segunda-feira, 29 de maio de 2017

CARLOS BARBARITO | Las muchas voces de la poesía


A pedido de Floriano Martins me decidí a reunir estos apuntes o anotaciones. La mayoría escritos con motivo de las varias presentaciones de mi libro más reciente, Falla en el instante puro (Botella al mar, Buenos Aires, 2016) en lugares tan diversos como La Plata, Pergamino y Montevideo. Otros, pocos, rescatados de mis archivos, donde dormían olvidados. Pienso ahora que aquí hay un intento, otro más, en pos de completar un rostro. El mío. [C.B.]

I | Mis padres me obsequiaron –yo tendría siete u ocho años– un diccionario enciclopédico. Lo que me atrajo desde la primera vez, fue una sección dedicada a lo que los editores consideraban las mayores pinturas de la historia. Recuerdo dos, una de la otra separadas por siglos: El rapto de las hijas de Leucipo, de Rubens, y Pescando en Antibes, de Picasso. Me pregunto ahora por el motivo de esa fascinación por obras tan diversas, tan alejadas entre sí en el tiempo, rasgo que aparece desde el principio en mis poemas: lo antiguo y lo nuevo en un mismo espacio, no enfrentados sino vinculados, incluso celebrando matrimonio. Me pregunto ahora si no será un modo de conjurar eso que, desde siempre, me inquieta: el tiempo. Mejor, el Tiempo. Eso que por un lado trae madurez y, por el otro, siega seres y cosas. Acaso el Tiempo sea el único asunto de mi poesía, al que trato desde el comienzo desde diversos ángulos en infinidad de poemas que son, en realidad, eso creo, un único Poema que cada vez afino en procura de una perfección que no se cumple. Hablando alquímicamente, mis labores son una sucesión sin fin a la vista de destilaciones que me conducen a aparentes victorias que, casi de inmediato, se convierten en fracasos. Cocteau habla, en alguna de sus páginas, del fracaso como la única estética posible. No me olvido, claro, de otro asunto: las palabras. En otra oportunidad dije que, siendo yo un niño, pasaba horas buscando, en ese diccionario y, antes, en otro, pequeño y ajado, las palabras más extrañas; sentía que si una palabra era desusada, extravagante, insólita debía contener alguna propiedad mágica. En aquel mínimo diccionario, tal vez el primer libro que llegó a mis manos, alguien, su dueño original, había subrayado las malas palabras, con lápiz negro, pero a mí me interesaban otras palabras, las que nadie usaba en casa ni en el barrio, tal vez nadie en el mundo. Es más, sentía yo una profunda emoción al creer que sólo yo conocía tal o cual palabra, no importaba su significado sino su sonido y resonancia. Entonces, yo era el mago, el hechicero. De esto al poeta, un solo paso…en apariencia, sencillo de dar y, en realidad, arduo, difícil. Casi diez años más tarde escribí mi primer remedo de poema. Y luego de veinte logré algo, alguna cosa. Quiero decir, algo a lo que yo podía llamar auténtico, en el sentido de capaz de sostenerse por sí mismo, sin necesidad de elemento ortopédico, de erguirse sobre sus propias piernas. Pero, claro, eso fue el primer paso, sólo el primer paso; hoy, luego de tantos años, siento que voy por el segundo, sólo por el segundo. ¿A dónde hay que llegar? ¿Hay un lugar al que llegar? No. Siempre en viaje, siempre de viaje.

