quinta-feira, 1 de dezembro de 2016

RAFAEL RATTIA | Eugenio Montejo: la leve terredad del poema


Nunca resultará fácil abordar la ponderación de una vida y obra poética que muchísimo antes de cruzar el frágil ítem que “separa” la existencia de la muerte ya ha alcanzado la trascendencia de su universalidad. Eugenio Montejo (Caracas, 1938-Valencia, Venezuela, 2008) fue —acaso siempre será, per secula seculorum—una voz que, por antonomasia, funda y refunda la inagotable tradición lírica hispanoamericana y extiende su irreductible vocación ecuménica hasta, y más allá de, los confines planetarios de la lengua de Cervantes, Góngora, Quevedo, Borges y tantos fundadores de la patria sin frontera que es la lengua castellana.
Con apenas 69 años de intenso y hondo trasegar un singularísimo periplo vital el poeta edificó un corpus scriptum de indudable condición transgenérica. Aunque, también sin duda, su impoluta gesta creadora sobresalió con creces en el género poético; no por ello dejó de brillar, ex aequo, con sui generis hondura y fascinación en el campo de la ensayística e incluso alcanzó cotas, nada desdeñables, de respeto y admiración en el movedizo terreno de la crítica y la traducción literaria.
Todo en su vida, desde su advenimiento al mundo hasta su lamentable partida suscitada la primera semana de junio de este año, estuvo signado por huellas de perennidad. La vida del poeta estuvo inextricablemente fusionada a lo que con el tiempo devendría obra literaria de impronta eterna. Puede decirse que toda su existencia estética estuvo influenciada por la figura del padre; un panadero de la Caracas de los años cuarenta del siglo XX que supo auspiciar desde la más tierna infancia del bardo una sensibilidad permeable y susceptible a los influjos del arte de amasar el universo y sus infinitas imágenes por la capacidad sensitiva del verbo creador del bardo.
La demiurgia empalabradora de Montejo es una réplica metafísica que tiene sus raíces primigenias en su hogar apacible que décadas después denominó “El Taller Blanco”. No en vano el poeta titula uno de sus más reconocidos y enjundiosos textos ensayísticos El Taller Blanco, inequívoco homenaje al autor de sus más firmes influencias vitales. Una imagen insustituible de la labor taumatúrgica que encarna todo auténtico creador cuya mirada siempre estuvo colocada en ese tiempo indeterminado que llamamos futuro. La palabra fundante del poeta dejó para la posteridad un testimonio de ineludible consulta sólo comparable a los aportes de Andrés Bello, Pérez Bonalde, Ramos Sucre y otros poquísimos aristócratas del espíritu que edificaron los fundamentos de “la casa del ser” de nuestra venezolanidad. Su cosmovisión literaria, su welstanchauung estético-poética superó largamente los poderes hechizantes de la facticidad mundana de la vulgata terrenal humana y estableció, por medio del contrapoder del verbo imaginístico, otro mundo (una terredad) más humano y digno de ser vivido a plenitud.






