se trata de la edición del volumen Filosofía y cultura latinoamericanas (2014) [1] del escritor mexicano Leopoldo Zea (1912-2004), cuya primera entrega se había efectuado en el año de 1976, cuando la Fundación Celarg publicó una serie de once artículos donde el profesor Zea ofrece de manera clara una relación histórica de las ideas en América Latina. Es una claridad que lleva implícita varios méritos, entre ellos el de la síntesis, y el de ponernos, sin retórica, frente a algunas de las principales ideas y obras surgidas en nuestros países desde el siglo XIX, y nos permite acercarnos a estas obras mediante ensayos breves y sustanciosos, donde no se desperdician palabras para citar oportunamente textos indicadores de espacios fundamentales de nuestro pensamiento. Llama la atención que en el prólogo a dicha obra –fechado en 1974— Zea diga al final que “ninguna otra nación, como la venezolana, está abocada a realizar un nuevo gran esfuerzo en tal sentido. Signo de esta gran vocación lo ha sido, lo es y lo seguirá siendo Simón Bolívar”, es decir, Venezuela se encuentra en la conciencia de las medulares relaciones que guardan nuestros pueblos entre sí, relaciones que han de hacerse conscientes para que puedan funcionar como instrumentos vitales para una auténtica integración latinoamericana. El concepto, la palabra conciencia, es aquí el centro de esa reflexión que lleva a cabo el filósofo mexicano para explorar este fenómeno.
Nos dice Zea que hemos practicado una “filosofía de urgencia”, que ha tenido que tomar prestados los filosofemas a sistemas que no siempre traducen lo que en ellos se quiere expresar, lo cual ha llevado a considerar el “carácter utilitario y provisional de este préstamo” por parte de los filósofos de América sajona, pasando por encima de los de América ibera, quienes se hallan en una situación similar a los nuestros. El primer rasgo es el abocarse a problemas concretos, a asuntos urgentes, tanto económicos como políticos y sociales, que han impedido una “madurez” de nuestra filosofía, lo cual no debe tomarse necesariamente como un signo de inferioridad. Para ello, Zea echa mano de las ideas de un conjunto de filósofos para ilustrar estas diferencias, en tanto “el pensar y el actuar al mismo tiempo” conforma una de las primeras características de nuestro filosofar; mientras otra sería la señalada por el eminente pensador argentino Juan Bautista Alberdi, cuando en 1842 nos refiere que vamos a estudiar “no la filosofía aplicada a la teoría de las ciencias humanas, sino la filosofía aplicada a los objetos de un interés más inmediato; en una palabra, la filosofía política, la filosofía de nuestra industria y riqueza, la filosofía de nuestra literatura y la filosofía de nuestra religión y nuestra historia, así como la filosofía de las necesidades sociales de nuestros países”. [2]
También es de hacer notar la contraposición del academismo a esta actitud de una filosofía de la acción y la urgencia; un academismo al que se sumaron muchos de manera imitativa de lo europeo, lo cual iría definiendo nuestro modo de filosofar en el contexto general de occidente, para convertirlo en tarea común a la gran mayoría de filósofos de la cultura en general. Antes de entrar en el ensayo cuarto de su volumen, “La filosofía contemporánea en Latinoamérica” y así dar continuidad a estas ideas, Leopoldo Zea se detiene a señalar algunos rasgos de lo que él llama “El problema cultural ibero” en función con la idea de marginalidad de los pueblos iberos respecto a los demás pueblos occidentales como Inglaterra, Francia, Holanda y Estados Unidos, y el expansionismo que éstos crearon para infundir un retardo del mundo ibero en relación al resto de Europa, situación que también comparte con América Latina desde el siglo XIX, y lo define como “el problema de la incorporación de sus pueblos a esa universalidad encarnada en el mundo creado por la acción occidental”, con lo cual este concepto de “universalidad” debe ser asumido como problema, donde el progreso y la historia se presentan en cierto modo como ilusiones, lo mismo que lo nacional. Y en este sentido, se van produciendo una serie de fenómenos como el de la conciliación de la realidad con el deseo, del pasado con el futuro, y de cómo la ciencia fue vista por el ibero como algo más que una simple capacidad técnica.
Justo sobre este fenómeno de lo ibero sería oportuno detenerse un poco, aprovechando las ideas de Carmen Bohórquez, prologuista del volumen que comentamos, cuando anota que Zea considera “toda la historia del continente americano como una, la misma historia de la Península Ibérica (…) para Zea América Latina forma parte indisoluble del mundo ibérico, al extremo de entender que es uno y el mismo destino, lo que le impide quizá explorar otras vías de clarificación de la identidad americana que pudieran haber llevado a resolver más rápidamente el problema de la autenticidad del pensamiento producido en Nuestra América.” Señala asimismo Bohórquez que “los tres siglos de dominio imperial de España sobre América, o como fue aniquilada la presencia cultural indígena y los aportes que soterradamente introdujo la presencia africana deben ser tomados en cuenta en este proceso”. Ello es tan cierto, que coincidimos con ella en el momento de considerarlo una debilidad en el discurso de Zea, así como la “supra valoración del hombre de la metrópoli, a quien atribuye una generosidad de espíritu incompatible con cualquier pretensión hegemónica” (Bohórquez, Prólogo, p. VIII) son elementos señalados por Bohórquez que ayudan a despejar el discurso contemporáneo sobre la filosofía latinoamericana, así como a contemporizarlo con nuevas aportaciones, como por ejemplo las luchas antiimperialistas actuales, el principio de autodeterminación de los pueblos y la plena libertad, mirados desde los puntos de vista considerados modelos a imitar por parte de nuestros pueblos: Francia y Estados Unidos. Fenómeno al que nuestro filósofo José Manuel Briceño Guerrero llama “la identificación americana con la Europa segunda”: en este caso Francia es tenida como modelo de futuro; luego vendría ese afán imitativo del progreso de Estados Unidos y la posterior pleitesía a su tecnología, lo cual ha compuesto un nuevo fenómeno que Ludovico Silva ha llamado la plusvalía ideológica y constituye a su vez otra de las formas de la alienación.
Todo ello conforma una nueva realidad donde no pueden dejarse de lado las llamadas minorías étnicas, el indio; el negro afroamericano, las mujeres, los mestizos, los sexodiversos, los marginados. Esto es tan cierto que nos urge a los latinoamericanos construir una nueva espiritualidad a partir de este legado, con los aportes de la mitología aborigen tanto en países como México, Perú o Bolivia, tocados con el ancestro azteca, maya o inca, mientras en Venezuela o Colombia, (donde no contamos con monumentos arquitectónicos que den cuenta de estos importantes símbolos y mitos) por ser los pueblos caribes fundamentalmente nómadas, tenemos en cambio los legados mitológicos, simbólicos y lingüísticos de los pueblos caquetíos, jirajaras, arawacos, wayús, waraos, pemones o ayamanes, y las comunidades negras de las culturas provenientes de África, para así poder estructurar nuevos modelos de convivencia basados en lo espiritual y lo cultural, y sobre esta base diseñar luego lo social, lo político y lo económico.