II | No recuerdo cuando leí por primera vez la palabra surrealismo. Quizás fue en el quiosco de diarios y revistas junto a mi casa de infancia, en Pergamino. Allí iba yo a leer, todos los días por la mañana –iba de tarde a la escuela-; allí conocí la obra de Roberto Aizenberg –cuando vi uno de sus humeantes me dije esto es, esto es y de ese modo di inicio un proceso que me llevó a su casa, recién en los noventa, y a la elaboración de un libro con conversaciones con él, once años más tarde-; allí supe de una grabadora llamada Aída Carballo; allí viajé por mundos exóticos; allí leí desde historietas hasta artículos sobre la vida en el fondo del mar, la actividad de los volcanes, la fisiología de los astronautas, los eclipses, los minerales… Eran tiempos en los que el mundo era nuevo, lleno de sorpresas y novedades (nunca olvidaré el momento en que encendí el televisor en casa de mis abuelos y, en la pantalla, los Beatles). En medio de esas lecturas, apasionadas, anárquicas, en alguna página, tal vez en esa nota dedicada a Aizenberg, o en el diccionario que me regalaron mis padres, esa palabra: surrealismo. Descubrimiento simultáneo con otros: el cine, las novelas de ciencia-ficción, la música beat, las imágenes de los happenings, un aluvión prodigioso que me llegaba desde mil lugares a la vez, a mí, un chico nacido y criado en una pequeña ciudad de provincia. Borges dijo alguna vez que desde siempre supo que tendría un destino literario. Yo no. Debió pasar mucho tiempo para que yo adquiriera conciencia de que iba a ser escritor. Me pregunto si lo soy, si realmente soy un escritor. Intenté ser músico, pintor, profesor de literatura. Fracasé. Intenté aprender algún idioma. Fracasé. Apenas si logro balbucear alguna cosa en inglés. Incluso, alguna vez pensé en que moriría joven sin haber podido encontrar un modo de expresión. Como leedor del futuro, también, un fracaso. Al comienzo, en mis primeros versos, no tomé en cuenta –inexplicablemente– todo esa maravilla descubierta en mis lecturas. Mis versos eran ceñidos, despojados, acaso grises. No conservo ninguno de ellos. Los extravié o destruí. Manuscritos, todos. Ahora pienso que debiera haber conservado alguno, al menos para rememorar mi letra, el color de la tinta en que escribía. Pero no. Hace poco encontré alguno de mis poemas, de los años setenta, pero ya escritos a máquina. Con otra carga, con más vuelo, a esos poemas, extensos, decidí conservarlos. En ellos, el influjo de lo surreal se manifiesta, aunque de modo larvado, indeciso, pero se manifiesta. Ahora, ¿soy yo un poeta surrealista? No me atrevo a responder a la pregunta. Lo que sí puedo decir es que en ocasiones me acerco al surrealismo –en el sentido de no tener ideas previas, de eludir en lo posible todo control racional– para, en otras, alejarme –recurriendo a lo preconcebido y a la razón– para, luego, en el camino, volver a encontrarme con él. Encuentro y desencuentro que me llevan a un reencuentro, mecanismo complejo, contradictorio, del que apenas puedo dar cuenta. De lo único que estoy seguro es de la inseguridad humana ante el cosmos. Los Evangelios, desde el fondo de los tiempos, lo dicen mejor que yo: vemos en espejo.

III | ¿Por qué insisto en hablar de mi niñez, sobre todo de mis primeras lecturas? Porque allí, en aquellos años y páginas, comenzó a formarse esto que soy –o creo ser–. Yo sentía con todo el cuerpo; el simple ruido de la lluvia me conmovía, me erizaba la piel. A ese Paraíso lo extravié hace mucho y, quizás, escribo en un intento desesperado por recuperarlo. Pero no sólo las lecturas me formaron. No sólo lo libresco me formó. No tuve, hasta mucho después, una biblioteca. No hubo posibilidad alguna de repetir la infancia de Borges que, dijo más de una vez, tal vez nunca abandonó la biblioteca de su casa de infancia. Fue el patio de tierra de aquella casa que parecía venirse abajo con cada tormenta, fue aquel cometa –soñado o no– que mis ojos de niño vieron desde ese patio, fue mi madre con sus relatos nacidos de su gran imaginación, fue aquel eclipse total de sol, fue un poema mecanografiado escrito por un poeta menor chileno, exageradamente romántico, que me obsequió mi abuelo, fue el cine del barrio al que iba con mis amigos cada domingo luego del almuerzo… tantas otras cosas…