 Cuando en 1958 el dictador Marcos Pérez Jiménez huye del país, el poeta Montejo apenas rozaba los 20 años y recién abría su mirada a la corriente universal de la cultura y se impregnaba de los símbolos eternos de los principales paradigmas civilizatorios del orbe terráqueo; China, India, Grecia, Indoamérica, etc. Venezuela entonces comenzaba, a la sazón, a transitar un ciclo de cultura cívica y democrática y pugnaba por dejar atrás una prolongada noche dictatorial que se afanó con inigualable saña durante una década en conculcar las libertades fundamentales del hombre y del ciudadano; entre ellas la que más desvelos causó al poeta: la libertad creadora y de expresión creativa, hoy seriamente amenazada por un neototalitarismo estatocrático. La “leche negra” que refiere Paul Celan en su poema inmortal “Fuga de la muerte”.
Con la lucidez nada distante que caracterizó a Fernando Pessoa, Montejo, su igual, se desdobló en no se sabe cuántos heterónimos; Eduardo Polo, Blas Coll... fueron cara y sello de un mismo y distinto “alter ego” que supo resguardar la inveterada pulcritud de las formas expresivas al tiempo que forjó una obra de poquísima similitud en nuestro orbe hispanohablante. El poeta siempre fue consciente de haber alcanzado el Absoluto; la revelación esencial mediante la escritura del poema. No obstante, supo con igual hidalguía mantener una humildad sólo comparable a la imperturbabilidad del mineral. Lidió a brazo partido con la insoportabilidad de la conciencia y su instantaneidad en la fugaz chispa del existir. Hizo suyo el credo ramosucreano de “vivir es morirse”. Cuando pudo lo escribió para que sus lectores, él estaba consciente le sobreviviríamos, no dejáramos de confirmarlo, “el canto (el poema) siempre estará por encima de la escritura”.
En cierta ocasión dijo: “Alguna vez escribiré con piedras / midiendo cada una de mis frases / por su peso, volumen, movimiento / Estoy cansado de palabras” (“Escritura”).
Un poema que por sí mismo bastaría para catapultarlo a las cimas de la poesía universal y que en su momento dedicó al padre de Maqroll el Gaviero titulado con el elegíaco título “Adiós al siglo XX” es una odisea escritural de insondables resonancias históricas. Un epitafio finisecular me gustaría denominarlo.
Quienes milagrosamente logramos sobrevivirle a Montejo y testificar la transición de la pasada centuria y bebimos, insaciables, de las fuentes de Marx y Freud, Mondrián y Mao; quienes venimos de regreso del desvanecimiento de los grandes metarrelatos emancipatorios decimonónicos, damos fe de la devoción que mostró el poeta por ser un hombre de su tiempo, un contemporáneo de sí mismo. Su amor infinito hacia el jazz y su terrible angustia por el inexorable “desarreglo de todos los sentidos” (Rimbaud). Preocupado por el abandono del ser a la enfermedad del insomnio, esa psicopatología del espíritu que todo lo zapa y corroe hasta volverlo fútil y anodino. Quienes se internen en el bosque de sus arboladuras metafóricas podrán corroborar que la noche es un leit motiv de su obra poética.
Puede decirse, sin temor a equivocarse, que Eugenio Montejo hizo del poema un perfecto recurso filial de la Historia como esfuerzo historiográfico por captar la esencia del devenir del espíritu humano. En un poema memorable, toda su obra poética acaso es una interminable oda a Mnemosine, nos dice el bardo:

Cada cuerpo con su deseo
Y el mar al frente.
Cada lecho con su naufragio
Y los barcos al horizonte.
Estoy cantando la vieja canción
Que no tiene palabras

(“Canción”)

El amor, la locura, la muerte, el olvido. Dios, el desamparo, la certeza fatua del hombre y su idolatría a los fetiches ideológicos, la convicción vana de no ser otra cosa distinta de “un ser para la muerte” heideggerianamente hablando; marca toda la poesía de este gigante de la lírica hispanoamericana y en lengua castellana. La música, la pintura, la creación estética en general están en el centro de su obra como un testimonio vivo de la insoslayable preocupación del hombre por resguardar la belleza simbólica del mundo y el espacio sígnico que corresponde a sus hacedores.
William Shakespeare dijo una vez, refiriéndose a la muerte: “Nadie ha regresado de aquel ignoto país trayendo noticias del más allá”, y nuestro inmenso poeta Eugenio Montejo supo decirlo de un modo insuperable: “Nadie, nadie sabrá nunca leer sus propios epitafios” (“Cementerio de Vaugirard”).


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RAFAEL RATTIA (Venezuela, 1961). Poeta y ensayista. Ha publicado La pasión del suicida (1999) La concepción de la historia en E. M. Cioran (2008). Sus textos de ensayo y crítica han aparecido en Argentina, México, España y Estados Unidos. Página ilustrada con obras de Kenichi Kaneko (Brasil), artista invitado de esta edición de ARC.



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Agulha Revista de Cultura
Fase II | Número 22 | Dezembro de 2016
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