Mientras nuestra vida social y política siga guiada por los modelos neoliberales y capitalistas, no podremos arribar nunca a una nueva filosofía ni concepción del mundo, justamente porque en el capitalismo lo material y lo económico pretenden imponerse como bases de la cultura, sin lograrlo. Justamente ahora vivimos una suerte de colapso económico-político causado por el fenómeno de la globalización industrial, que ha homogeneizado las necesidades humanas mediante símbolos ideológicos construidos sobre la base de ganancias económicas, principalmente. Nos debemos entonces una nueva reflexión sobre nuestros mundos indígenas y afrodescendientes.
Surge aquí también la idea del hombre liberal aspirando siempre a hacer de todo algo moderno: un mundo moderno, un hombre moderno. Esta obsesión por la modernidad prefiere los modelos franceses, ingleses o norteamericanos, que niegan nuestra identificación con España al asociar el desarrollo al nuevo concepto de imperio como empresa supranacional; a este respecto se cita a Pedro Laín Entralgo cuando considera a España no precisamente una nación, sino un “imperio católico”, en la reflexión que lleva a cabo en su libro España como problema (1858).
Es inevitable hacer aquí una acotación en lo referente a la noción de futuro, un futuro proyectado en un progreso sin fin que dio origen al positivismo, y con éste a una tendencia que ve a la ciencia con una fe ciega que da origen a un progreso maniqueísta muy peligroso, pues nos hace caer en el esquema liberales / conservadores, en una lucha basada en la destrucción del adversario, y esto nos proyecta en una guerra civil permanente, y a su vez se van creando terrenos propicios para el despotismo como método, y del autodevoramiento de los pueblos. El despotismo ilustrado sirvió para reducir la anarquía, pero a la vez imposibilitó la organización social de los pueblos. Me parecen muy importantes estas aclaratorias de Zea sobre el mundo ibero, pues sin la comprensión de éste nos sería imposible comprendernos: entre ellos se encuentra la tendencia a romper con lo pasado, a dar saltos mortales del pasado al futuro sin un hilo de continuidad, lo cual daría como resultado una falta de conciencia de sus limitaciones, es decir, muchas veces aspiramos a ser universales y actuamos como tales, cuando en el fondo carecemos una base moral sólida para dar ese salto, imitando a otros. Me gusta cómo Zea se refiere a este falso anhelo de universalismo: “Ya no más el universalismo donado por el occidente sino el universalismo que da la conciencia de formar parte de una comunidad más amplia que la puramente nacional u occidental”.
Después de hacer un repaso por la filosofía en México de mano de José Vasconcelos (en La raza cósmica) y de Samuel Ramos (en Perfil del hombre y de la cultura en México) cuyas obras son hitos en torno a la realidad mexicana y americana, Leopoldo Zea realiza una segunda inmersión en el tema a través de los ensayos “Precursores del pensamiento latinoamericano” y “La filosofía contemporánea en Latinoamérica”. En el primero de ellos Zea lleva a cabo una síntesis brillante acerca de nuestros primeros pensadores, con las debidas citas y acotaciones originales de éstos, desde el uruguayo José Enrique Rodó (1871-1917) y sus obras El que vendrá (1897) y Ariel (1900), en quien Zea señala una doble directriz en el pensamiento latinoamericano: decepción y esperanza, y estos expresados de manera notable: “Decepción frente a un pensamiento que ha fracasado a lo largo del siglo que termina; esperanza frente a un futuro que se abre en el horizonte. Un futuro cargado de la expresión del fracaso, ya consciente de un pensamiento que, en vano, trató de borrar el pasado de una cultura impuesta para adoptar otra que resultaba violentamente extraña”. [3]
Dentro de este orden de ideas nuestros pensadores comienzan a urdir sus reflexiones, a saber: Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) en Argentina, con su Civilización y barbarie; en Chile Francisco Bilbao (1823-1865) con su Liberalismo y catolicismo; en México José María Luis Mora (1794-1850) con Progreso y retroceso.
Las ideas de acción política, conservadurismo, progreso, emancipación, educación o reforma fueron tomando cuerpo en filósofos como el argentino Juan Bautista Alberdi (1810-1889) quien señala que cada país “ha dado soluciones distintas a los problemas del espíritu humano”, mientras el cubano José de la Cruz y Caballero (1800-1862) consideró que “el idealismo europeo más bien podría dañar que beneficiar nuestro suelo” en la empresa de superar el nefasto orden colonial a través de nuevas formas de convivencia, justamente implementando una filosofía de la emancipación. Y por supuesto la ya citada tendencia positivista encarnada en pensadores como Gabino Barreda (1818-1881), Justo Sierra (1848-1912), el maniqueísmo del argentino Domingo Faustino Sarmiento, y en menor grado, en los uruguayos Carlos Vaz Ferreira (1872-1959) y el mismo José Enrique Rodó, quienes participaron de esta tendencia que fue lentamente repudiada debido a su concepción clasista y elitista de la sociedad; así como aquellas opuestas al positivismo y al avance desmedido de la era industrial, como las del chileno Francisco Bilbao, quien previno a Latinoamérica de los Estados Unidos, de quienes dice que “han caído en la tentación de los titanes, creyéndose árbitros de la tierra y aun los contendores del Olimpo”.
En esta apretada relación de filósofos aparece la figura de José Martí (1853-1895), quien corrige a Sarmiento diciendo que “no hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”. Es justamente mediante el lúcido pensamiento de Martí de donde surgen ideas cenitales para la comprensión del siglo XX, y las de Rodó siguen teniendo vigencia, al afirmar que el pueblo de los Estados Unidos “vive para la realidad inmediata del presente, y por ello subordina toda su actividad al egoísmo del bienestar personal y colectivo”. Por supuesto vuelven a asomar las ideas de José Vasconcelos en torno a la raza cósmica (que a su juicio ha sido relegada e inmovilizada) y dan origen a ideas renovadas como las del peruano Manuel González Prada (1848-1918) quien sostiene que los indígenas pueden ser la salvación de estas tierras amenazadas por la ambición de razas que fundan su grandeza en la destrucción de otras. En este punto hay que hacer honor a las ideas de González Prada, reconociéndoles una vigencia impresionante para el mundo de hoy, al vindicar el mundo del indio; es él, precisamente, quien crea el término Indoamérica, y en este sentido habría que otorgarle un completo reconocimiento, pues ha hecho una vindicación del mundo indígena que ha permitido el afianzamiento de los acercamientos contemporáneos al tema, sobre todo dentro del marxismo y las distintas tendencias anti-raciales, como en el caso de los pensadores José Carlos Mariátegui en el Perú y en Venezuela de la mano de importantes investigadores del folklore y de los mitos aborígenes y africanos, como Gilberto Antolínez (1908-1986) o Miguel Acosta Saignes (1908-1989) en el terreno de la antropología cultural y la etnología, que otorgan un valor de primer orden al mundo del indio. Antolínez hizo contribuciones importantes al estudio de nuestros mitos indígenas en sus libros Hacia el indio y su mundo (1946), Síntesis de las características de la tribu Yaruro (1974) y en sus artículos recogidos póstumamente en obras como Los ciclos de los dioses (1995) y El agujero de la serpiente (1998). Lo mismo, Acosta Saignes en sus libros Los caribes de la costa venezolana (1946) Notas sobre el problema indígena en Venezuela (1948), Las Turas (1949), Estudios de etnología antigua de Venezuela (1954) o Las cofradías coloniales y el folklore (1955).