IV | Una tarde –¿fue de tarde?– una amiga de mi familia, doña Coca Formento, trajo un libro a nuestra casa y me lo obsequió. Yo en ese entonces tendría siete, ocho años. Creo que fue ése el primer libro que recibí de regalo; en casa había algunos –un atlas con olor a humedad, un descosido volumen con relatos mediocres de ciencia ficción, un Antiguo Testamento que fueron a dar a mis manos de modo, aun hoy lo siento así, sumamente misterioso–. Ese libro era “Alicia en el País de las Maravillas”, de la colección Robin Hood. Supe después, bastante después, que a esa edición le faltan pasajes e, incluso, algún capítulo; pero, apenas comencé a leerlo, de inmediato, sentí –rememoro ese instante y me emociono– que, allí, en esas páginas, había algo, algo prodigioso, mágico que sólo podía equipararse a las conversaciones con mi madre, en el patio de la casa, sobre cierto hombre con rostro de oveja que vivía encerrado en el sótano de una vieja casa, los jinetes y caballos tragados por el arroyo que luego aparecían flotando en el océano –mi madre tenía una muy fértil imaginación–. Ese libro, a mis siete u ocho años, produjo en mí algo que en ese momento sentí de modo tan intenso como confuso y que, más tarde, se fue aclarando, definiendo: gracias a esa lectura –que se repitió una y otra vez hasta hoy–, sin que yo ni siquiera lo sospechara, se formó en mí el poeta de modo larvado, decidido a crecer y adquirir alas. Esto le dije a la hija de doña Coca –fallecida hace largo tiempo–, cuando la encontré en la presentación de un libro mío, en mi ciudad natal, Pergamino. “Alicia…” me reveló que hay una posibilidad – la posibilidad es un concepto central en mi pensamiento– de soñar, de imaginar, de huir de la repetición de noria que gira y gira que, nos dicen, es la vida. Aquel ejemplar lo extravié. El segundo ejemplar, completo, también. Al tercero lo conservo como a un tesoro. Y a lo largo del tiempo hubo un cuarto, un quinto, un sexto… Desde aquel entonces hasta hoy leí muchos otros libros, comprados y prestados por amigos, conformé una gran biblioteca que, últimamente, reduje en cantidad –doné una parte muy importante– para quedarme con aquello que más amo. Claro, entre lo que más amo, los ejemplares de “Alicia…” Ahora, si alguien me preguntara qué experiencias y lecturas resultan esenciales en mi vida, inseparables de mi vida, yo le respondería: un atlas con olor a humedad, un descosido volumen con relatos mediocres de ciencia ficción, un Antiguo Testamento, los relatos de mi madre y, por supuesto, aquel ejemplar incompleto de “Alicia…” que me trajo doña Coca una tarde, tal vez, a mis siete u ocho años.

[18 de mayo de 2015]

***

El ángel de la trompeta perdió sus alas y toca su oxidado instrumento, por monedas, en una estación del subterráneo. Vladimir y Estragon ya no esperan a Godot y permanecen ante una pantalla de un viejo televisor en un bar de mala muerte. Tales las escenas, las figuras –como me place decir– que, me parece, dan el tono de este libro que hoy les presento. Lo que no significa una total bajada de telón, un caso cerrado porque, dispersos aquí y allá, hay relámpagos de esperanza, de cierta esperanza. Este libro, amigos, es una reunión de poemas escritos hace años, tal vez ocho, tal vez más, con alguno más reciente, que decidí publicar –es decir, pienso en Picasso, abandonar–.
Ahora, ¿cómo hablar de estos poemas siendo yo el autor, cómo ser neutral y analizarlos como si se tratase de un microorganismo al que se ve a través de un microscopio? Cosa difícil, harto difícil. Sí me atrevo a hacer un inventario de aquellos materiales, diversos por cierto, que conforman mis poemas, al menos de los que soy consciente. De otros no lo soy y, tal vez, los lectores puedan dar cuenta de ellos. Materiales que no se agotan con mis lecturas, desde niño, asunto del que hablé muchas veces; la vida no se compone sólo de libros, también de sueños y de vigilias, de días y de noches, de visiones y de paisajes, de quietudes y de tormentas, de amores y de desamores… Cierro los ojos y vienen a mi memoria cierto eclipse de sol que produjo raras sombras en el suelo, un pequeño avión que publicitaba una marca con humo en el cielo, un amigo que un día decidió arrojarse del balcón –por suerte en el primer piso– con un paraguas creyendo que flotaría en el aire, tormentas que amenazaban con tirar abajo la vieja casa de la calle Zeballos, un poema exageradamente romántico –la historia de la novia muerta y del novio que trepa los muros del cementerio y…– que mi abuelo me obsequió mecanografiado, y, no mucho después, un tratado de física de fines del siglo XIX, que conservo como a un tesoro, Alicia en el País de las Maravillas en la edición de Robin Hood que una amiga de mi familia me trajo en un día y hora memorables, la llegada del hombre a la Luna, los Beatles en el televisor de mis abuelos, los ruidos de los trenes que partían y llegaban sobre todo en la noche, la primera nieve vista a través de una ventana en Chelsea, el Mar del Norte en tempestad y, al fondo, entre la bruma, Rotterdam, un diccionario que me obsequió mi padre y en alguna de sus láminas dos pinturas: una de Rubens, El rapto de las hijas de Leucipo, otra de Picasso, Pesca nocturna en Antibes, mi madre contándome inquietantes historias de jinetes arrastrados con sus caballos por las corrientes del arroyo Pergamino y de un hombre con cara de oveja que la familia mantenía encerrado…
En otra parte me pregunto por qué poesía y no prosa, ya que durante años sólo leí novelas de ciencia ficción y aventuras; si me preguntan por mi padre literario no lo dudo ni un momento, digo Julio Verne. Y si me preguntan por mi madre literaria, lo dudo todavía menos, aunque haya llegado mucho después a mi vida, digo: Virginia Woolf. Una posible respuesta podría ser que soy ansioso y escribir un poema sería un modo de veloz satisfacción, cosa falaz ya que la poesía –esto lo pienso desde hace mucho– exige todo y paga poco salario, a veces no paga, trae fatigas y dolores. ¿Por qué entonces insisto? Tal vez porque es el único modo que conozco de enfrentar al mundo, de andar bajo la lluvia, de dar –como dice un pasaje bíblico– coces contra el aguijón.
La poesía no desatiende al dos más dos es cuatro, pero tampoco al en el prado pasta el unicornio. Con Robert Graves pienso que se mueve en ambos mundos como si de uno solo se tratase, a riesgo de, al quedarse con uno o lo otro, de cometer un grave error. Creo que en este libro se da, nuevamente en mi obra, ese matrimonio que, estoy seguro de ello, no augura divorcio.