González Prada nos dice: “Al indio no se le predique humildad y resignación, sino orgullo y rebeldía” (…) “El indio recibió lo que le dieron; fanatismo y aguardiente” (…) “El indio se redimió merced a su esfuerzo propio, no por la humanización de sus opresores”.
A su vez, el enfoque marxista de Mariátegui nos permite concluir que el problema respecto al desarrollo de América no es un problema racial sino un problema económico, surgido de la dominación de un conjunto de pueblos a través de feudos que destruyeron el propio orden de los indígenas, rebatiendo la tesis etno-racial, asunto también rozado por el peruano Francisco Miró Quesada (1918), mientras en Argentina Ezequiel Martínez Estrada (1895-1965) contribuye a echar por tierra la tesis de Sarmiento, y Héctor Álvarez Murena (1923-1975) hace lo mismo: “Sarmiento, con su anti-hispanismo y su admiración por Estados Unidos, ilustra desaforadamente esta necesidad. Su vehemencia parricida, su presunción de inmortalidad era tal, que sólo quería liquidar toda vigencia de España en la Argentina, sino que aspiraba a conformar el país según otro país americano”, nos dice Murena. Justamente, en Argentina surgió una nueva generación de pensadores que rechazan esta posición civilizatoria a ultranza, viendo más bien que ésta ha permitido una división vertical en la Argentina que considera a Buenos Aires como una zona civilizada, y al resto del país, subdesarrollado; cuestión que puede ser observada como un fenómeno político cuando es derrocado en Argentina al presidente constitucional Hipólito Irigoyen por una casta militar que propició las subsecuentes dictaduras en ese país, como las del general Videla, que violaron los derechos de la mayoría y sumieron al país en un baño de sangre y terror. Lo mismo se vería en el caso de Chile con el general Augusto Pinochet. Y en este sentido, tales pretensiones civilizatorias en la Argentina revelarían lo contrario: un subdesarrollo moral y social. No están referidos en el texto de Zea los regímenes autoritarios de Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez en Venezuela.
Pero sigamos con Argentina. Ésta representa en cierto modo buena parte de lo que sucede en el resto de América, con un autoritarismo militar que rechazan sus pensadores y filósofos, como son los casos de Eduardo Mallea, Jorge Luis Borges o Leopoldo Marechal. Mientras tanto, en México se desenvolvía la llamada Generación del Ateneo a la que pertenecen José Vasconcelos, Antonio Caso y Alfonso Reyes, quienes proponen “mexicanizar el saber” en el sentido de hacerlo propio y “recurriendo a toda fuente de cultura, brote de donde brotare”. Al americanizar la cultura y tener a Latinoamérica como un crisol de culturas para formar un hombre puro, nos diferenciaríamos de una cultura de diletantes de torre de marfil, proponiendo una cultura abierta a todos, diferenciando esto del nacionalismo político y haciendo hincapié en un nacionalismo espiritual, según el decir del dominicano Pedro Henríquez Ureña: “El hombre universal con que soñamos, a que aspira nuestra América, no será descastado, sabrá gustar de todo, apreciar todos los matices, pero será de su tierra, su tierra y no la ajena”. Mientras que Alfonso Reyes fustiga la falta de originalidad: “Ni Sancho ni Quijote, ni grillete que impida andar, ni explosivo que desbarate, sino ánimo firme y constante de lograr algo mejor, sabiendo a pesar de ello que la victoria verdadera se alcanza si se pone plomo a las alas”, fustigando así los complejos de inferioridad de los latinoamericanos que se dolían de no parecerse a los hombres de otros pueblos.
Esa costumbre que tenemos de estarnos comparando en negativo con otros países, como lo sostiene Ureña en su ensayo “Notas sobre la inteligencia americana”, donde anota otros de esos rasgos negativos: inseguridad, inmadurez e improvisación aunadas a las disyuntivas maniqueístas: individualismo / cosmopolitismo; americanismo / hispanismo; barbarie / civilización; pasado / futuro, que, lejos de ayudar, nos sumen en la duda o en la dispersión e impiden vernos como unidad, donde ser americano es como un fatum : “haber nacido y arraigado en un suelo que no sea el foco actual de la civilización, sino una sucursal del mundo.” Por otra parte, Reyes es optimista cuando denuncia lo supersticioso y lo postizo, lo cual impide la realización de lo propio. De ahí que sea posible asimilar la propia historia para reconocer nuestro derecho a la ciudadanía universal.
Zea culmina su ensayo con este exhorto de Reyes: “Hemos alcanzado la mayoría de edad. Muy pronto os acostumbraréis a contar con nosotros”.

II | Con todo y lo completo que pueda ser este recorrido de Zea, ha faltado en él, creo, la parte correspondiente a Venezuela, país que cuenta desde el siglo XIX con un buen número de pensadores y forjadores de la nacionalidad. Empezamos por supuesto con el propio Simón Bolívar (1783-1830), quien forjó en el conjunto de sus cartas uno de los pensamientos más sólidos en nuestro devenir como pueblos. Son numerosos sus textos. Entre ellos destacan Discurso de Angostura (1820), Discursos y proclamas (1895), Carta de Jamaica, Ideas políticas y militares (1811-1830) y Decretos (1813-1828), donde están fijadas las ideas de nuestra independencia como pueblo y la filosofía fundamental de la venezolanidad. Por supuesto, la obra de Andrés Bello (1781-1865) y de Simón Rodríguez (1769-1854), maestros ambos de Bolívar con una obra tan diferente la una de la otra, como sustanciales son ambas en la formación de nuestro primer humanismo, donde están presentes las ideas alusivas al despertar de los pueblos americanos, y acrisolaron buena parte de las ideas integradoras de su predecesor Francisco de Miranda (1750-1816) quien buscó siempre razones, dentro y fuera del país, para hacer realidad el sueño de una América unida, más allá de los coloniajes y las opresiones de las coronas europeas. En París (1797), Miranda presidió una junta de diputados americanos independentistas, y en Londres se unió a Bolívar, con quien llegó a Venezuela en 1810. En sus memorias y diarios testimonió de todas sus ideas independentistas y sus profusas lecturas filosóficas de clásicos europeos que inspiraron muchas de sus ideas.
Mientras tanto, la obra de Simón Rodríguez pudiera ser considerada como la primera tentativa filosófica de nuestra educación. De hecho, esto se advierte en sus estudios Sociedades americanas (1828), Luces y virtudes sociales (1834) o en Inventamos o erramos. Son tan avanzadas las ideas de Rodríguez sobre la educación, que siempre parecen de vanguardia y pueden servir para una renovación permanente de la didáctica. Andrés Bello y Rafael María Baralt se distinguieron por sus estudios gramáticos y por haber cumplido con la ardua labor de componer los primeros elementos de la gramática americana. En el caso de Bello, con sus obras Gramática castellana para uso de los americanos (1847), sus Estudios literarios sobre la métrica de la lengua castellana (1835), para luego acometer el reto filosófico en su obra La filosofía: teoría del entendimiento (1843), donde prefigura la moderna teoría del conocimiento, y en su importante Anatomía cultural de América (1848). En su obra literaria busca vindicar el paisaje y la geografía americanos en contacto con el hombre en su poema Silva americana a la agricultura de la zona tórrida (1863), donde dispone lo mejor de su arsenal neoclásico para escribir el primer gran poema de Venezuela y uno de los más osados en la América. El humanismo de Bello, por su gran aliento regenerador, ha sido comparado con el humanismo de Goethe en Europa; mientras sus Principios de Derecho Internacional (1846) y sus Aportaciones al Código Civil de Chile forman parte fundacional de la jurisprudencia de América. Bello nunca dejó de filosofar y de pensar sobre la tierra americana.
Rafael María Baralt (1810-1860) también hizo aportes notables a los estudios de la lengua o la historia en sus obras Resumen de la historia de Venezuela (1841) y Programas políticos (1849) o de hacer observaciones sobre política y filosofía de la historia. Recordemos que, no en vano, Baralt fue el primer hispanoamericano en ocupar un sillón en la Real Academia Española de la Lengua, en 1853.
Pero quien más practicó una filosofía de urgencia sobre la base del ejercicio del periodismo fue Juan Vicente González (1810-1866) quien a través de una visión romántica del mundo supo impregnar su prosa de las ideas más elevadas sobre la nacionalidad, cuestión advertible en su obra maestra Biografía de José Félix Ribas (1891) en la que González aprovecha para hacer una evocación de la época de la guerra en Venezuela con visos de novela, y al mismo tiempo tomando elementos del ensayo de reflexión sobre la naturaleza misma de la venezolanidad, el cual constituye uno de los más apasionados textos de filosofía de la historia nacional.
En ese siglo XIX florecen asimismo los intérpretes de la gesta emancipadora de la independencia en un Fermín Toro (1806-1865) o un Cecilio Acosta (1818-1881). En Toro apreciamos a un temperamento especialmente lúcido en el momento de observar su momento histórico, sobre todo en el plano político, sociológico y cultural, donde además muestra sus admirables dotes de orador. La insaciable curiosidad intelectual y autodidacta de Toro lo llevó a componer la primera novela venezolana (Los mártires, 1842) y el primer cuento literario (La viuda de Corinto) y de haber desempeñado importantes cargos diplomáticos en Londres y Bogotá, y como Ministro Plenipotenciario en España y Francia, además de su actividad como profesor, periodista (colabora en los principales diarios de la época como “El mosaico”, “El Liceo Venezolano” y “La Voz del Patriotismo”) y literato. En él reconocemos, ciertamente, una de las mentes más despiertas e inquietas de la filosofía venezolana. Su formación autodidacta la cumplió en la biblioteca de su tío el Marqués del Toro. Desde joven comienza a desempeñar cargos como Secretario de Hacienda. Sus escritos políticos, jurídicos y sociales fueron reunidos casi todos en un libro con el título de La doctrina conservadora (1880). Es célebre su texto Honras fúnebres consagradas a los restos del Libertador Simón Bolívar (1844).            
En Cecilio Acosta, en cambio, admiramos una voluntad pedagógica que utilizó al periodismo para difundir sus bien urdidas ideas, tocadas por el influjo neoclásico en bien de la prédica a los pueblos, estilo que suscitó la admiración del propio José Martí, quien vino a Caracas a conocerle. En su brillante ensayo Cosas sabidas y por saberse (1856) sus ideas sobre la realidad venezolana de su tiempo se tienen como las de una reflexión esencial para nuestro país, realizando un balance sobre los tópicos que de forma errada se estaban ventilando en nuestros centros de estudio, especialmente en la Universidad de Caracas. Sus ideas están esencialmente basadas en la educación popular y en el trabajo creador, fundado en las normas morales del patriotismo y la honradez, ejemplo para muchos venezolanos. También en sus estudios Influencia del elemento político en la literatura dramática y la novela y en Las letras lo son todo (1869), nos revela la sensibilidad del auténtico humanista. Su obra fue publicada sobre todo en periódicos de su tiempo, tanto venezolanos como de otros países. Sus escritos abarcaron la economía, la política, las ciencias jurídicas, la filología y la literatura, además de sus recordados poemas “La Casita blanca” (1872) y “La gota de rocío” (1878). Entre sus textos políticos destacamos Reflexiones políticas y filosóficas de la sociedad desde su principio hasta nosotros (1846), Libertad de imprenta (1846), Lo que debe entenderse por pueblo (1847), Los dos elementos de la sociedad (1846), Situación política de Europa (1872), y Los partidos políticos (1877); en el terreno jurídico tenemos su Legislación comercial comparada (1870) y La verdad para todos (1855), mientras que en el terreno económico citamos Solidaridad de las industrias (1880) y en el filológico Observaciones al diccionario que someto humildemente a la Academia Española (1874). Uno de los primeros en reconocer el elevado talento de Cecilio Acosta fue José Martí, quien se expresó así: “Sus resúmenes de pueblos muertos son nueces sólidas, cargadas de las semillas de los nuevos. Nadie ha sido más dueño del pasado (…) él exprime un reinado en una frase, y en su esencia; él resume una época en palabras, y es su epitafio: él desentraña un libro antiguo, y da en la entraña. Da cuenta del estado de estos pueblos con una sola frase (…) era de esos que han recabado para sí una gran suma de vida universal, y lo saben todo, porque ellos mismos son resúmenes del universo en que se agitan (…) Lo que supo, pasma. Quería hacer la América próspera y no enteca; dueña de sus destinos, y no atada como reo antiguo, a la cola de los caballos europeos. Quería descuajar las Universidades, y deshelar la ciencia y hacer entrar en ella savia nueva”. [4]
Otros pensadores nuestros que merecen el calificativo de filósofos son Felipe Larrazábal (1816-1873), Amenodoro Urdaneta, Lisandro Alvarado (1858-1929) y Jesús Semprum quienes contribuyeron de uno u otro modo al desenvolvimiento de una conciencia crítica. Larrazábal, uno de los primeros músicos del siglo XIX, fue también un humanista con predilección por los autores de lengua inglesa, especialmente de John Milton y de poetas coetáneos de Milton en el siglo XVII, aunque también reflexionó sobre el fenómeno musical de su tiempo, fue doctor en Derecho Civil, uno de los fundadores del Partido Liberal y activo pensador en el plano político a través del periodismo. Pero también abarcó la arquitectura, la filología y la geografía, fundó periódicos como El patriota y El Federalista y conservatorios musicales. Entre sus libros y folletos se cuentan Obras literarias, Memorias contemporáneas, Principios de Derecho Político, y Elementos de Ciencia Constitucional y su famosa Vida del Libertador en dos volúmenes. La intensa vida de Larrazábal concentra el trayecto romántico venezolano en una azarosa aventura compartida entre la política, la música, los viajes, la literatura y la historia, con no pocos visos novelescos.
Amenodoro Urdaneta (1829-1905) fue uno de los primeros en preocuparse por la literatura para los niños en nuestro país, y por los aspectos formales de la gramática, pero en el terreno crítico su obra más notable es Cervantes y la crítica (1877), obra excepcional en el panorama de su tiempo, por su exhaustividad y el talante de su prosa en el momento de tratar a un autor tan complejo como Cervantes; estudio que todavía hoy se consulta para comprender mejor al autor de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.