[16 de mayo de 2016]

***

Es tan cierto lo de Picasso: la obra no se termina, se abandona. Para algunos es dejar que corregir –pienso en Borges que corregía hasta cuando el libro estaba en la imprenta-, en mi caso –que corrijo poco y doy primacía a lo automático– hacer que por fin esos poemas salgan de los cajones –o, mejor, desde hace mucho, del espacio virtual en la pantalla–. Este libro que hoy presento, que les presento a ustedes, no es la excepción, hace meses decidí que debía llevarlo a la imprenta, éste y no otros que aguardan ser impresos desde hace rato. ¿Por qué éste? Simplemente intuición. Claro, si esos poemas ahora son un libro es porque debí cumplir ciertos pasos, ineludibles, luego de una década de no editar en el país –publicar aquí me obligó a pagar por ello, cosa que no me sucedió ni en Costa Rica, ni en Francia, ni en España, ni en México–. Me decidí por Botella al mar, que este año cumple setenta de vida, y me comuniqué con su directora, y vieja amiga, Alejandrina Devescovi, y le envié los poemas que, una y otra vez corregidos, cosa que no impidió que se deslizara una errata, detectada por el amigo Hugo Patuto, gracias a Laura Duvrosky y Luis Bacigalupo, se transformaran en este libro. Editarlo hizo que visitara a Alejandrina y té por medio conversáramos durante horas en su casa de la calle Agote –cosa que cumplimos sin chistar ya que a ambos nos gusta conversar y a veces hasta por los codos–.
Este libro tiene en su tapa una fotografía de una amiga, Liliana Gelman. Admiro a Liliana, a quien conozco, primero de nombre y obra a través del correo electrónico, cuando ella vivía en Haifa y, luego, personalmente, cuando regresó a Buenos Aires –ahora vive en Mar del Plata–. Recuerdo un mensaje suyo diciéndome que mientras escribía un misil caía no lejos de su casa. Y sigo deleitándome con sus imágenes del Mediterráneo, Liliana no puede vivir lejos del mar –por eso luego de un tiempo en Buenos Aires se mudó a la costa–. Ella me hizo llegar la foto que aparece en la tapa del libro, su interpretación personal de la falla en el instante puro, y la aprobé de inmediato y con entusiasmo. El prologuista es otro viejo conocido con quien nunca nos encontramos personalmente, el uruguayo profesor en la Universidad de Texas Eduardo Espina. Con Eduardo me sucedió algo peculiar, diría que mágico. En los años setenta estaba yo de visita en casa de un amigo acá en Pergamino, en el barrio Acevedo. Sobre la mesa del comedor, un libro, Niebla de pianos; el autor, un tal Eduardo Espina. Pregunté cómo ese libro había llegado hasta allí y en la casa nadie pudo responder a la pregunta. Diríamos que se materializó. [1] Años más tarde entré en contacto con Eduardo –a quien le conté la anécdota-, primero por carta y luego por correo electrónico; y aunque entre su poesía y la mía haya grandes diferencias, él neobarroco y yo quién sabe qué cosa, escribió el prólogo con su habitual estilo tan complejo como lúcido. Si este libro fuera un barco creo que a esta altura la tripulación, que integro –obviamente– está presentada en su totalidad. O no, porque no nombré algo tan importante como el libro mismo: los lectores, ustedes. Sin los lectores un libro, cualquier libro, es un objeto dormido, inmóvil, callado. Ustedes, los lectores, al abrirlo y leerlo, lo despiertan, lo movilizan y hacen que hable, les hable y entable con ustedes una conversación. Si no, ¿para qué sirve? Disponemos de pocas cosas para hacerle frente a la muerte y el libro, lo que en él está escrito, es una de esas cosas. Quiero decir que la escritura, ya sea en tablilla de arcilla, en pergamino, en papel o en formato digital, nos permite trascender, ir más allá de nuestro final como humanos y, cosa maravillosa, entablar diálogos con quienes nos precedieron años o siglos atrás. Me fui un poco por las ramas. Regreso al libro que hoy les presento.
Este libro se abre con una sección que llamé Límites del día, bordes de la noche y con una cita de ese artista maravilloso que fue –es– Jean Cocteau. Cocteau habla, en pocas palabras, de dos asuntos que me parecen esenciales. Primero, que sólo está vivo lo que surge del sueño –de la ensoñación, de la imaginación-; lo que es fruto de la vigilia no. Luego, que es necesario interpretar, traducir. Me parece que aquí hay un doble juego: por un lado, una especie de acto mediúmnico, en estado de trance, del que surgen las obras –recuerdo una frase de Max Ernst, en el sentido de que él era testigo de la aparición de sus creaciones– y, por el otro, un acto racional de interpretación, de traducción de todo eso que aparece. Es ver surgir las obras y luego intentar comprobar sus formas y contenidos. ¿Qué veo en mis poemas? Pregunta harto difícil de contestar porque estoy demasiado cerca de mis poemas, sin la necesaria perspectiva. Pero algo, alguna cosa, veo. Y eso que veo fue, alguna vez, de modo admirable, sintetizado por el viejo amigo y gran pintor Marcelo Bordese:

Durante mucho tiempo me pregunté qué me atraía de tu poesía. Las otras noches (qué extraño suena en plural) creí vislumbrarlo: tengo la sensación que nombrás el mundo como si no lo conocieras, cantás el mundo como si no lo entendieras del todo, o mejor aún, como si lo desconocieras. Las circunstancias, sus móviles, los secretos engranajes de la existencia (que los reduccionistas con envidiable tranquilidad llaman azar-destino) te resultan inextricables, y te mueven —por fortuna— a un perenne estupor.
El universo es de naturaleza tantálica, lo sabés, tal vez por eso la poesía es un milagro aparentemente próximo, pero siempre inasible, aunque en ocasiones alcanzable. Carlos Barbarito, tal vez el mundo haya sido hecho para no ser reconocido (Lc. 8, 10), producto de una divinidad sabia o sádica; tal vez no toda ignorancia sea oscura; tal vez —y ya con resplandeciente resignación— sólo sea posible cantar la duda.

Voy al versículo bíblico citado por Marcelo, Lucas 8, 10. Leo: para que viendo no vean, y oyendo no entiendan. Sí algo hay en mis poemas es duda, incertidumbre, como si recién se hubiese llegado al mundo y todo sea asombro, misterio que abruma. De variados y muy diferentes lugares extraigo los materiales que conforman mis poemas: de la filosofía, de la cosmología, de los evangelios, de la física, de la química, de la biología, de la alquimia… Pero si algo sé, si de algo estoy seguro, es que cada uno de mis poemas no es un fin en sí mismo sino un medio para tratar de conocer el mundo. Claro, Marcelo Bordese tiene razón, lo que hay es perenne estupor. Es como un regreso a aquel Edén y la tarea fuera ponerle nombres a plantas y animales en una lengua limitada y torcida, con ojos que miran con dificultad –otra vez algún pasaje del evangelio: vemos en espejo, 1 Corintios, 13, 12–.
Entre las varias paradojas que hay en mi vida y quehacer hay una que no debo dejar de confesarles: leo poca poesía y la que leo es la de los de siempre (Montale, Eliot, Wallace Stevens, Frost, algunos poco más); dedico mis horas a la lectura de lo que llamaría miscelánea: prólogos, artículos científicos, curiosidades, biografías de artistas… No leo novelas desde hace mucho, me fatigan. Esto que no salga de aquí porque tengo amigos novelistas. Ahora, lo siento así desde el primer día como escritor: siempre estoy escribiendo un mismo e interminable poema, con las mismas obsesiones y las mismas preguntas. Puedo variar el punto de vista, recurrir a diferentes materiales pero lo esencial permanece. Y lo esencial es un yo poético desnudo y arrojado al mundo, lleno de interrogantes y temores, que recién descubrió el fuego y se calienta como puede, en una caverna oscura, mientras afuera dominan fieras salvajes y hambrientas.


 [15 de setiembre de 2016]

NOTA
1. Una vez me sucedió algo semejante en la biblioteca donde trabajo. Sobre mi escritorio apareció una postal con un dibujo de Daniel Roldán y en el dorso su dirección de correo electrónico. Daniel, desde hace años, es un gran amigo.

***

Cierto amanecer con árboles, nidos y trinos. Un eclipse total de sol, raras sombras de hojas en el suelo. Una tormenta en pleno Mar del Norte, al fondo, entre los olas y la bruma, Rotterdam. Sucedidos, hace largo tiempo, los dos primeros en la infancia. Instantes puros, sí, pero para describirlos –esto lo percibió Virginia Woolf desde temprano- sólo contamos con las palabras para expresar esos raros instantes. Y las palabras –otra vez Virginia Woolf- significan poco para los amantes –que al creer en el amor viven en el mundo real- y nada ante el esfuerzo del caracol que se desliza bajo las nervaduras de una hoja. Contamos con las palabras. Los materiales que usamos para nuestro oficio son las palabras. Y la esperanza, amigos, es fracasar mejor. El querido Guillermo, quien hoy me acompaña,  me dijo alguna vez que los episodios más importantes de nuestra vida no pueden ser contados con palabras. ¿Entonces? ¿Cómo contar esos escasos momentos ante los cuales dependemos puro y exclusivamente de las palabras que tropiezan y caen ante el abrazo de los amantes y la criatura que se desliza gracias a su baba? Lo pensé tantas veces: debajo de la música, de la pintura, muy abajo, este oficio a tientas, cargado de temblores, que naufraga a menudo. Y también me pregunté: ¿tal vez haya una salida en el balbuceo, en el delirio, en lo descabellado? O, quizás, ¿en una nostalgia por un estado supuestamente perdido o una esperanza en un reino supuestamente futuro? Sí, estoy seguro que hubo momentos puros, unos cuantos, no muchos, en mi vida. Este libro trata de expresarlos con palabras que resultan, en el mejor de los casos, aproximaciones y, en el peor, espejismos. Y, también, de dar cuenta de aquello que –mientras el niño que fui oía con asombro el canto de los pájaros y miraba con más asombro todavía las formas surgidas de la luz del sol en eclipse- acecha, punza, aprieta, raja lo que debiera ser un fugaz pero punto cierto donde se concentran colores, juegos de luz, aleteos, revoloteos… Y todo, repito, con palabras a las que por más que exprima, someta a pruebas, engruese o afine, se quedan cortas, hacen lo que pueden, retroceden  y se resignan.
Otros hablarán de mi poesía. Poco y nada puedo yo ante ella, pero sí desde siempre tengo una sensación al leerla: hay en ella una visible acechanza. Lezama Lima hablaría de Adonai que sale del árbol y cuando intenta regresar, el jabalí se interpone. Yo, más modesto, veo un ave que se propone llegar hasta el polen y algo –visible o invisible, cierto o imaginado- no lo permite. El ave no llega a destino pero tampoco queda fulminada y cae, persiste en su propósito. Mi poesía habla siempre de un intento que alcanzará concreción más adelante, en un futuro cercano o no, en un momento indeterminado. Hasta aquí llego. No avanzo porque no puedo hacerlo. O sí, tomo de Lezama Lima, una idea, que no profundizo por cuestión de propia miseria intelectual: cada poema como laberinto elaborado por la araña a la espera de visitación. Poemas que, en cantidad no grande, para no abusar del lector y su paciencia, conforman un libro que, como todo libro, conforma un poliedro. No de infinitas caras, de algunas varias caras. Cada cara, una interpretación. Ninguna de ellas la definitiva. El poliedro como sólido que se sospecha pero que jamás se presenta a la vista. Hay que conformarse con una sola cara, hablo tanto del lector como de mí. Es más, como autor tal vez debo conformarme con menos todavía. Una idea que en mí resulta de vieja data: el libro soñado, sólido ideal, de cristal y por ello transparente. El Libro perfecto. Este libro, finalmente, como todos, de madera, rústico, al que resulta imposible ver del otro lado. El libro, a medio camino, imperfecto. Lo poco que se consigue luego de tanto esfuerzo, de tantas destilaciones, de tantas vigilias.