III | Todos ellos contribuyeron, como dije antes, a construir una filosofía de lo venezolano que entronca perfectamente con una filosofía de lo americano y se inserta en lo que Leopoldo Zea ha llamado una filosofía de urgencia, la cual debe porque sí abordar los problemas concretos de la existencia, los dilemas palpables del ser de cara al mundo.
En el ensayo titulado “La filosofía contemporánea en Latinoamérica” Leopoldo Zea lleva a cabo un ensayo donde intenta reseñar el hacer filosófico de nuestro continente en el ámbito de los congresos de filosofía que tuvieron lugar en algunas de las capitales latinoamericanas desde el año 1944 hasta el año 1954, esto es, una década donde por iniciativa de distintas universidades y gobiernos se efectuaron eventos que contribuyeron a aumentar el interés hacia lo filosófico desde un punto de vista más riguroso, mejor dotado de una mirada instrumental para enfrentar los problemas que le presenta su realidad particular, en vez de quedarse repitiendo lo que dicen los manuales acerca de la filosofía clásica. A Zea no le quedan dudas acerca de la existencia de una nueva corriente filosófica fluyendo por las venas de nuestros países, aportando cada uno de ellos “una serie de problemas filosóficos universales en la misma forma cómo lo han aportado otros filósofos de diversas nacionalidades”. A este respecto, Zea cita a varios de ellos: el argentino Francisco Romero con su obra Teoría del hombre (1952), a Risieri Frondizi y su libro Sustancia y función del problema del Yo (1952), amén de diversos países como Perú (donde destacan Francisco Miró Quesada y Augusto Salazar Bondy) mientras en México se citan otros como Samuel Ramos, Eduardo García Maynez y Francisco Larroyo, Eduardo Nicols y Luis Recaens Siches, y el propio Leopoldo Zea, de quien es justo citar aquí algunas obras suyas que constituyen una aportación sobre el tema que venimos tratando, como son El pensamiento latinoamericano (1965), El positivismo en México (1968), La esencia de lo americano (1970), Dependencia y liberación de la cultura latinoamericana (1975) y Discurso sobre la imaginación y barbarie (1988), entre muchas otras.
En Chile sobresalen Jorge Millas, Luis Oyarzún y Armando Roa; en Brasil Miguel Reale, Vicente Ferrera da Silva y en Colombia Rafael Carrillo, Jaime Jaramillo y Danilo Cruz Vélez; en Bolivia Guillermo Francovich y Gustavo Pescador; en Panamá Diego Domínguez Caballero; en Venezuela Ernesto Mayz Vallenilla y en otros países una extensa lista de autores que según su juicio han enriquecido la preocupación filosófica latinoamericana.
Resulta extraño que, estando Zea invitado a Venezuela a disertar y publicar sus libros, no haya tenido ocasión de mencionar las obras surgidas del pulso de venezolanos; en este caso de venezolanos que maduraron sus ideas a principios del siglo XX y fueron expresadas por escrito en las primeras décadas de ese siglo, como son los casos de los escritores cuyas síntesis se enumeran a continuación, sin seguir necesariamente un estricto orden cronológico.
La obra de César Zumeta (1863-1955) –quien ejerció una prolongada carrera diplomática— puntualiza siempre sobre el asunto de América y su relación con Europa en dos obras fundamentales: El continente enfermo (1899) y Las potencias y su intervención en Hispanoamérica que, aun concebidas bajo una óptica positivista, poseen un vasto campo de influencia en la meditación sobre América Latina y Venezuela.
Rufino Blanco Fombona (1874-1944) pone sus virtudes narrativas al servicio de su capacidad analítica en sus ensayos Letras y letrados de Hispanoamérica (1906), Grandes escritores de América, Siglo XIX (1917), A propósito de la nueva literatura hispanoamericana (1918), como en sus estudios sobre Simón Bolívar y en El conquistador español del siglo XVIII, revela una especial virulencia y capacidad analítica.
Jesús Semprum (1882-1931) puede ser considerado uno de los críticos literarios más notables de Venezuela, si se atiende a su rigurosidad y al sentido trascendente con que observa las obras. Posee Semprum el don de contextualizar histórica como estéticamente a los autores que aborda, tanto de la literatura europea, hispanoamericana o venezolana, como de los propios fenómenos estéticos que rodean a la creación literaria, o sus aspectos lingüísticos, los modos de crítica o las tendencias dominantes del modernismo, el criollismo, el romanticismo, la vanguardia en Venezuela o Hispanoamérica, lo cual podemos constatar en una obra crítica dispersa en revistas, diarios y folletos que fue compilada después de su muerte en sendos volúmenes preparados por José Balza o Pedro Díaz Seijas como Visiones de Caracas y otros temas (1969), Jesús Semprum (1986) y Crítica, visiones y diálogos (2006).
José Rafael Pocaterra (1888-1955) posee una obra cimera en el ámbito de la reflexión filosófica venezolana y latinoamericana, como lo es Memorias de un venezolano de la decadencia (1927) una crónica conmovedora de su tiempo –un tiempo de dictadura, de opresión y persecución de las libres ideas durante el régimen de Juan Vicente Gómez— constituye la mirada inquisitoria a un tiempo aciago a través de un iluminador sentido crítico.
Augusto Mijares (1897-1979), realizó aportaciones importantes en el terreno de la reflexión sobre América con sus libros Interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana (1938), Hombres e ideas en América (1940), La evolución política de Venezuela (1967), Somos o estamos (1977), El último venezolano (1971) y sobre todo en Lo afirmativo venezolano, dio muestras de una preocupación excepcional por el destino de su país, aunque a veces maniatado por ciertos maniqueísmos propios del positivismo.
Es de hacer notar que la actividad filosófica venezolana no ha sido exclusiva de filósofos profesionales o catedráticos, sino que fueron los escritores –poetas, ensayistas, narradores, dramaturgos— desde un principio, los depositarios de esta responsabilidad, dado que en las academias recién fundadas se tenía la creencia de que la filosofía consistía en escribir tratados sobre filósofos antiguos o modernos reconocidos por la tradición occidental, y no a los escritores que observaban de cerca sus propias realidades. En este sentido, habría lugar para una rápida digresión sobre filosofía académica y filosofía viva; la primera, ejercida en universidades, tiende a funcionar mediante un arsenal metodológico, principalmente tomado de la teoría literaria, cuyos métodos se calcan a veces maquinalmente de conceptos o filosofemas ajenos que muchas veces no funcionan con las obras o procesos americanos. La filosofía latinoamericana y venezolana nació del pulso de los escritores e intelectuales que vivieron en propia piel los avatares del mundo social, político y cultural de su tiempo, sin privar en ellos necesariamente las teorías académicas occidentales.