A menudo me pregunto cuáles son mis raíces. Pienso –salvando enormes distancias entre su caso y el mío- en Poe. Por una pluralidad de razones el querido Edgar Allen Poe se mantuvo aislado, en un lugar de inmensa soledad- de la corriente literaria de su tiempo sin ser arrastrado por ella ni él hacer el menor intento por sumergirse. Hablo de un tiempo –en el que vivió Poe- sometido a la más estricta moral puritana en el que no podía tener cabida su literatura ni su personalidad. Fue del otro lado del Atlántico, en uno de los hechos más extraordinarios de la historia de la literatura, gracias a un país, Francia, y a alguien llamado Charles Baudelaire. Si bien nací aquí, en Pergamino, y vivo desde hace años fuera de la ciudad, tengo la sensación de ser una rara criatura que carece de madriguera, que no puede decir este es mi lugar, mi lugar en el mundo. Viajé más en sueños que en la realidad –como prometió y cumplió mi padre literario, Julio Verne-, aunque viajé un poco –claro-, y tal vez mi lugar sea precisamente ese continuo, interminable viaje y no tal o cual lugar, aunque en uno de esos lugares yo haya nacido. Tal vez, como sostiene Rilke, mi patria haya sido la infancia, que perdí. Y, como sucede con tantos artistas y escritores, me haya pasado hasta hoy en busca de lo perdido. Y mi busca fue, es, auguro que será, la poesía. Traigo ahora el nombre de Max Ernst. En el mismo día del nacimiento de su hermana Loni, muere su papagayo rojo. Una circunstancia, que en otro espíritu, hubiese pasado desapercibido o hubiese sido recordado un tiempo y luego olvidado, en Max Ernst se transformó en un libro que relata una inmensa batalla, de características cósmicas, entre hombres y pájaros. Y, como si fuese poco, inventa un personaje, Loplop, de la que dice:… se trata de una criatura alada que se sitúa, como la fantasía, por encima del orden terrestre, permaneciendo puro a pesar de la corrupción moral y física de las almas y los cuerpos. Al principio de mi lectura les hablé precisamente de pájaros, y también de un eclipse. Y, tal la palabra que aparece en el título de mi libro, de pureza –que aparece en Ernst. Tal vez, como en el caso del ave, el final de esa pureza sea la muerte, el descubrimiento de la muerte, ante la cual nos hemos inventando ritos, ceremonias, conjuros, fármacos… y poemas. No recuerdo el momento exacto en que supe de la muerte. Estaba seguro, sí, que las mujeres no morían. Al revés de Poe –para quien las mujeres son siempre etéreas porque están enfermas y están destinadas a morir pronto-, yo creía –lo creía firmemente- que las mujeres estaban exentas de muerte. Luego, ante la evidencia, me negué a ver a mi bisabuela muerta, un día de agosto –justo agosto, mi estación favorita, en mi mente la de los cielos más limpios, otra vez: más puros-. Cuando comencé a escribir poemas mi negación se transformó en rituales más o menos complejos de resurrección o existencias más allá de lo terrenal que mi lado racional pugna por combatir, opuestos que duran todavía. Y durarán. Porque somos más de uno. Como dice la cita que encabeza el libro conjunto con Victor Chab, “Materia desnuda” y que encontré en Sobre Nietszche. Voluntad de suerte, V., de Georges Bataille: Finalmente tengo más de un rostro. Trato de responder a mi inquietud acerca de mi situación en cuanto a mi oficio de escritor, repitiendo algo de José Agustín Goytisolo en un prólogo suyo a una colección de poemas de Lezama Lima: … sería pecar gravemente de modestia – cosa difícil para mí, puesto que soy muy orgulloso-… Soy orgulloso pero con un límite: la vanidad. Claro, se trata de una delgada línea y, a veces, pierdo noción de qué lado estoy. Debe ser, me digo y les digo, mi orgullo que me llevó a persistir en el mismo camino, a no prestar atención a los cantos de sirenas de la moda, a oír a mis voces interiores que, se lo conté muchas veces a los amigos, mi cabeza loca imagina una voz exterior, de duende, que me deja el primer verso y me obliga a la ardua tarea de completar el poema. Así, llegué a los 60. 61, para ser exactos. Como quien no quiere la cosa, llegué a los 61. Nombro por última vez a Poe: murió a los 41. No se trata de números, claro, pero él hizo lo que hizo, desde la ruptura con su padre adoptivo hasta su trágico final, en medio de privaciones indecibles, en poco más de veinte años. Ni hablemos de Rimbaud. A veces me detengo y me pregunto: ¿es esto todo lo que logré hacer? Y mi orgullo cede por un momento, siento vergüenza, me siento ante el papel en blanco y alcanzo lo que supongo una victoria y, ya se los dije, se trata de otro fracaso. O de una victoria pasajera, sensación que se esfuma enseguida. Lo digo de una vez: poco, casi nada, insuficiente, irrelevante, con más figura de vestigio que de apoyatura. Es el orgullo, que regresa para sostenerme, lo que impide que en mitad de la calle me vuelva sombra y luego me evapore.
Por último, una breve referencia a mis lecturas. Si bien hablé en otras oportunidades de este asunto, me parece que viene bien para concluir esta presentación. Si bien el primer libro que me fascinó, y me sigue fascinando, fue Alicia…, recuerdo otros momentos anteriores que no son insignificantes en mi vida. Creo que el primer trabajo que me encomendaron en la escuela fue buscar la biografía de Carlos Guido y Spano. Por entonces no había enciclopedias en casa y mi madre me llevó hasta la casa de los Pujol, precisamente fue Coca, la dueña de casa, quien, tiempo más tarde, me obsequió el ejemplar de Alicia…, de la colección Robin Hood. Coca, o alguna de sus hijas, me trajeron un tomo del mítico Sopena y allí encontré una breve biografía del poeta; luego tuve que hacer lo mismo con el autor de “El rosal de las ruinas” y “El puñal de los troveros”, Belisario Roldán. Cuando terminé mi labor, aquella primera vez, mi curiosidad me llevó a mirar los vinilos que había cerca del combinado, y, entre ellos, recuerdo un simple de “Llévame volando a la Luna”, aunque no recuerdo –hablo de principios de los sesenta- si en la voz de Johnny Mathis o Frank Sinatra. No me olvido de la hija de una vecina que, a todo volumen, escuchaba cada mañana “Anochecer de un día agitado”; yo, que iba de tarde a la escuela, oía la música desde el patio de tierra, cerca de un árbol de paraíso, más bien, yo me sentía en el Paraíso. Por esos años mis padres me asociaron a la biblioteca del Club Comunicaciones. La biblioteca tenía un gran parecido a la que, décadas más tarde, fue, y es, mi lugar de trabajo, antes de ser reformada. En pocos meses, leí todo cuanto encontré, sobre todo ciencia ficción –en su mayoría, libros baratos de bolsillo escritos por españoles bajo seudónimos tales como Clark Carrados, a quien debo “La puerta infinita”, entre otros títulos. Allí me encontré con lo que desde entonces considero mi padre literario, Julio Verne –por entonces, para mi cabeza de niño, lejos del en parte enigmático y oscuro hombre que luego descubrí-. Es más, debió pasar mucho tiempo hasta que viera una fotografía suya, tomada por Nadar. Se preguntarán por mi madre literaria. La nombro: Virginia Woolf. Claro, es una historia muy posterior. A veces pienso en la cantidad de libros que leí en pocos años –desde asuntos como la fisiología de los astronautas hasta novelas de aventuras y fantasía- y me pregunto qué huellas dejaron en mí, algunas de las que tengo conciencia y, otras, la mayor parte, no. Wells, Salgari, Verne, Bradbury, los citados españoles, a lo que debo agregar un tratado decimonónico de física que me obsequió mi abuelo, un poema escrito a máquina de un desaforado poema de un romántico chileno que también me regaló mi abuelo, y un buen número de libros de astronomía, viajes de exploración, sucesos paranormales, etc. Y las innumerables revistas que leía en el quiosco junto a mi casa, en la calle Zeballos, cada mañana, sin falta. No me olvido de una lectura que considero esencial; tal vez el primer libro que leí fue un Antiguo Testamento, una edición con olor a humedad y a punto de desarmarse. Mi favorito era –es- el Génesis y de este libro, el relato del diluvio. Historia que se relaciona estrechamente con una buena parte de mi vida en Pergamino, las cíclicas inundaciones que se registraron –y registran- en la ciudad y con lo que contaba mi madre acerca del arroyo –recuerdo su voz: el arroyo es un ojo de mar y quien cae a las aguas termina apareciendo, si es que aparece, en el mar, no importa si es un niño o un hombre, un jinete con su caballo…


[2016]



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CARLOS BARBARITO (Argentina, 1955). Poeta y crítico de artes plásticas. Fotografía del poeta: detalle de original en color firmado por Karina Giglio. Página ilustrada com obras de Nelson Screnci (Brasil), artista convidado desta edição de ARC.

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Agulha Revista de Cultura
Fase II | Número 28 | Junho de 2017
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