Dentro de una tercera generación de escritores venezolanos que filosofan de modo permanente sobre Venezuela, América y Europa en un amplio marco de ideas, nos encontramos con varias figuras eminentes como las de Mario Briceño Iragorry (1897-1958), en cuyo caso nos topamos con una pasión casi innata por la reflexión sobre su país y su relación con el resto del continente y el mundo, haciendo uso de una claridad expositiva que combina la necesidad periodística con el desmontaje de los mecanismos que mueven el poder político-económico de las naciones poderosas, aplicados a las nuestros. En muchas de ellas mezcla la historia a la ficción para lograr efectos literarios notables, mientras en otros es eminentemente filológica. De una vasta e inagotable bibliografía, citamos apenas Americanismo, no hispanismo (1919), Tapices de historia patria (1934), Formación de la nacionalidad venezolana (1945), El regente Heredia o la piedad heroica (1949), Mensaje sin destino (1951), La hora undécima. Hacia una teoría de la venezolanidad (1956) e Ideario político (1958) forman parte sustantiva de esa preocupación de filosofar sobre la patria.
En cuanto a Mariano Picón Salas (1901-1965), su voluntad americanista es apreciable a lo largo de su obra, logrando con ésta un lugar excepcional en el concierto de voces filosóficas del siglo XX, que se despliega para interrogar la naturaleza de lo americano frente a lo europeo, y cómo va configurándose una nueva sensibilidad, justamente de la que él es representante conspicuo. Picón Salas puede observar el mundo musical de Mozart y contextualizarlo plenamente con la cultura de su tiempo en Europa, como hacer una biografía de Francisco de Miranda o del santo Pedro Claver con la misma minuciosidad y naturalidad. En este sentido sus obras fundamentales son En las puertas de un mundo nuevo (1918), Formación y proceso de la literatura venezolana (1940), De la conquista a la Independencia (1944), Rumbo y problemática de nuestra historia (1947), Comprensión de Venezuela (1949), y Dependencia e independencia en la historia hispanoamericana (1952), libros que marcan momentos notables dentro del proceso intelectual e histórico nuestro, proyectado al futuro. Con una gracia literaria muy particular, una escritura elegante y un castellano de alto vuelo, Picón Salas se nos muestra en toda su lucidez moderna, en el mejor sentido de esta palabra.
Otro escritor de esta generación que cubre casi todo el siglo XX con su filosofar sobre Venezuela es Arturo Uslar Pietri (1906-2001). Es el caso de un gran narrador prestado a la reflexión, que se inicia como cuentista y novelista y de manera natural va ingresando en la meditación sobre el destino de Venezuela. Examinando sus albores y sus distintas etapas, sus altos y bajos, desde la conquista y la colonia hasta una modernidad dominada por la economía petrolera, Uslar urge al país a tomar determinaciones contundentes para sacarlo de su atascamiento, y le hacen adoptar un ángulo de visión amplio para examinar y abordar los problemas generales. Ello se constata en sus obras De una a otra Venezuela (1949), Breve historia de la novela hispanoamericana (1950), Del hacer y deshacer de Venezuela (1962), Hacia el humanismo democrático (1965), En busca del nuevo mundo (1972) y La otra América (1974), que complementó con sus novelas, cuentos y crónicas, y le hacen merecedor de un lugar de excepción entre los observadores de lo venezolano a través de una mirada que busca lo universal.
Es de hacer notar que todos estos escritores forman parte de la vida política venezolana ejerciendo cargos ministeriales o diplomáticos, o sufriendo exilios durante la dictadura gomecista, o bien fungieron de “intelectuales orgánicos” en la democracia representativa. En todo caso, prepararon el terreno a otras visiones de la realidad: existencialistas, marxistas, epistemológicas, sociológicas, estructuralistas o posmodernas, todas muy útiles para despejar los distintos caminos de la prosa de interpretación en el momento de abordar los asuntos históricos o cognitivos de nuestras sociedades. Entre estos nuevos nombres debemos citar en primer lugar a Juan Liscano (1915-2001), poeta que ejerciendo el oficio de ensayista se convierte en uno de los filósofos venezolanos más influyentes del siglo XX, al adoptar un punto de vista que hace acopio de la antropología cultural, el folklore y la simbología para tejer un discurso que posee elementos de la psicología arquetipal, mezclando todo ello a una intuición poética que le da muy buenos resultados, debido a su amplio margen interpretativo. Los principales libros de Liscano en esta dirección son Poesía popular venezolana (1945), Los diablos de San Francisco de Yare (1952), Panorama de la literatura venezolana actual (1973), Espiritualidad y literatura, una relación tormentosa (1976), Identidad nacional o universalidad (1980), El horror por la historia (1980), Lecturas de poetas y poesía (1985), y La tentación del caos (1993). Su preocupación también abarcó la obra de varias figuras relevantes de la cultura venezolana que él conoció personalmente, como son los casos de Rómulo Gallegos o Armando Reverón. Una de las actitudes que hablan mejor del temperamento inquieto y abierto de Juan Liscano fue su permanente contacto con las generaciones de jóvenes escritores y artistas, a los que alentó siempre.
Habremos de reconocer la actividad filosófica de Ernesto Mayz Vallenilla (1925), que empezó sus reflexiones abordando los asuntos de la fenomenología del conocimiento, y de otros tópicos derivados del humanismo y de los estudios académicos empleados en la obtención de la verdad, para derivar al final de su recorrido hacia los problemas presentados por la técnica o la tecnocracia, así como los tópicos implícitos en las maneras de transmitirnos las disciplinas filosóficas en el ámbito académico cuando éste hace crisis; su hacer entonces está estrechamente guiado por una voluntad ontológica en obras como Universidad y humanismo (1957), El problema de América (1959), Ontología del conocimiento (1960), Hacia un nuevo humanismo (1970), Esbozo de una crítica de la razón técnica (1974), Técnica y libertad (1979), Democracia y tecnocracia (1979), Fundamentos de la Meta-técnica (1990) e Invitación al pensar del siglo XXI (1999). Rasgo notable de su hacer filosófico es el rigor en el manejo de las categorías y la variada gama conceptual de sus preocupaciones: el caos, la ecología, los medios, la técnica o la inteligencia, puestos todos en un escenario de novedosos registros y posibilidades.
Otro filósofo con un vasto sustrato de conocimiento poético es Ludovico Silva (1937-1988), esta vez empleado para observar los fenómenos económicos que determinan la vida en el capitalismo desarrollado, lo cual lo lleva a identificarse con la filosofía marxista de la historia y a emplear los recursos de ésta para estudiar los conceptos de alienación e ideología, de los que intenta hacer un examen exhaustivo, al rechazar las interpretaciones manualescas del marxismo e ir en busca de nuevas posibilidades de esta teoría para aplicarlas a Latinoamérica en el siglo XX, buscando valerse de las significaciones prístinas de los conceptos de Marx en El Capital, y teniendo en cuenta los giros que toma el estilo literario del filosofo alemán en su propia lengua, de quien intenta mostrar su plena vigencia, al proponer las posibilidades de un socialismo para vencer los estragos morales y culturales del capitalismo. En este sentido, sus obras más importantes son La plusvalía ideológica (1970), Teoría y práctica de la ideología (1971), Marx y la alienación (1974), Anti-manual para uso de marxistas, marxólogos y marxianos (1975), Teoría de la ideología (1980) y La alienación como sistema (1983). Silva combinó también sus escritos periodísticos sobre poesía y teoría poética con miradas a la circunstancia política y social de la Venezuela que le toco vivir, generando libros que mezclaron distintas formas e intenciones en el logro de un tablero filosófico bastante ágil, que no descartó los elementos humorísticos y testimoniales para lograr sus registros, como son los casos de De lo uno a lo otro (1975), Belleza y Revolución (1979) y Filosofía de la ociosidad (1987).
El nombre de José Manuel Briceño Guerrero (1929-2014) está asociado a la filosofía, tanto por su obra como por su desempeño en la cátedra universitaria que ejerció en la Universidad de los Andes durante largos años, donde tuvimos ocasión de escuchar sus enseñanzas. Briceño Guerrero dictaba cátedra aún cuando no se lo propusiera, asistido por su nobleza humana y su integridad personal. Estudió filosofía en Europa y fue investigador apasionado de los idiomas, la literatura, el arte y la música. Desde sus años de formación tuvo a Latinoamérica como uno de sus centros de preocupación, lo cual plasma con notable lucidez en sus libros ¿Qué es la filosofía? (1963), donde se plantea de modo atrevido el asunto de si puede existir una filosofía propiamente venezolana y pone en tela de juicio si somos o no occidentales; mientras América Latina en el mundo (1966), es uno de los acercamientos más importantes sobre el tema, que no se reduce a examinar los aspectos históricos y el fenómeno del mestizaje, sino a ahondar en los matices lingüísticos del pensamiento y en la mentalidad mítica y lógica, adelantando en este sentido una mirada esclarecedora, que luego iría a profundizar en obras como La identificación americana con la Europa segunda (1977), América y Europa en el pensar mantuano (1981) y luego intentará realizar en el plano de la creación literaria en Discurso salvaje (1980) o Anfisbena. Culebra ciega (1992), curiosas mixturas entre crónica y cuento literario que le van a proporcionar un tono propio a su escritura, una conciencia de estilo que permiten señalarlo como a uno de los principales filósofos venezolanos.
Entre los filósofos españoles que hicieron vida en Venezuela se encuentra Juan David García Bacca (1901-1992), quien cuenta con una vasta labor de reflexión sobre filosofía de la antigüedad o del siglo XX desde una perspectiva metodológica rigurosa, que emplea procedimientos de la ciencia o de la lógica, tal se muestra en sus obras Filosofía de la ciencia (1940) y Filosofía en metáforas o parábolas (1945); también trata sobre filósofos de los siglos diecinueve y veinte en obras como Nueve grandes filósofos contemporáneos y sus temas (1947). A partir de los años de su residencia en Venezuela se producen obras como Antología del pensamiento filosófico venezolano desde la Colonia hasta Bello (1954) o el estudio La filosofía en Venezuela desde el siglo XVI al XIX (1956), --justamente este último volumen citado sería una de las pruebas de lo que vengo afirmando en el presente ensayo— y los libros Antropología filosófica contemporánea (1957), Historia filosófica de las ciencias (1964) y Los clásicos griegos de Miranda (1969). Tiene García Bacca el mérito de haber logrado la hazaña de traducir en Caracas la obra completa de Platón al castellano, de escribir numerosos volúmenes de ensayos, estudios y ejercicios filosóficos, y de enseñar en la Universidad Central a varias generaciones de estudiantes, preocupado siempre por América y Venezuela.
Juan Nuño (1927-1995), en cambio, aunque también de formación académica --nació en Madrid y estudió en París y Cambridge— se doctora en la Universidad Central de Venezuela, a la que llega muy joven, se refleja en libros rigurosos como Sentido de la filosofía contemporánea: compromisos y desviaciones (1965), La revisión heideggeriana de la historia de la filosofía (1962), El pensamiento de Platón (1963) o Los mitos filosóficos (1985) a obras más abiertas y desenfadadas como La veneración de las astucias (1990), Fin de siglo: ensayos (1991), Ética y cibernética (1991) y un libro muy audaz sobre La filosofía de Borges (1988). La mordacidad y la ironía son rasgos distintivos de la prosa de Nuño, quien también fue un destacado crítico de cine en sus artículos periodísticos reunidos en el volumen 200 horas en la oscuridad (1986). Nuño se integró desde joven y luego dictó cátedras de filosofía de la Universidad Central, y ahí permaneció hasta sus últimos días.
El argentino Ángel Cappelletti (1927) llegó a Venezuela joven. Había egresado de la Universidad de Buenos Aires, para luego titularse en La Universidad Simón Bolívar en filosofía. Se concentró en el estudió de los clásicos griegos como Heráclito, Protágoras y Séneca y de la Edad Media, y un interesante ensayo sobre el positivismo venezolano, publicando casi todos sus libros en Venezuela. Entre sus obras contamos La filosofía de Heráclito de Éfeso (1970), Inicios de la filosofía griega (1972), Cuatro filósofos de la Alta Edad Media (1972), Introducción a Séneca (1973), Protágoras: naturaleza y cultura (1987), Notas sobre filosofía griega (1990), La estética griega (1991), Textos y estudios sobre filosofía medieval (1993), Positivismo y evolucionismo en Venezuela (1992) y Estado y poder político en el pensamiento moderno (1994).
Federico Riu (1925-1985) también es otro de los filósofos nacidos en España nacionalizados venezolanos que llegaron a nuestro país a laborar en la Universidad Central de Venezuela y a brindarnos una obra rica en sugerencias. Viajó a Alemania y allí recibió clases del mismo Martin Heidegger. Estudioso de la filosofía existencialista y marxista, especialmente de Heidegger, Marx, Sartre, Lukács y Husserl, también se preocupó por filósofos como Ortega y Gasset y García Bacca, a la par de ofrecer una cátedra de filosofía que se mantuvo por un cuarto de siglo y fue de gran provecho para la filosofía venezolana. Entre las obras principales de Riu en este sentido están Ontología del siglo XX (1966), Ensayos sobre Sartre (1968), Tres fundamentos del marxismo (1976), Vida e historia en Ortega y Gasset (1985) y la obra póstuma Ensayos sobre la técnica en Ortega, Heidegger y Mayz Vallenilla (2010).
Un filósofo de la generación de Riu es el venezolano J.R. Guillent Pérez (1923-1989). Estudió en la Universidad Central y se desempeñó como profesor en el Instituto Pedagógico de Caracas. Su preocupación central fue la del Ser, las derivaciones ontológicas suscitadas a partir de la indagación del Yo y de los misterios que se amplían como fenómenos en el hombre del siglo XX y su búsqueda de la verdad, en medio del escepticismo y la angustia. En 1950 Guillent Pérez estaba en Paris y allá formó parte del grupo Los disidentes, abocados a denunciar la dependencia de los pueblos latinoamericanos a la cultura occidental, y a dar su respuesta a las crisis de posguerra en Occidente, lo cual generó una polémica en 1965 que incluyó a la crítico de arte Marta Traba como a un elemento importante. De la obra de Guillent Pérez citamos los títulos Venezuela y el hombre del siglo XX (1966), Dios, ser, el misterio (1966), El hombre corriente y la verdad (1972), El ser, la nada, la muerte (1984), El ser y el hombre del siglo XX (1989), y Conocer el Yo (1987).
Rigoberto Lanz (1943-2013) fue otro filósofo vinculado a las cátedras de la Universidad Central, afincado en la investigación de las ideologías y el marxismo en una primera etapa, como lo atestiguan sus obras Dialéctica de la ideología (1975), Marxismo e ideología (1980) y luego deriva hacia una investigación minuciosa de los asuntos de la posmodernidad, el papel de las Universidades y el socialismo en el siglo XX, como se advierte en Hacia dónde va el socialismo (1993), Paradigma, método y posmodernidad (1995), La deriva posmoderna del sujeto (1998) y Gobernanza. Laberinto de la democracia (2005). Lanz mantuvo una columna de crítica filosófica en la prensa de Caracas que logró una contribución muy significativa, al esclarecer problemas epistemológicos en el ámbito de las Universidades.
El filosofar de Luis Britto García (1940) está dirigido sobre todo al terreno político y cultural, al que Britto se encarga de desmontar analizando los mecanismos del funcionamiento capitalista para develar las maquinaciones del poder, y abrir paso a una reflexión permanente sobre el país y las repercusiones que sobre él ejercen las fuerzas nefastas del nuevo imperialismo. Tanto en sus libros de ensayos como en sus artículos periodísticos, Britto García se afianza en este terreno, valido de una prosa ágil en permanente afán de renovación. Es uno de los narradores reconocidos del país, con relatos y novelas que cuentan con numerosas ediciones y reconocimientos. Entre la obra ensayística de Britto citamos El poder sin la máscara: de la concertación populista a la explosión social (1989), La máscara del poder: del gendarme necesario al demócrata necesario (1989) El imperio contracultural: del rock a la posmodernidad (1991) Elogio del panfleto y de los géneros malditos (2000), Demonios del mar: corsarios y piratas en Venezuela (1999), Por los signos de los signos (2006) y Conciencia de América Latina (2002).

IV | No podemos abarcar aquí a todos aquellos escritores venezolanos que en algún momento filosofaron sobre nuestros países o sobre las interrogantes de la historia, la cultura o las ideas de sus compatriotas. Sólo hemos reseñado a quienes consideramos representativos. Por supuesto, hubiera sido ideal poder haber hecho citas de todos ellos en este recuento, tarea que hubiera rebasado la intención de este ensayo. Sin embargo valga decir, como lo afirmé e intenté mostrar en mi antología de El ensayo literario en Venezuela. Siglo XX (1988 y 1991), que éste no fue cultivado sólo por ensayistas profesionales abocados exclusivamente a ese género, sino que éste fue practicado por narradores o poetas que tuvieron la necesidad de expresar sus ideas acudiendo a la prosa de interpretación, y en este sentido el ensayo debe ser considerado el instrumento de una urgencia, como lo es la necesidad de meditación, la cual no puede ser exclusiva de filósofos puros o de doctos académicos. He realizado estas reseñas con el ánimo de glosar y complementar las ideas de Leopoldo Zea, al indicar las obras venezolanas en el concierto de las ideas americanas. Nos haría falta complementar la antología del pensamiento filosófico venezolano que comenzó Juan David García Bacca sobre nuestro siglo XIX, para irnos reconociendo en la historia de nuestras ideas a lo largo del siglo XX y lo que va del siglo XXI.
Del libro que venimos glosando, Filosofía y cultura latinoamericanas, Leopoldo Zea lleva a cabo una reflexión sobre “Dependencia y liberación en la filosofía latinoamericana” que me parece muy oportuna para cerrar este volumen. En ella, el filósofo mexicano aprovecha la invitación de su colega peruano Augusto Salazar Bondy a considerar el tema de “la dependencia de la cultura latinoamericana y el de la posibilidad de una filosofía de la liberación que cancelase esa dependencia.” Tal dependencia se manifiesta de diversas maneras. Salazar Bondy abre la discusión diciendo que “la filosofía que hay que construir no puede ser una variante de ninguna de las concepciones del mundo que corresponden a los centros de poder de hoy, ligadas como están ligadas a los intereses y metas de esas potencias”, ideas que de alguna manera coinciden con las del precursor argentino Juan Bautista Alberdi, quien también comparte la idea de una filosofía de la liberación, “una filosofía política, una emancipación política aquí debe ir acompañada de una liberación mental y cultural, lejos de las programaciones impuestas por los centros de poder dominantes”, remata Salazar Bondy. [5] Llama la atención que Leopoldo Zea concluya su ensayo con una cita de Karl Marx donde podemos leer: “Se verá entonces que la humanidad no comienza una nueva tarea, sino que realiza un antiguo trabajo con conocimiento de causa. Toma de conciencia plena, como unidad de lo que ha sido, lo que se es y lo que se quiere llegar a ser. Unidad de lo humano en continua realización consciente a través de la cual se va haciendo expresa la anhelada libertad”. [6]
Y es sobre esta conciencia que llamamos la atención en esta glosa, sobre esa idea de liberación, definitoria dentro del campo de interrogantes que mueven las nuevas directrices de nuestra filosofía, expresada no sólo mediante la lectura directa de conceptos organizados a través de razonamientos lógicos o científicos, categóricos o supeditados a sistemas académicos, sino a través del arte, la literatura, la poesía, la crítica literaria, la novela, el cuento o la crónica, maneras artísticas de hacer filosofía. Me atrevo a decir que Venezuela ahora toma una posición de vanguardia en este sentido: que nuestros literatos, escritores y filósofos van a tener un papel preponderante en los nuevos tiempos, cuando venezolanos, latinoamericanos, europeos, asiáticos y africanos vuelvan sus miradas sobre nuestros pensadores para encontrar en sus obras las posibilidades de una esperanza por construir.


NOTAS
1. Leopoldo Zea, Filosofía y cultura latinoamericanas, Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, Prólogo de Carmen Bohórquez, “Cantaclaro. Más de 40 años de creación cultural”, Colección Argumentos, Caracas, 2014, 310 pp.
2. Véase Juan Bautista Alberdi, Ideas para presidir a la confección del curso de filosofía contemporánea (1842). Citado por Zea en Filosofía y cultura latinoamericanas, pág. 9.
3. José Enrique Rodó, Ariel, Montevideo, 1900.
4. José Martí, Prólogo a: Cecilio Acosta, Obras completas, La Casa de Bello, Caracas, 1988.
5. Augusto Salazar Bondy ¿Existe una filosofía de nuestra América?, México, 1969.
6. Carlos Marx, “Carta a Arnold Ruge”, Kresznach, septiembre de 1843, en Anales franco .alemanes, Paris, 1844. En español en Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1970.


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Gabriel Jiménez Emán (Venezuela, 1950).  Narrador, poeta y ensayista. Libros más recientes: Consuelo para moribundos y otros microrrelatos (2012), Hombre mirando al sur. Tributo al jazz (Imaginaria, 2014), Gustavo Pereira. Los cuatro horizontes de una poética (2014), y Solárium (Casa de las Letras Andrés Bello, 2015). Contacto:  gjimenezemen@gmail.com. Página ilustrada con obras de Zuca Sardan (Brasil), artista invitado de esta edición de ARC.







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